viernes, diciembre 29, 2006

En las nubes - V




5. El fenómeno de la globalización


El aeropuerto de Atenas no era entonces lo que es ahora: por esa época era un lugar pequeño y desconcertante. El hecho de que fuera medianoche seguramente influía, pero aún así había muy poca gente, un pequeño bar, apenas dos o tres empleados deambulantes y un par de cabinas de teléfono. Fui directa hacia una de ellas agitando mi agenda como una antorcha olímpica.

No sólo era la era pre-móvil; también era la era pre-euro. Las pequeñas rendijas del teléfono se alimentaban de dracmas. Miré hacia el cartel que proclamaba cambio de divisas en varios idiomas; estaba cerrado.

¿Cómo no se me había ocurrido antes? La respuesta era fácil: mi cerebro era un flan.

Me acerqué a un cajero automático e introduje mi tarjeta de crédito de Caja Madrid. Solicité el máximo permitido, sin duda bastante más de lo que tenía en el banco, cerré los ojos y le di al “ok”. El dinero griego apareció alegremente por la ranura. Ahora seguramente debía mi alma al banco. Pero, llegados a este punto, poco importaba.

En el bar le compré una botella de agua a la silenciosa camarera y regresé con unas exóticas monedas helenas en la mano.

El número de Yiannis funcionaba, pero no lo cogía nadie. Lo único que rebajó mi angustia fue escuchar su voz en el contestador automático. Dejé mi mensaje grabado:

- Yiannis, escucha: ya te lo explicaré todo; estoy en Atenas, acabo de aterrizar. Son las doce de la noche. Estoy en el aeropuerto. Voy a buscar una forma de llegar al centro y te volveré a llamar desde ahí, ya te diré dónde estoy. ¡Escucha esto, por favor!

Pensé en llamar a Madrid, para que al menos si me moría alguien tuviera constancia de mi paradero y no llegara todo como una gran sorpresa. Frente a mí flotaban los titulares en neón: “Joven española encontrada muerta de hambre a los pies del Partenón.” Suspirando, marqué el número de mi casa; me recibió el familiar contestador con mi voz y la de mis compañeras de piso en un cantarín unísono. Resignada, volví a hablar:

- Chicas, estoy en Atenas. Ya os lo explicaré todo. Si llaman mis padres, por favor decidles que estoy en Londres.

Me quedaban unos cuantos dracmas sueltos. Mordiéndome los labios recordé a mi querida Shazea, que por primera vez volvió a mi memoria para llenarme de sentimientos de culpabilidad. Marqué el número. Me encontré de nuevo con un contestador.

- Shazea, estoy en Atenas. No podré ir a tu boda. Ya te lo explicaré todo. Perdóname. Perdóname. Perdóname.

Me pregunté si realmente había muerto y me encontraba en una especie de limbo donde sólo había dos cabinas de teléfono que únicamente conectaban con los contestadores automáticos del mundo de los vivos. Imaginé a mis amigos escuchando cacofonías extrañas e incomprensibles en sus teléfonos, aturdidos y asustados.

Resignada, recogí mi maltrecha maleta y me dirigí a la salida.

Había dos taxis. Toqué en la ventanilla del primero y un hombre corpulento salió a recibirme. Le sonreí con ese tipo de expresión que se esboza cuando no se sabe cómo empezar una larguísima conversación. El hombre, sin mediar palabra, me arrebató la maleta y la introdujo rápidamente en el maletero. No sabía muy bien qué decir, así que mascullé un débil “thank you”. Sonrió rudamente y me abrió la puerta de atrás.

Una vez dentro, le dije que quería ir al centro. Entonces se dio media vuelta y por primera vez reparó en mí. Me miró con cara de fastidio. Por su expresión debía estar más que acostumbrado a llevar no-muertos en su coche.

- Center?
- Yes, center.
- Where in center?
- The center of the center.
- The center of the center of Athens?
- Yes
- O.K.

Eso fue todo. Durante el viaje, se limitó a mirar de reojo al retrovisor para encontrarse con mi tímida sonrisa. Atravesamos calles y carreteras durante una larguísima media hora; el paisaje no era mucho más diferente de cualquier barrio limítrofe de Madrid; de hecho, me daba la impresión de estar recorriendo Alcorcón o Parla. Respiré hondo. Me relajé. No había nada peor que entrar en pánico en una situación en la que una ya no tiene control.

Os preguntaréis, ¿Por qué no le pedí que me llevara a un hotel? Buena pregunta. Pues es sencillo: porque tenía muy poco dinero y quería intentar contactar con Yiannis una vez más. Y porque aunque estaba totalmente exhausta no tenía aún ni pizca de sueño, a causa del atracón de éxtasis. Y porque soy una temeraria.

