jueves, noviembre 24, 2005

Nevermore


Era una noche de sábado. Ella no estaba. Hacía ya muchos sábados que no estaba; de hecho, era como si su vida desde los últimos meses hubiera sido un largo y continuo sábado lleno de sus ausencias.

Fue a la nevera y se abrió una lata de cerveza:

Chass.

y se sentó en el sofá a mirar pasar el tiempo. No pasaba; se empeñaba en quedarse quieto delante de sus narices como una estatua de mármol.

- Hola, tú – le dijo al tiempo.
- Hola, tú – le contestó.

Una grieta larga, sinuosa, negra, discontinua e inmisericorde viajaba desde el techo al suelo en la pared donde habían colgado las fotos, enfundadas en marcos de cristal del todo a cien.

Ella en una cueva llena de murciélagos, apuntándoles con la linterna apagada como si fuera un revólver, y la pátina de mil estalactitas heladas en la melena castaña; ella rabiosamente morena con un vestido verde, sonriendo a la cámara en el Malecón, una mano en la cintura y la otra haciendo sombra para protegerse del sol; ella aquella noche del apagón, en camisón, sosteniendo una vela en un pasillo oscuro y dejando entrever las curvas de su cuerpo desnudo bajo el algodón; ella en el altar vestida de blanco; ella en la montaña rusa con la cara retorcida por el terror y las manos aferradas a la barra de hierro; ella mirando fijamente a un punto inconexo del espacio, llenando la cámara del gris de sus ojos.

Él en la playa, sentado sobre una roca, los brazos cruzados sobre el pecho, mirando al mar. Él al volante mirando directamente hacia la carretera, forzando una media sonrisa; él en ese mismo salón, sentado en ese mismo sofá, riéndose con un poco de histeria simulada de un chiste ya olvidado; Él apoyado contra un árbol en un bosque al atardecer, resguardándose del frío con una cazadora caqui; él en un mercado callejero haciendo malabarismos con tres naranjas y sosteniendo un cigarro mortecino en la punta de los labios.

Fumó y bebió lentamente mientras paseaba su mirada a lo largo de cada recoveco de la grieta. Cuando llegó al final, empezó de nuevo.

Al rato estaba dormido como un niño, en esa misma esquina del sofá. Tres horas después le despertó el crujido de la ventana abriéndose bruscamente por un golpe de viento.

- Mierda.

Se levantó a cerrar. El frío arrasó el cuarto de estar como un invitado desagradecido. Apretó bien las bisagras y se abrió otra cerveza:

- Chass.

Viajó por la grieta un par de veces más y bostezó.

Su mirada se posó brevemente sobre la foto del Malecón:

- ¿Más allá del tiempo, dónde estarás?

Sólo contestó el crujido de las paredes.

Con los primeros rayos de la mañana los ojos empezaron a picarle. Se frotó los párpados y miró el libro que no había leído, indolente sobre la mesa.

- Buenas noches – le dijo al libro.
- Buenas noches – contestó.

De camino a la cama se acercó a la ventana del dormitorio para bajar la persiana. Miró un momento hacia la calle. Ahí estaba ella. Su figura era pequeña y oscura, andaba muy despacio y en ningún momento miró hacia arriba; pero en el silencio del amanecer se escuchaban perfectamente sus pasos en dirección al portal, y podría haber reconocido la cadencia de ese ritmo entre mil.

Bajó la persiana, cerró la puerta y durmió.

domingo, noviembre 20, 2005

¿Quién es?


A veces, cuando hago "click" con la cámara, salen más de una versión de la misma. No sé si será un leve temblor de la mano o del brazo que provoca el movimiento repentino del instante; pero a veces soy varias. Y, lo más curioso, es que a menudo recuerdo haber sido otra en el momento del click. Pero no recuerdo quién.

10 años después


El otro día me encontré por la calle a una antigua amiga, de esas que se quedan difuminadas en el tiempo por la falta de tiempo, valga la redundancia, o la falta de esas cosas que hacen falta para mantener una amistad viva. O tal vez por falta.

Pesaba unos 40 kilos y no medía menos de 173 centímetros.

Yo no soy de las que apuntalan a lo obvio. Si alguien tiene un enorme grano en la nariz, o incipiente calvicie, o barriga de botijo castellano, o el aspecto de haber vagado por el Serengeti durante 3 meses chutándose jaco, una asume que ya lo saben. Aunque luego te dirijan esa mirada tipo “sé que lo sabes y no lo dices” y tú se la devuelvas con una mirada tipo “sé que sabes lo que pienso y no voy a confirmártelo para que me vendas tu excusa”.

