lunes, diciembre 26, 2005

El regalo

Vamos a ponernos en el supuesto de que no es navidad, ni que tampoco hay tres sillas vacías en esa mesa tan absurdamente llena de viandas que nadie más que tú y yo vamos a comer porque tu hermana sólo puede ingerir papilla por el tubo que le llega hasta el estómago. Vamos a ponernos en el supuesto de que no tienes la espalda reventada de cuidar enfermos y el alma destrozada por ver cómo se extinguían en tus brazos. Vamos a ponernos en el supuesto de que no estás sola y subyugada por la ciática y la nostalgia del amor de tu vida, y de tu propia vida que cada año se apaga un poquito más. Vamos a ponernos en el supuesto de que yo nunca me marché, que siempre he sido la hija pródiga, que nunca te di un solo motivo para llorar. Vamos a imaginarnos que tienes veintiseis años y has sacado a la calle tu belleza lozana y retadora, y tus ojos inmensamente azules iluminan el Paseo de Recoletos. Y todo son promesas. Y la vida es un gato de Cheshire detrás de cada sombra, sonriendo zalamero a cada paso de tus tacones bien abrillantados. Vamos a imaginarte así, flotando en la nube de tu juventud, segura, esplendorosa. Vestida con tus mejores galas, desafiante, casta, fuerte, inasequible al desaliento. Inocente. Ignorante del futuro imperfecto. Vamos a ponernos en ese supuesto, y vamos a congelar el tiempo. Y ahora déjame empaquetarlo con lazos de estraza y regalártelo para que vivas en él, hasta el fin de tus días.

domingo, diciembre 11, 2005

La luz de Neptuno


Fue todo tan típico.

El día que se le acabó el tiempo llevaba medias de rejilla, un vestido negro con imperdibles y las Doctor Martens apropiadamente desteñidas.

Aunque su madre vigilaba las irregularidades en su armario con el olfato de un lince, las Doctor Martens habían conseguido sobrevivir porque, al fin y al cabo, venían bien en invierno y la suela de goma evitaba deslizarse por el hielo en las carreras contrareloj para no llegar tarde al instituto. Pero sólo si estaban adecuadamente embetunadas y pulidas. Unas DocMartens no pueden pulirse ni embetunarse. No pueden sustituirse los cordones gruesos por otros. El desconchamiento se muestra como un pequeño trofeo y el empalme de los cordones con orgullo. Unas DocMartens bien gastadas son parte del alma.

Pero su madre no lo había entendido nunca.

El vestido lo había encontrado en una tienda del Ejército de la Salvación en un viaje a Toronto. Era muy sobrio, de lana fina gris oscura y algo pelada, con cuello abotonado y un poco de vuelo en la falda hasta las rodillas. Le gustaba pensar en la muchacha decente que lo habría donado tras usarlo en algún funeral. Seguramente se lo habría puesto con un collar de perlas jóvenes y zapatos de charol. Olía a polilla, y eso le encantaba. Su madre había insistido en tirarlo a la basura en cuanto lo vio.

- Me ha costado treinta dólares y no pienso dejarte que lo toques.
- Es horroroso. Seguro que tiene pulgas.
- Me lo pondré sólo en casa.

Esa mañana había rescatado el vestido de un arcón, había pegado varios tirejetazos a la falda sujetándolos con imperdibles, y se había puesto unos vaqueros por debajo, tapándolo todo con un enorme abrigo gris, el abrigo anteanorexia. Al salir de casa, se quitó el betún de las DocMartens con un pañuelo de papel y escarbó un poco en el cuero con una piedra. Había que estar a la altura de las circunstancias, porque una voz muda le susurraba que el tiempo se le había terminado.

La jornada escolar fue como cualquier otra, con la excepción de que era un día de luto.

Sin saberlo, se había despedido de todos en silencio. Uno a uno les había ido saludando con un leve ademán de la cabeza y una sonrisa congelada. No hubo más que un par de “qué hay” sorprendidos. No hacía falta más. Cuando el tiempo se te acaba no hay tiempo para las ceremonias. Las horas pasaron dentro de la rutina habitual, las clases sucediéndose como las paradas de un tren. A la hora de comer se comió su sándwich de pavo y su manzana y curiosamente no se sintió culpable. Ni siquiera tiró el pan. Se subió el cuello del abrigo, se acercó a un banco del parque, apartó un poco de nieve con la mano y se sentó a perseguir los destellos de las ramas congeladas de los árboles.En las tardes de invierno la luz parecía que no acababa de llegar. Se quedaba a medio camino, como atragantada entre los matices grises del cielo. Sólo aparecía en forma de destello sobre el hielo y se iba apagando poco a poco en el atardecer.