Al fin y al cabo, era la una de la mañana. En unas cinco horas saldría el sol y podría empezar a tomar decisiones. Mientras tanto, ya se me ocurriría algo. Grecia era un país civilizado. ¡La cuna de la civilización clásica! Nada malo podía ocurrir en el país que vio nacer a Sócrates y a Platón.

El taxi paró inesperadamente en medio de una plaza. El sablazo fue halagadoramente leve. Digamos que a la altura de un turista alemán. Le di las gracias y salí a la calle; el hombre sacó mi maleta y la dejó en el suelo, luego hizo un gesto con el brazo como abarcando la plaza y me dijo, muy despacito:

- Monastiraki. Mo-nas-ti-ra-ki.

Asentí, repitiendo el nombre por lo bajo. El taxista me miró como si quisiera preguntarme algo, pero inmediatamente después se encogió de hombros y se volvió a subir al taxi. Le observé marchar por una calle desierta.

Miré a mi alrededor: Me encontraba en una plaza amplia y diáfana, alumbrada por la luz de las farolas. El aire de la noche era cálido y se percibía un leve olor a frutas y a romero.

A mi derecha había una estación de puertas acristaladas, aparentemente cerrada. Unos jóvenes sentados en los escalones compartían un cigarro y reían. Frente a mí, una pequeña iglesia bizantina me miraba majestuosa sobre unas amplias escalinatas. A la derecha de ésta, las farolas alumbraban levemente unas columnas corintias. Me quedé mirándolas embobada, y poco a poco elevé la vista. En lo alto de una colina lejana, bajo un cielo radiantemente estrellado y bañadas en una suavísima luz ámbar, se alzaban las ruinas de la Acrópolis.

Mi embeleso duró poco: apenas unos segundos después, a mis espaldas, Celia Cruz lanzó su grito de guerra:

- ¡Asúuuuuuuuuuuca!

Miré detrás de mí. Tras la puerta de un bar, unas luces parpadeaban alegremente al rimo de la música. Dos chicas se contoneaban a la puerta, festivamente decorada con lamparitas de papel. Sobre sus cabezas, un cartel con grandes letras rojas:



CUBANITA HABANA CLUB



Un mojito: Justo lo que necesitaba.

Foto: Plaza de Monastiraki, Atenas.

miércoles, diciembre 20, 2006

En las nubes - IV

4. Un número y poco más.


Cuando llegaron los enfermeros, mi mundo se derretía como un helado al sol. Todo lo que antes había sido un aliciente ahora era un negro foco de ansiedad. Cerré los ojos para hundirme en el mar de exclamaciones y preguntas, para no ver las caras de los curiosos que se paraban a observar el espectáculo. Una mano me sostuvo el brazo y me tomó el pulso, otra me abrió la boca y me introdujo algo frío y metálico, otra me subió un párpado y lo inundó de luz. Yo me dejaba hacer, fláccida como una muñeca de goma.

Abrí un ojo y busqué a Enea con la mirada. Le dije, no recuerdo en qué idioma, que por favor me llevara a morirme a las Termas de Caracalla, porque Shelley se había inspirado ahí para escribir “Prometeus Unbound”. No sé por qué, a los enfermeros les hizo muchísima gracia. Me volvieron a tomar el pulso, me auscultaron, y me dijeron que viviría, pero que comiera algo.

- Mangi, mangi cualquosa!

Y, del mismo modo que vinieron, se fueron. Los curiosos se repartieron las últimas dosis de codazos y también se fueron.

No sé muy bien por qué, pero aquella breve puesta en escena me curó del ataque de pánico y empecé a sentirme mejor. Aún temblando, me levanté y les acompañé en silencio hasta una cafetería donde a duras penas comí un trozo de sándwich. Renata no dijo nada durante el rato que estuvo mirándome intentar tragar. Enea parecía preocupado. Yo no tenía muchas ganas de hablar. No me llevarían a morirme a las Termas. Y tal vez, con un poco de suerte, ni siquiera me moriría. Comimos en silencio.

El resto del tiempo pasó despacio, tal vez por la sensación de que alguien me había tapado los oídos con algodón y me habían freído el cerebro a la parrilla. Tampoco lo entendieron cuando se lo intenté explicar a base de dibujitos en una servilleta. Mi padre, gran dibujante, siempre se había entendido así cuando no podía expresarse en el mismo idioma, y yo había agotado mis recursos mentales. Mediante pequeñas viñetas, les fui contando mis sensaciones como si pudieran comprenderme. Sólo Enea alcanzó a entenderlo. Le sonreí tímidamente mientras me acompañaban a la terminal de pasajeros, y le prometí escribir. Renata me dio dos palmaditas en los hombros. Y yo sólo quería escapar cuanto antes, esparciendo polvos de amnesia a mi alrededor para que no me recordasen como “la chica del gran flipe” (¿il grandissimo flipe?) y tuvieran un poco de esperanza por mi futuro como personaje cabal y ciudadana de a pie.