Así que no dije nada.

Ella navegaba en un mar de ojeras, arrugas de ropa mal ajustada, cabellos finos que se posaban en el jersey soltándose de su media melena y parecían que habían sido arrancados a puñados, y la laxitud del que sabe que tiene un pie en el borde del abismo.

No dije nada. Sólo alcancé a preguntar algo insustancial:

- ¿Entonces, todo bien?
- Sí, qué bien verte. Vengo de comprarme una chaqueta. Llevo toda la tarde.Es difícil encontrar una 34 hoy en día.
- Supongo.
- Bueno, supongo que tú no tienes problemas de esos.
- No, ja, ja, te aseguro que no. Mírame.
- Vaya, lo siento. No quería decir nada grosero.
- ¿Qué grosería, mujer?

Se quedó callada. Su mirada de orgullo decayó un poco. En el fondo, estaba tan perdida como yo.

- Bueno, tampoco te sientas mal. En el fondo estoy fatal, mírame. Me tengo que quitar estas cachas, se me ha puesto un culo que...
- Estás bien, en serio.
- ¿Tú crees?
- Sí.

¿Qué decir frente a la evidencia? Hace 10 años ella era una chica lozana y pneumática de mejillas sonrosadas. Yo también, hace 10 años, tenía menos lorzas. Digamos que entonces estábamos a la par. Ahora nos habíamos convertido en polos opuestos y, por algún motivo, imaginé que su espejo mentía muchísimo más que el mío. Y que sus pasos eran mil veces más frágiles.

- Oye, si algún día necesitas algo... – le dije.
- Gracias, igualmente.
- Lo digo en serio.
- Yo te veo muy bien, oye.
- Bueno, podría mejorar. Pero yo te veo estupenda.
- Estoy fatal. Pero si quieres un día de estos te vienes conmigo al gimnasio. Ya verás cómo se te quitan los complejos.
- Claro.
- Bueno, dos besos. Nos vemos.
- Nos vemos.


Me marché con un sentimiento de culpabilidad abrumador, abotonándome con un poco de esfuerzo el abrigo de la talla 44. Hacía mucho, mucho frío.

Hace muchos años, estuve en ese mismo lugar donde el frío cubre los huesos de pena. Pero no fui capaz de decírselo.

sábado, noviembre 19, 2005

Bon soir, mon cher père


Esto me contaba:

Una mañana se levantó y su hermano Ildefonso le recordó que tenían su reunión anual con los compañeros de la División Azul. Él nunca había estado en la División Azul, porque la guerra le pilló con trece años. Pero aún así se le requería, como apoyo moral, como hermano e hijo de militares.

“Volverán a sonar banderas gloriosas, y el nombre de nuestra patria quedará marcado a fuego en la historia del mundo”, le recordaban mientras su hermana le planchaba el traje negro.

Sólo recordaba, de aquella época infernal, el sabor del chocolate que le robaban a los soldados italianos. O los juegos en el patio de la casa corrala de Valladolid con máscaras antigas rescatadas de algún socavón.

“Nos las poníamos Valentín y yo y matábamos culebras a hachazos. Y luego corríamos por los balcones emulando a los francotiradores, con tirachinas.”

La División Azul.

Siempre llevaban gafas oscuras a las reuniones. Y se alojaban en el Cuartel General del Ejército de Madrid.

“Todo olía a alcanfor y a puros habanos”.

Luego, un café con anís en el Chicote y una visita a las meretrices.

Se acicaló el cuello, se repeinó, se puso el traje negro y se subió a la moto.

Y desayunó en París.

Esta foto se la hizo un vendedor de periódicos que se llamaba Etienne. El azul se lo puse yo; que me perdone por esos calcetines.

Cada vez que visito su tumba, le saludo de la misma forma:

- Bon soir, mon cher père.

Kowagashi-san


Kowagashi-san se duerme en todas las reuniones.

Kowagashi-san es un joven ejecutivo de Kyoto con suaves rasgos juveniles. Tiene el pelo arremolinado sobre la cabeza. Siempre lleva un ajustado traje negro y camisa blanca. Y una corbata negra, anudada con rigidez.

Kowagashi-san nunca sonríe. Sólo lo ha hecho una vez, y nadie más que yo le ha visto. Le pregunté sobre el significado de un kanji de plata que suelo llevar al cuello, y que significa “cielo”:

- ¿Es el cielo físico o el metafísico?
- El cielo, el cielo es el cielo. No existe otra cosa porque es. El cielo es.
- Es.
- “El cielo es ser uno con Dios”. Confucio.
- ¿Tú crees en dios?
- No. Confucio era chino. Yo no.
- ¿Entonces qué cielo es este?
- Es el cielo. No existe otra cosa. Es lo que hay y lo que es. Como cuando cierras los ojos, sólo ves lo que es.
- ¿Entonces cómo sabes qué es?
- Porque es.
- Kowagashi-san, ¿has dormido hoy?
- No.