Dos clases más, dos últimas paradas. Entre medias compartió un cigarro clandestino en el lavabo con la rubita pecosa, que dos meses después moriría de asma. El chico pelirrojo, el otro amigo y final de la colección, les contó a la salida que le habían metido una ardilla muerta en la consigna. Ella se rió más de lo que debería.

- Métela en formol y regálasela a la profe de mates.
- Métetela tú donde te quepa.
- Me voy a casa. Acordaros de mi.
- ¿Para qué?
- Porque el tiempo se acaba.

Volvió a casa chapoteando en el aguanieve y siguiendo los distintos ángulos que las farolas proyectaban en su sombra.

Entró en su casa aterida de frío y corrió a despojarse del traje ceremonial antes de que la vieran.

Se duchó, se puso el camisón de algodón blanco, y se tumbó en la cama a mirar el techo durante dos horas.

Cuando su padre llamó a la puerta casi podía tocar el techo con la mano.

- Nos vamos a cenar con los tíos.
- Vale.
- ¿Vas a comer algo?
- Sí.
- Tu madre te ha dejado la cena en el horno.
- Vale.
- Ya tienes el teléfono si quieres algo.
- ¿Papá?
- ¿Sí?
- ¿Sabes que la luz que refleja Neptuno tarda 4,3 años en llegar hasta la tierra? Lo aprendí hoy en clase de ciencias.
- ¿Y vas a esperar ahí a que llegue?
- Sí.
- Vale.
- ¿Papá?
- ¿Sí?
- Tengo diecisiete años. En este tiempo la luz de Neptuno ha realizado el ciclo 3,95 veces. Falta muy poco para que llegue a cuatro. Está casi aquí.
- Nos vamos. Ya sabes dónde está el número de teléfono.
- Sí.

El silencio. El silencio siempre es el preludio de algo. En verano se sabía cuando había peligro de huracán por el silencio aterrador que cubría todo el pueblo bajo un cielo gris premonitorio y seco. El aire no se movía. Los animales se congelaban. Las ardillas se quedaban quietas, hechas una bolita en lo alto de los árboles; los zorros se agazapaban como estatuas a la entrada de sus madrigueras; los pájaros se juntaban en hileras estáticas sobre las ramas de los árboles, sujetándose unos a otros en silencio; los ciervos se escondían en los llanos del bosque. En esas ocasiones se encerraba en el sótano con sus padres, bajo las vigas de la casa, y su padre les contaba historias de cuando era niño durante la guerra y se escondía con sus hermanos bajo la mesa cada vez que sonaban los misiles.

Pensó en cien mil misiles volando por el cielo invernal.

Desde la cama podía ver los copos de nieve estrellándose contra la ventana y deslizándose como lágrimas que formaban surcos a lo largo del cristal.

Empezó a llover sobre sus mejillas.

Pensó en Neptuno.
Pensó en los ciclos infinitamente finitos del tiempo.

Le pesaba. Estaba aplastada como una hoja de árbol en otoño bajo los pies de quinientos caminantes perdidos. Las hojas caían, la nieve caía, el tiempo se deslizaba sobre las esquinas de los muebles como un sirope espeso.

Cuando se levantó para mirarse en el espejo tenía el cuello del camisón empapado. Se dirigió a la chica pálida de melena castaña y ojos tristes:

- Va a ser todo muy típico. Hagámoslo bien. Como Dios manda.
- Como Dios manda.

Bajó a la cocina y llenó un vaso de agua. En el cuarto de baño de sus padres había una caja y dentro de la caja un frasco que fue vaciando sobre su mano derecha. Se los tomó en cuatro puñados.

Al volver a la cama sacó “El Guardián entre el Centeno” de la mesilla y se durmió en el capítulo quinto, cuando Holden y sus amigos jugaban a tirarse bolas de nieve en Stancey.

Despertó del infinito con un tubo en la nariz y una jeringuilla en la muñeca izquierda. Sólo se escuchaba el bip-bip-bip acompasado del electrocardiógrafo.