Tardé años en recuperar el contacto con mis amigos italianos. Durante mucho tiempo pensé que no podrían olvidar mi mirada ojiplática y mi palabrería inconexa, y me sentí un poco cohibida. Pero eso no lo sabíamos aún, así que les di un beso agradecido (también a Renata) y me perdí entre la cola. Cuando dejé la maleta en el detector de metales me temblaba tanto el pulso que estuve segura de que me retendrían. Me sentía un poco como el protagonista de “Midnight Express”, delatado por una gotita de sudor involuntario. Pero aguanté el tirón.

Al fin y al cabo, me iba a Atenas. Y aunque ahora parecía casi absurdo, el viaje había comenzado y no lo iba a abandonar. No, esta vez no. Llegaría a mi destino fuera lo que fuera que me esperaba unos miles de kilómetros más al este.

¿Alguna vez os habéis sentido tan infinitamente tristes que la tristeza produce un placer casi morboso? Me mecí al compás de mi melancolía mientras esperaba al segundo avión del día. Me perdí de nuevo por las calles de Londres con David Copperfield, esta vez silenciosa y tranquilamente. Daba todo un poco igual; la había liado hasta tal punto que sólo cabía seguir el plan y evitar tomar todo tipo de decisiones. Me envolví en la ataraxia y decidí que “ya se vería”.

Pero...¿Qué se vería?

El avión despegó al atardecer. A mitad del vuelo apoyé la frente contra la ventanilla y sólo acerté a ver la silueta ámbar de las nubes bañadas en los débiles rayos del sol que se desvanecía para dar paso a una noche incierta. Me froté los ojos, intenté razonar. Desperté.

Yiannis.

Hacía seis meses que no sabía nada de él. Lo único que tenía era su número de teléfono (de hacía seis meses) y poco más. Sabía que vivía en el centro de Atenas, pero... ¿Atenas tiene centro? ¿Qué forma tiene Atenas? ¿Es circular, cuadrada, oblonga? Cerraba los ojos, intentaba imaginar y sólo acertaba a ver sacerdotes ortodoxos mesándose las barbas, camareros morenos limpiándose las manos en sus delantales blancos, y muchas columnas tiradas por el suelo. Y, claro, a Anthony Quinn. Ningunas de esas imágenes incluían a Yiannis. Abrí la revista del avión y sólo conseguí dos datos, según una reseña sobre ciudades europeas: que la Plaka es el mejor sitio para comer dolmades y que las Cariátides de la Acrópolis son falsas.

Estupendo.

Mi billete de vuelta era para dos semanas después.

Hice recuento mental: tenía presupuesto para dos semanas, pero sólo si no tenía que pagar el alojamiento. En este último caso, tendría presupuesto para dos semanas de ayuno y abstinencia en el sitio más barato que pudiera encontrar. Pero el el avión aterrizaría sobre las doce de la noche...

El número de teléfono de Yiannis parecía ser mi única esperanza de dormir en una cama esa noche.




Nota: pido disculpas por la demora. Este último capítulo se ha hecho esperar... si alguien conoce una fórmula legal para deshacerse del estrés cotidiano y tener tiempo llano y vacío para escribir, ruego lo indique. Y aunque no sea legal, qué más da. Es más, si alguien tiene alguna proposición muy indecente que incluya tiempo llano y vacío para escribir, también me interesa.

Nota 2: Mi amigo Mariano Cruz ha comenzado una serie de entrevistas a "blogueros". Promete ser interesante, sobre todo porque la primera entrevistada es otra gran amiga y porque la próxima me temo que seré yo.

miércoles, diciembre 06, 2006

En las nubes - III

3. Dickens y los ángeles de la guarda

Por segunda vez en el día facturé mi maleta. La cola era excesivamente larga, mi sangre se había convertido en coca cola, y tenía que morderme los labios para no contarles mi vida a mis vecinos. Intenté solventarlo leyendo un libro, pero me costaba tremendamente concentrarme, y más aún tratándose de Charles Dickens. Cada descripción de las gélidas y misteriosas calles de Londres me exasperaba porque no podría pisarlas. Cada vez que el pobre huérfano Copperfield se zafaba de las garras de Mr. Murdstone, yo le alentaba a correr, correr, correr en pos de sus sueños, pero por favor, con un pasaporte en regla. Fue sólo al llegar al final de la cola cuando me di cuenta de que había estado leyendo y lanzando exclamaciones en voz alta, porque mis vecinos de atrás me agradecieron divertidos el buen rato que les había hecho pasar durante la espera.