Y entonces sonrió. De oreja a oreja, con pequeños ataques entrecortados de hilaridad. Con espasmitos.

Y una sombra cruzó su cara.

- Buenos días.
- Buenos días, Kowagashi-san.

Entró en la reunión y se sentó. A través de la cristalera le vi ordenar un taco de folios, preparar el bolígrafo, humedecerse los labios, ponerse delicadamente unas gafas de pasta, sacar un informe de una impoluta carpeta azul, colocarlo milimétricamente paralelo al taco de folios, ajustarse el nudo de la corbata, cerrar los ojos y dormir.

viernes, noviembre 18, 2005

Luego ya sabes lo que pasa


Es como uno de esos muñecos-tentetieso de antes, aquellos grandotes (tamaño niño, y como entonces todos éramos niños, pues eran grandotes), periformes, con un peso abajo, que cuando los empujabas se reincorporaban como un resorte-péndulo. Es realmente así, sin exageraciones, sólo que justo debajo de donde tendría el depósito de arenilla hay dos piernecitas que lo transportan de un pasillo a otro y de un despacho a otro serio, siempre serio, simulando ensimismamiento laboral.

Lleva gafitas finas y metalizadas, y un peinadísimo pelo castaño lacio que le cae sobre el ojo izquierdo como un proyecto de flequillo.

Viste con extremada pulcritud, sus corbatas son un alarde de laissez-faire y sus zapatitos siempre relucen. Y no sólo eso sino que también demuestra que, en algún lugar de la ciudad, es posible encontrar camisas cuatro tallas más pequeñas por arriba que por abajo y pantalones tres tallas más grandes por arriba que por abajo.

Pasa por mi mesa todos los días. De vez en cuando, pasa más veces de lo necesario. A veces se queda un minúsculo segundo de más en la esquina, acariciando el poliuretano del vaso de café y penduleando concupiscentemente entre la proximidad de mi hombro izquierdo y la pared. Y a veces, si coincidimos en un pasillo o en la cafetería, se atusa la corbata, aspira y barre en una visual vertical la línea que empieza en mis pies y acaba en mi cabeza. Y sonríe leve, muy levemente.

De cuando en cuando me saluda con efusividad proporcionalmente indirecta al número de personas que me rodean.

He aquí el ejemplo del saludo de hoy:

- Buenos días, ALÍCIA (siempre hace hincapié en poner gran énfasis en la primera “i” y apretando bien la puntita de la lengua entre los dientes al pronunciar la “c”)

- Buenos días, _______.

- Te noto cansada, ¿has dormido poco?

- He dormido lo justo.

- Necesitas descansar más, mujer. Y salir menos. Que luego SABEMOS lo que pasa.

(A continuación me mira directamente a los ojos, eleva la comisura izquierda de su boca dos milímetros, sacude la cabeza en un espasmódico ademán de retirarse el proyecto de flequillo del ojo izquierdo, y se va.)

- Hasta luego, ALÍCIA.

- Hasta luego, _______.


Vuelvo a mi trabajo. Me olvido por un instante del mundo y me adentro en el submundo. Me pierdo en doce mil procedimientos de pre-aprobación , quinientas solicitudes de visado, doscientos veintiocho mil requerimientos técnicos. Y justo cuando estoy a punto de creerme de verdad lo que estoy haciendo, me llega un flash retrospectivo como un estallido de imágenes. Fundido a blanco...

Finales de primavera, 1994. Madrid.

La casa del Pijolisto aquel.

Llevaba (él llevaba) bermudas de marca Panama Jack, sandalias Camper y camiseta Loreak Mendiak. Tenía un finísimo pelo castaño oscuro y lacio que le caía sobre un ojo derecho en proyecto de flequillo, y los ojos más impenetrables que había visto nunca.

Hacía cinco meses que nos conocíamos y su mayor cumplido hasta la fecha había sido hacia mi bolso con la foto de Audrey Hepburn. Pero yo me mantenía fiel a mi look “rastros del rastro”... creo que de ahí surgió el morbo. O lo que fuera que surgiese esa noche; tenía aún por añadir a mi lista de despropósitos a un pijolisto y a un joven cura católico, y ahí estaba la oportunidad para llegar casi al final de mi camino.