De pronto las caras, las voces, las preguntas, los susurros, los gestos de angustia, la mano de su madre temblando sobre la suya.

El ciclo había terminado. Estaba al comienzo, bebiendo aturdida de la luz de Neptuno y pensando ya en otro planeta, mucho más lejano, mucho más inconcebible.

jueves, diciembre 01, 2005

¿Para qué quiero una ciudad cuando puedo tener un cementerio?



Hace años, cuando pasaba los veranos en el pueblo de mi madre, me presentaba una tarde en casa del alcalde y le pedía la llave del cementerio.

- Verá, es que pronto nos marchamos y quería pasar un tiempo rezando por los abuelos.

Nadie iba al cementerio solo. Como mucho, alguna visita de rigor para enderezar las flores desperdigadas por el viento en invierno. O la limpieza anual antes del Día de Todos los Santos, siempre a cargo de alguna de las primas de mi madre.

Claro que todos en el pueblo eran primos. Se podía trazar una línea zigzagueante desde el primero hasta el último de los doscientos habitantes, y siempre mantener la consanguinidad. Pero había otra línea más fina que proseguía y languidecía en el camposanto, entre las hojas muertas y los cipreses.

Algunas noches de verano de luna llena me subía al pequeño cerro que llamaban “La Mota”, la cúspide del pueblo, y me sentaba sobre la hierba. Siempre hacía viento en la cima de la Mota, aún en los agostos más crueles. Me sentaba ahí, apartándome el pelo de la cara, y seguía con mi vista de pájaro la pequeña carretera que acababa en el cementerio. Se podían trazar con claridad la pared cuadrada de piedra, los árboles meciéndose en la brisa y el brillo negro de la verja de hierro. Era pequeño y muy abarrotado, y las tumbas formaban cuadraditos ordenados en filas como una pequeña ciudad. Pero lo que realmente perseguía aquellas noches de luna era el destello. No sé si alguien lo llegó a saber, pero justo antes de la medianoche la luna estaba lo suficientemente alta como para proyectar un rayo sobre una losa de mármol, de forma que se producía un destello fantasmal, una luz blanca que flotaba quedamente en el centro de las tumbas.

Era mi secreto.

Al día siguiente, habiéndome asegurado del pequeño milagro y sabiendo que la luna aún estaría lo suficientemente llena, preparaba mi excursión.

Tenía que estar todo muy estudiado: como todo se sabía y comentaba en el pueblo, no podía limitarme a pedir las llaves para ir a rezar. Tenía que convencer a mi madre y a mi tía de que mi hondo sentimiento de piedad y reveración hacia el alma de los familiares muertos me provocaba una necesidad imperiosa de pasar un rato a solas con ellos. Mi madre, que me conocía bien, tenía la elegante deferencia de simular que se lo creía. Mi tía protestaba un poco, insistía en acompañarme y, ante mi negativa, se hacía la ofendida durante unas horas.

Pedía la llave en una hora prudente, antes de la cena, llamando a la puerta y poniendo la cara más amable que me podía inventar. Siempre me la daban. Creo que estaban preavisados, como los que le dan siempre la razón a los locos por miedo a las represalias.

- Toma. Mañana me la traes, ¿eh? No vayas a perderla por ahí. Y cuidadito con los fantasmas.

Cuando cerraban la puerta podía escuchar los cuchicheos en el fondo del pasillo:
- Otra vez ha venido a por la llave.
- Déjala, será que tiene algún muerto que velar.
- Pues que los vele en el entierro.
- Es que ya sabes, como viven ahí tan lejos....
- Quién sabe.

Era de esas llaves antiguas, pesada y gruesa, de hierro escamado por el tiempo. Me gustaba llevarla en la mano, bien agarrada, jugueteando con los dientecillos del extremo. Era la primera parte del ritual.

Como en todos los pueblos pequeños de Castilla, siempre había mujeres sentadas a la puerta de sus casas. Me miraban en silencio a mi paso hacia la carretera. Y, aunque me habían visto crecer, siempre me miraban como miraban a los forasteros. Yo les sonreía, llave en mano, luna en mente, y ellas asentían con la cabeza tímidamente, y saludaban:

- Qué, ¿hace calor, eh? No te vayas muy lejos.
- Ya está empezando a refrescar.
- Bueno, pues a ver si te vas a poner mala de tanto pasear por ahí tú sola.
- Si yo no voy a ningún sitio, me voy a cenar.
- Bueeeeno, hala, hasta luego, hala.