Eran dos chicos italianos, Luigi y Enea, estudiantes de arquitectura que regresaban de unas vacaciones. Altos, guapos y morenos. Les amé desde el primer momento en que me dirigieron la palabra, y me pegué a ellos cual lapa. Ya en la puerta de embarque, les relaté mi peripecia en una mezcla de español, inglés e italiano macarrónico (valga la redundancia) que provocó lágrimas de risa en mis nuevos amigos.

Tengo que hacer un paréntesis aquí: yo soy muy tímida, y lo era más aún entonces. Mi nueva faceta de show-woman era algo tan inaudito en mí como toda aquella situación. Sin embargo, a pesar de estar totalmente ida, era consciente de mi vulnerabilidad. Del mismo modo que necesitaba un público, también necesitaba cómplices que me ayudaran a centrarme, porque temía que mi estado me hubiera convertido en el centro de atención, hasta el punto de que no me dejaran embarcar. Tuve suerte: se apiadaron de mí.

Se sentaron conmigo frente a la puerta de salida y me contaron sus peripecias en España mientras me sostenían las manos.

- Non preoccuparti. Siamo amichi.
- Claro, claro. Amichi.

Podrían haberse aprovechado de mí hasta límites insospechados, y yo –confieso- no hubiera puesto ninguna pega; pero tuve suerte: eran cabales a pesar de ser italianos. O tal vez no tuve suerte. Nunca lo sabré. De todos modos, algo me dice que fue mejor así.

Cada vez que necesitaba moverme, uno de ellos se levantaba conmigo y me “paseaba” por el pasillo como a un caniche. Me compraron agua. Me trajeron zumo de naranja (“la vitamina C è molto importante per la tua testa in questo momento”) y me obligaron a beberme dos tilas. Pero poco ganaron: mi estado no cambió demasiado. Cuando desaparecí casi media hora en el cuarto de baño pidieron a una mujer que entrara a buscarme: me encontró hablando con el dibujo Manga del espejo y acariciándome el cuello voluptuosamente.

Una vez en el avión, mis dos guardianes se las arreglaron para cambiar sus asientos por los de los pasajeros que me habían tocado al lado. Yo no paraba de hablar con mi particular potpurrí lingüístico. Ellos no paraban de hablar, para hacerme callar. Creo que nadie que volara en ese avión olvidará nunca a los tres locos de la fila 10.

El bajón del éxtasis suele aparecer aproximadamente a las dos horas, pero yo llegué a Roma prácticamente en el mismo estado en el que había despegado. Tras el aterrizaje, Luigi me quitó las gafas de sol; al verme los ojos, me las volvió a poner.

Aunque volvería en años sucesivos, aquella era la primera vez que pisaba suelo italiano. Estaba entusiasmada. La novedad pareció darle un nuevo empujón a mi estado alterado, y cada dos por tres me zafaba de mis acompañantes para corretear por los pasillos como Dorothy por el camino de baldosas amarillas. A duras penas consiguieron contenerme y llevarme a recoger la tarjeta de embarque para el avión a Atenas. Creo, sinceramente, que estaban deseando verme de nuevo en el aire. Sin ellos.

Había un retraso de cinco horas: el conductor del camión del catering estaba borracho; había abierto un boquete en la carrocería del avión y estaban reparándolo. Al parecer, no era un caso aislado (*).

Eran aproximadamente las tres de la tarde. El avión, si salía, saldría a las nueve de la noche. Luigi tenía que coger un tren a Nápoles, pero Enea se quedaba en Roma. Decidieron que, como no podían dejarme sola, éste último me acompañaría hasta la hora de mi siguiente avión. Su hermana le esperaba a la salida del aeropuerto, así que me llevaron con ellos, cual souvenir de sus vacaciones, a la zona de llegadas.

Ya por entonces me había acostumbrado al gesto de incredulidad de la gente hacia mi persona. Era algo nuevo, pero no me molestaba nada. Al contrario. Por eso, cuando Renata – la hermana de Enea – escuchó la historia y se giró para mirarme sorprendida, yo colaboré quitándome las gafas de sol y sonriendo de oreja a oreja. La chica tenía unos cuantos años más que su hermano y vestía como si acabara de atracar una tienda de Versace, y no, no parecía que le divirtiera en exceso mi presencia.

Nos despedimos de Luigi – yo me colgué de su cuello y le prometí escribir – y me sentaron mientras los dos hermanos debatían en un italiano meteórico un buen rato. Evidentemente intentaban decidir qué hacer conmigo durante las próximas cinco horas.

El “subidón” ya había empezado a remitir lentamente, pero ahora me encontraba en un estado de enajenación caprichosa e infantil. Me levanté como impulsada por un resorte y exclamé:

- Andiamo alla fontana di Trevi!

Renata me miró espantada, e hizo un gesto de esos que se ven mucho en las películas de gángsters: con la palma de la mano abierta, agitó enérgicamente y de arriba abajo la mitad del brazo, desde la mano hasta el codo. Enea me hizo sentar. Obedecí, intimidada.