Cenamos algo encargado al Mallorca entre los candelabros y las figuritas pastoriles de Lladró delicadamente rodeadas de relucientes uvas de cristal (era la casa de sus padres, obviamente) y me cogió la mano.

- Creo que es la primera vez que te cojo la mano.
- ¿A que es una buena mano?
- Mujer, di algo más bonito.
- No, que luego sabemos lo que pasa.
- Hablas igual que mi amigo _________. ¿Te hablé alguna vez de él? Es como un tententieso.
- ¿Tienes un amigo tentetieso?
- Sí, trabajamos juntos. Siempre estamos contándonos nuestros asuntos con las mujeres. Y él siempre está diciendo “luego sabemos lo que pasa”.
- ¿Y qué es lo que pasa ahora?

Lo que pasó es largo de contar. Baste con decir que fue mi primer y último Pijolisto, y también la última vez que me autosometía a un experimento de tal calibre.

Cuando me incorporé a esta empresa aparecieron 20 ingenieros de otra, “de prestado”, para realizar una fase del proyecto. Uno era el Pijolisto. Nos encontramos por sorpresa un día frente a la máquina de refrescos, soportando el embarazoso momento con una cocacola fresquita. Él se apartó el frondoso flequillo del ojo derecho y yo hablé un poco del Comité de Gestión de Proyectos. Dos días después, para mi tranquilidad laboral, le destinaron a otro edificio.

Pero hoy resurgió aquella noche de la penumbra de mi subconsciente, al eco de las palabras:

- Luego SABEMOS lo que pasa.
- Siempre nos contamos nuestros líos con las mujeres.

Me levanté, corrí a la máquina de refrescos y saqué una cocacola.

Me sumí en un tierra-trágame:

¿Qué detalles escabrosos habrían llegado a los oídos de Tentetieso? ¿Qué insospechadas imágenes de mi persona atesoraría en su peinadísima cabeza? ¿Qué fuerzas motrices elevarían la comisura de su labio cada vez que me observaba?

Y ahí estaba, como invocado por la Ouija, detrás de mí. En la máquina de café.

Le miré.

Me miró.

Sonrió, y acarició el poliuterano.

Me decidí a levantar la tapa del foso:

- ¿Sabes, _______? No hace falta que finjas más.

Silencio...

- Creía que eras tú la que fingías. Ya sabes...
- ¿Eso te dijo?
- Entonces... ¿no?
- Estás muy mal informado.
- Si quieres, cuando salgamos, me lo explicas mejor.

Silencio....

De pronto, una fuerza misteriosa me provocó pegar un paso hacia delante y tropezar aparatosamente con su café.

El líquido humeante se deslizó por la camisa impoluta.

- ¿Ves? Esto es fingir. Ahora ya sabes lo que pasa.


Mañana, no sé qué pasará. Sólo que, mucho me temo, se volverá a poner tieso. Y yo tendré que volver a enterrar ciertos recuerdos en mi subconsciente.

El vuelo de las golondrinas


Sale de casa cada mañana a las 7:00 arrebolado por el transcurrir de la noche, alzando la mirada para seguir los dibujos en movimiento de las golondrinas viajeras.

Sabe lo que va a ocurrir pero ya no lo teme como la primera vez. Incluso lo espera con impaciencia.

A las 7:15 entra en el mismo bar de siempre y se aproxima a la barra con la parsimonia del sonámbulo.

Se sienta y pide un café con poquita leche. El camarero le saluda por su nombre. Alguien le ofrece el periódico, y la mano se le queda en el aire: no está. Porque ya en el momento de remover el azúcar está flotando por encima de todos, oteando su Reino. Despachando a gusto con el destino de cada uno de los presentes sin que ellos lleguen nunca a saberlo. Perdonándoles la vida sin que adivinen que han estado a punto de perderla. Juzgando con benevolencia sobre sus almas. Siempre, siempre, infinitamente magnánimo. Jugando a los dados con los secretos del ser, los números del porvenir y las claves de la eternidad.

¿Qué terror embargaría a los presentes si vieran el brillo de su corona de fuego en esos momentos? ¿Dónde se esconderían del ángel o demonio del alba?

En quince minutos ha construído mil ciudades, ha compuesto mil partituras y resuelto mil enigmas. Pero es un regalo que sólo se entregará a si mismo.

A las 7:30 de cada mañana aterriza suavemente sobre su cáscara humana. Y entonces recuerda su nombre, pide el periódico, saluda al camarero y se va a su casa, a dormir.

A las 7:40 se cruza por la misma calle con otro hombre que, perdido en el silencio de la mañana, camina lentamente mientras sigue con la mirada el vuelo de las golondrinas sobre su cabeza.