La casa de la abuela, donde pasábamos los veranos, estaba justo en la entrada de la carretera. Entraba, cenaba rápida e impaciente en la cocina, les recordaba levemente dónde iba y me marchaba antes de que pudieran decir nada más.

Creo que alguna vez me debieron seguir. Pero eso me daba igual

El camino era corto: apenas cinco minutos entre campos de trigo y henares amarillentos. Alguna vez me acompañó, curioso y cola-agitante, el perro de caza de mi tío. Yo le dejaba venir, le contaba lo bonita que era la noche, le daba palmaditas. Pero, al llegar a la verja de hierro, se daba media vuelta y volvía a casa como si oliera algo que no era de este mundo.

Siempre tocaba un poco la verja de barrotes antes de abrirla. Estaba muy oxidada, herrumbrosa y verdecina. Luego introducía la llave, que cada vez se resistía más, y la puerta lanzaba un profundo gemido para darme paso al cementerio.

Y ahí estaba, en el centro, envuelto entre las sombras de los cardos y la hierba salvaje, transparente a ratos y descaradamente opaco a otros, el destello lunar.

La losa ya no era blanca. El mármol rajado se había tornado grisáceo y amarillento, pero bebía de la luz lechosa como un recién nacido. Yo me acercaba siempre despacio, respirando con lentitud en silencio reverencial, y me ponía de pie junto a ellas. Una pequeña placa de piedra rezaba los nombres, grabados a cinceladas cincuenta años atrás:

Lorenzo Aragón y Florentina Onecha, E.P.D.

Mis bisabuelos.

Después me sentaba encima de la losa, recogiendo en mi regazo el haz de luna. Y miraba hacia el horizonte donde se dibujaba el perfil del pueblo, con su cerro en el centro. Me imaginaba que destello se habría apagado o difuminado por mi figura, o tal vez sólo se vería el punto blanco de mi cara mirando hacia arriba.

Yo era un fantasma. Y estaba en comunión con todos ellos.

Me tumbaba boca arriba, me sentaba, cruzaba las piernas, disfrutando del momento. En la brisa estival el ciprés crujía al mecerse sobre mi cabeza, contándome historias secretas que yo atesoraba con los ojos cerrados y luego nunca conseguía recordar. Un rato más tarde paseaba despacito entre el resto de los habitantes, saludándoles uno a uno. E iba arrancando margaritas para dejárselas a algunos: a Rafa, el niño rubio que se suicidó colgándose de una cadena en el corral de su padre; a Elpidio, el cura del pueblo que murió de un infarto un domingo dando misa, justo después de la homilía; a Maria, la deficiente mental a la que los chicos llevaban a escondidas a los campos de heno para obligarla a que se la chupara por turnos a cambio de vente duros, y que un día se murió en su casa, dormida; a mi abuela, que tenía flores frescas porque sólo hacía un año que había muerto nonagenaria y también dormida en casa de mi madre, dejando un olor a violeta dulzona y mustia que nunca abandonó la habitación; a mi tía Leonor, muerta a los dos días de nacer por unas fiebres infantiles...

Me paseaba entre las tumbas como si fueran calles, saludando a cada puerta y contándoles cosas: que el verano estaba a punto de acabar y ya habían empezado a sacar los tractores a los campos para empaquetar el heno; que hacía mucho que no ahorcaban ningún perro en el pinar al lado del molino, pero que seguían desapareciendo los chuchos callejeros, que a ver si se enteraban de qué hacían con ellos; que los gatos husmeaban entre las rendijas de las casas abandonadas en la Mota y a veces se veían murciélagos adormilados boca abajo en las paredes de la iglesia. Que hacía calor.

- Aquí abajo estamos bastante frescos – me decían.
- Bueno, no me esperéis aún.

Cuando sonaba una débil y única campanada a lo lejos, en la torre de la iglesia, el destello comenzaba a remitir y debilitarse, como buscando otro punto de la tierra donde apoyarse. Y yo me sacudía las puntitas de los cardos de los vaqueros, me rascaba los ojos, me despedía con una mirada y pasaba al otro lado de la verja, que volvía a llorar melancólica al cerrarla.