Y de pronto, empecé a sentirme mal.

Me invadió un terrible sudor frío, y no sólo me costaba respirar: tampoco podía moverme. Era como si me hubieran llenado el cerebro de algodones, y me hubieran abandonado en medio de Siberia. Entre los dos me sacaron a la salida del aeropuerto para que me diera el aire.

No recuerdo bien cuánto tiempo estuve así; me sentaron en un banco, y me dieron pequeños sorbos de agua mientras secaban con pañuelos el sudor que me cubría la frente. El mundo se venía abajo de forma catastrófica, y yo con él. Estaba segura, completamente segura, de que iba a morir. Esta vez sí. Y en Roma.

También estaba completamente segura de que me abandonarían, me dejarían ahí, con un esparadrapo en la boca y un cartel colgando del cuello: SPAGNOLA. NON TOCARE.
(*) Hecho verídico, al igual que la mayoría de estos hechos. Se ruega no juzgar demasiado duramente a la autora, fue hace mucho mucho tiempo...

jueves, noviembre 30, 2006

En las nubes - II

2. El baile de los neones

Admito que el pánico había anulado mi sensatez: nunca había ingerido tal cantidad de química ilegal de una sentada. La idea de la muerte empezó a rondarme mientras esperaba a la vuelta del policía. Me imaginaba los titulares: “joven muerta en Barajas por una sobredosis de drogas de diseño. Entre sus pertenencias se encontró un poema que plagiaba flagrantemente a W. H. Auden.”

Me quedaban aproximadamente 45 minutos de vida, o de cordura.

Mi carcelero apareció diez minutos más tarde, acompañado de una robusta mujer policía de rostro rotundo y circunspecto. Me dejó a solas con ella y volvió a desaparecer, dando otro portazo. La mujer me miró y se cruzó de brazos, entornando los labios en una mueca ladeada.

- Qué, ¿ya está más tranquila?
- ¿Tranquila? Estoy retenida y a punto de perder un avión.
- Creo que ya le han explicado que esta comisaría no puede hacerse cargo de sus documentos caducados.
- Es decir, que no me va a ayudar.
- Abra la maleta. Y el bolso.
- ¿De verdad no me va a ayudar?

La mujer agarró mi maleta, la abrió con un certero y rápido RASSS, como si estuviera destripando a una trucha, y lo sacó todo para volver a meterlo en un prodigio de desorden. Lo mismo ocurrió con el bolso.

Lo mejor era salir de ahí lo antes posible, para que no fueran testigos de lo que pudiera pasar después. Abandoné la resistencia y me dejé hacer. Mi carcelera revisó todas mis pertenencias, incluyendo mis malogrados y caducos documentos, y me sermoneó severamente por mentir acerca del robo de mi DNI. También me cacheó, aunque afortunadamente no consideró necesario inspeccionar mis partes más ocultas. Al término del ritual me devolvió mis cosas y me espetó:

- Por favor, márchese antes de que decida sancionarla.

No dudé ni un momento en obedecer.

Volví a los pasillos del aeropuerto justo cuando mi avión despegaba, y fui directa en busca de un baño. Me lavé la cara y las manos durante un buen rato mientras pensaba e intentaba poner en orden mis ideas. Podría llamar a Shazea y decirle que intentaría ir unos días después, ya con un documento válido, o rendirme y volver a casa, o...

De pronto, las luces del baño empezaron a bailar. Un cálido latigazo de ansiedad me recorrió desde los pies hasta la cabeza y la voz de megafonía parecía vibrar con nuevos registros. Miré a mi alrededor con los ojos entornados: estaba rodeada de nebulosas vivas de luz que se sobreponían como neones gigantescos. El cuarto de baño se había convertido en la Aurora Boreal. Era realmente hermoso, aunque cegador. Me miré en el espejo. Me había convertido en un dibujo Manga: dos esferas brillantes, enormes y negras acaparaban la parte superior de mi cara y, aunque no tenía control sobre mis gestos, sonreía radiantemente cual Heidi camino a las montañas.

Una mujer entró y empezó a pintarse los labios de rojo pasión. Me miró y sonrió. Quise ser su hermana, su confidente y su guía espiritual. Algo en mi expresión le debió de transmitir lo mismo porque me ofreció la barra de labios.

- Veo que te gusta. ¿Quieres?
- Sí, ¡gracias! De verdad que te agradezco tu amabilidad. Parece mentira con qué facilidad me has leído el pensamiento. Creo que tienes una percepción especial. En serio. Dentro de ti hay un ser luminoso.

Hice ademán de pintarme la sonrisa con esmero pero me temblaba la mano. Alcancé a marcar dos o tres puntitos y luego esparcir el carmín por el resto de los labios restregándolos con fruición. Sabía que estaba dando el espectáculo, pero importaba mucho menos que antes. Le pregunté dónde iba, a qué iba, y si le hacía feliz la idea de aquel viaje. La mujer se excusó rápidamente, me arrebató el carmín y se marchó.
La imaginé acudiendo espantada a aquella comisaría del Infierno, a delatarme. Pero yo tenía una misión. No sabía muy bien cuál, sólo que la primera fase era encontrar algo que beber. Busqué las gafas de sol y, debidamente camuflada, salí corriendo a cumplirla.

La sala del aeropuerto pasó a mi lado como un tren en movimiento, dejando estelas de luz y color difusos. Corrí hacia la primera máquina de refrescos, pasándome la lengua por los labios rojos como si estuviera en el desierto. Saqué una botella de agua de litro y medio, y me bebí la mitad de un par de tragos.

Todavía por aquel entonces dejaban fumar en Barajas. Me senté en otro banco y encadené un cigarrillo con otro, mientras respiraba. A veces, de pronto uno es totalmente consciente de que respira, y nunca lo fui tanto como en ese momento: mi caja torácica se abría y cerraba, se abría y cerraba, en rítmicas de cadencia cada vez más profunda. Me costaba pensar. Una vocecita que provenía de algún lugar de mi cabeza aún cuerdo me repetía que saliera de ahí cuanto antes. Cuanto antes. A ser posible, a algún lugar oscuro con música de fondo. Pero no era capaz de guiarme. No era capaz. Me levanté de nuevo, y mientras intentaba formarme un esquema medianamente lógico de la realidad en la cabeza paseé por los pasillos abarrotados del aeropuerto, arrastrando la maleta, hasta llegar a las ventanillas de las líneas aéreas.
Ahí me paré, escudriñando tras las gafas y mordiéndome los labios como un niño a la puerta de una pastelería.

Tenía un mes de vacaciones, algo de dinero, y muy pocas ganas de enfrentarme a más policías. De todas las cosas que se me ocurrían en el mundo, lo último que quería hacer era ver la cara de un poli. Y menos aún hacer el tortuoso viaje de vuelta a casa, sobre todo porque era de día y el sol brillaba amenazante. Pensé en llamar a alguien, pero no quería dar explicaciones. Una llamada de socorro desde Barajas, y especialmente desde el mundo de Nunca Jamás, hubiera espantado a cualquiera. La mera idea me hacía reír.

- ¡Me voy de aquí!

La gente a mi alrededor sonrió. “Ahí va otra turista entusiasta”, debieron pensar. Les sonreí abiertamente. Respiré. Bebí.

Tenía que haber algún sitio donde ir. El mundo era muy grande. Y la mejor salida de aquel aeropuerto tan cruelmente luminoso, aun con gafas de sol, era hacia arriba.

Me acerqué a la ventanilla de KLM. Siempre me había gustado la letra K.

Empecé a pedir precios como si fuera la frutería.

Había una oferta muy tentadora a Estambul, y otra a Ámsterdam. También ofrecían viajes baratos a Viena, a Praga y a Moscú.

Ah, pero Moscú no está en la Comunidad Europea...todavía recordaba las palabras de aquel policía.

- ¿Y no hay nada realmente económico para salir hoy mismo? ¿A Europa?

La perpleja azafata miró el catálogo.

- Atenas, veinticinco mil pesetas.
- ¿Grecia es de la Comunidad Europea?
- Sí, señorita.
- ¿Seguro?
- Seguro.

Entonces recordé a Yiannis, el chipriota que había sido mi mejor amigo en la facultad y que se había recluido en Atenas para vivir su homosexualidad libremente. ¡El dulce Yiannis! De pronto necesitaba verlo. De pronto, la Acrópolis se extendía frente a mi en todo su esplendor. Me imaginé durmiendo a la sombra de los viñedos y escuché a Zorba cantar en la lejanía al ritmo de un sirtaki. Era mi destino. Todo encajaba, todo tenía una explicación factible. Yiannis me esperaba.

Compré un billete a Atenas con escala en Roma. Sólo tendría que esperar dos horas.

sábado, noviembre 25, 2006

En las nubes - I


1. Un despiste

Mil novecientos noventa y tres fue el año en que mi íntima amiga Shazea se marchó a vivir a Londres con aquel inglés rubio, sonriente y sonrosado que se había adosado. Habíamos sido inseparables desde primero de facultad, y sin ella me sentía huérfana. Atrás quedaron nuestras largas noches en las barras más sórdidas de Malasaña, consumiendo tequilas e incitando a los camareros; nuestras tardes literarias en el suelo de su piso en la Calle del Tesoro, con velas, marihuana y la compañía de Nina Simone, The Cult o Violent Femmes; los desayunos de bocatacalamares y cañas en el Rastro antes de irnos a la cama; las interminables discusiones que siempre acababan bien y a menudo en las mismas barras sórdidas y con los mismos camareros. Atrás quedaban años de confidencias, locuras compartidas y empatía.

Me dolió mucho su emigración, pero en el fondo me alegré por ella, porque sabía que era feliz aunque fuera sin mí.

Por eso, cuando un año después me llegó la invitación a su boda, empecé a organizarme desde un mes antes: acomodé mis vacaciones de verano, pedí un préstamo, me compré un vestido extravagante de los años cincuenta, me corté el pelo, me puse a dieta, y saqué un billete de avión muy barato a Londres. Iría una semana antes, para celebrar su despedida de soltera las dos solas con el escándalo entusiasta que nos caracterizaba.

Preparé dos regalos: para los novios, un poema que leería en la ceremonia; para nuestra fiesta particular, cuatro pastillas de éxtasis en una pastillera de plata y arabescos que había pertenecido a mi abuela.

Barajas bullía con viajeros y las colas eran interminables. Pero yo había cumplido todas las leyes de la previsión y llegué tres horas antes del vuelo. Desayuné parsimoniosamente y luego me puse a esperar para facturar la maleta.

Cuando llegué al final de la cola de British Airways ya sólo quedaban dos horas. No había por qué preocuparse: seguía sobrando tiempo. Entregué mi DNI y mi billete.

La azafata me devolvió el DNI y me dijo que necesitaría enseñarle el pasaporte.

- ¿Por qué? – pregunté.
- Porque su DNI caducó ayer, señorita.

Recuerdo que entonces sentí esa leve sensación de calor en la parte inferior del estómago, la misma que precede a un mal presagio, a una mala noticia o a un orgasmo. Tragué y asentí. No pasaba nada: tenía mi pasaporte.

Después de un leve rebuscar nervioso en el bolso, saqué el preciado documento y se lo entregué a la azafata con una sonrisa. Tras una breve ojeada, me lo devolvió:

- Su pasaporte caducó hace dos semanas.
- ¿Cómo?
- Como le digo. Le ruego que retire su maleta de la báscula para que pueda atender al siguiente pasajero.
- Pero...
- No puedo hacer nada. Si necesita un documento de emergencia, vaya a la oficina de policía, al final de aquel pasillo.
- Pero...
- Retire su maleta, por favor. Gracias.

Era un veinticinco de julio. Santiago apóstol. Al menos la mitad de la plantilla del aeropuerto y del país estaba de vacaciones. En la oficina de la policía había un solo empleado, que evidentemente había tenido un mal día. Cuando llegué, estaba discutiendo con un turista americano al que le habían robado la cámara de fotos, intentándole convencer con un inglés alfredolandesco de que no podía hacer nada, ni siquiera cursar una denuncia.

- Nozing, nozing, sorry. Go to polís in sity.

El pobre turista intentaba razonar: la cámara se la habían robado en el aeropuerto, y el centro estaba a 40 Km. Pero el policía se mantenía en sus trece:

- Polís in sity.

El turista, que ya se había percatado de que no se estaba haciendo entender, aprovechó para espetar al policía con todo tipo de lindezas que en su país hubieran acabado con sus huesos en Guantánamo.

En un torpe intento de agilizar las cosas para solucionar lo mío, entré en la conversación y traduje al policía irritado una versión libre de insultos de lo que el turista estaba intentando explicarle.

- ¿Qué pasa, que me ves cara de tonto?

Me callé, y puse mi mejor cara de sumisión. Le dije al turista que mejor se olvidara de su cámara, que al fin y al cabo estaba en España. El hombre me miró de arriba abajo, esputó varias palabras empezando por F, y se marchó indignado.

Entonces ensayé una sonrisa, y me acerqué tímidamente a la ventanilla para exponer mi caso, aun sospechando por la cara de infinito hastío del policía que no iba a ser mucho más fácil de solucionar que el de mi predecesor. Pero ideé una estrategia de última hora.

- Necesito un pasaporte de emergencia, el mío ha caducado y no me había dado cuenta.
- DNI.
- Pues... resulta que me han robado la cartera justo ahora, y con ella el DNI. Así que también tendré que poner una denuncia.
- Está claro que me ves cara de tonto. Aquí sólo estoy yo. No puedo hacer nada. Vete a la comisaría de Sol.
- Pero es que mi avión sale dentro de una hora.
- ¿Y qué?
- Por favor, haga algo. Voy a la boda de mi mejor amiga.
- ¿Dónde?
- En Londres.
- No puedes ir a Londres con un pasaporte caducado. Eso sí, puedes ir a cualquier otro país de la Unión Europea. Pero al Reino Unido no.
- Entonces, ¿me puede ayudar?
- No.
- Pero es que no me da tiempo a ir a comisaría...
- ¿Te lo explico otra vez? No puedo atenderte.

Detrás de mí se iba formando una pequeña cola: víctimas de carteristas, dueños de maletas robadas, etc.

Decidí que esa noche dormiría en Inglaterra como fuera. La diplomacia fue abandonándome para dar paso a la rebeldía.

- Esto es una comisaría. Creo que tengo derecho a exigir este trámite.
- Vamos a ver, ¿te vas a poner gallita como el yanqui?
- No me pienso ir sin que me tramite una denuncia y me emita un pasaporte de emergencia.
- Muy bien. Pasa por aquí.

El hombre salió de la oficina, me agarró por la muñeca con más fuerza de la necesaria, y me arrastró a una sala vacía, donde tan sólo había un par de sillas y una mesa. Una vez ahí, me dio un empujón en los hombros y caí sobre una de las sillas.

- Te esperas aquí hasta que yo venga, y hablamos. Y espero no tener que llamar a algún compañero.

Salió dando un portazo, y me dejó ahí sola.

La sensación de calor se había multiplicado y ya recorría todas mis entrañas. La idea de perderme aquel viaje por culpa de mi imperdonable doble despiste me sobrecogía. Empecé a llorar.

Y entonces fue cuando sopesé la situación: estaba encerrada en una sala de la comisaría del aeropuerto. Mis documentos no estaban en regla. Había mentido acerca de un robo, cosa que podrían comprobar fácilmente con sólo vaciarme el bolso.
De pronto, recordé algo.

La pastillera de la abuela.

Sorbiendo a toda prisa por la nariz, miré en el fondo del bolso: ahí estaban. Las había envuelto en plástico y a su vez las había enterrado en una bola de algodón impregnada de colonia, para evitar cualquier tipo de detección. Pero ahora estaba retenida por un sádico, y aunque sólo eran cuatro pirulas no quería arriesgarme a tener problemas de verdad.

Miré a mi alrededor: seguramente habría cámaras. Empecé a lloriquear, esta vez fingiendo puesto que la sensación de terror me había secado las lágrimas de golpe. Metí las manos en el bolso y, como si buscara algo, desenvolví el éxtasis. Saqué la mano de nuevo con un paquete de Kleenex, y mientras me sonaba la nariz me fui tragando las pastillas, una a una.

domingo, noviembre 19, 2006

El dios de barro


Perdí la fe en ese dios de barro.
Barrí la estela de sus milagros
Y de su estampa.
Guardé el rosario, cerré la urna,
Quemé el altar.
Olvidé los rezos y plegarias,
Rasgué los restos de devoción.
Me arranqué el pequeño escapulario,
Lo hice un nudo
Y lo tiré al mar.
Ahogué las ascuas de la pasión
En el recuerdo.
Y así, pagana,
Laica e infiel,
Lancé esa cruz sobre la cuneta
Y me puse a andar.
Allá el infierno, allá los cielos.
Allá ese limbo donde descansan
Los niños que nunca nacerán.
Allá el demonio con sus desvanes.
Que venga hasta aquí y que se me lleve
Porque mi fe ya no volverá.
Que venga Dios y me ponga un reto,
Porque si peco, peco sin culpa
Y mi inocencia es aún más pecado
Porque la niego. ¿Qué más me da?
Si ya no hay más barro en este patio,
Si ya mi sangre
No es de su sangre
Si ya mi carne no es de su carne.
Si ya no hay pan con qué comulgar.

jueves, noviembre 16, 2006

Pirata


He dado un paseo por el terreno que configura tu geografía.
El campo es liso, la tierra es llana.

Apenas baches.

Es casi imperceptible el viento,

Pero sí hay lluvia.
A menudo, tuve que guarecerme en un rincón
- el párpado izquierdo hizo de marquesina-
Para evitar el aguacero. Y no es que no me guste mojarme,
No…
Es que luego vengo a la oficina
Completamente empapada
Y me preguntan, “¿Está lloviendo?”
Y nunca sé qué contestar.
Me compraré un paraguas.

Mientras tanto, he descubierto un huequecillo
Muy resbaladizo en el iris derecho,
Donde, los días de sol, se abren los claros
Y se me entumecen los ojos de luz
verdiazulamarilla
Que parece taladrar el espacio
Desde las más recónditas estrellas de Orión.
Me compraré un pararrayos.

Me compraré una brújula.

Y no, no te preocupes.
Cuando tenga el mapa dibujado
Lo meteré en una botella y te lo enviaré

Con las coordenadas,
Y así te pongas el parche

El loro en el hombro

Y sepas cuántos pasos dar exactamente

En pos de tu botín

jueves, noviembre 02, 2006

Al oeste de todo - X y último


10. Like a motherless child




Cogí el metro hasta Harlem y me adentré entre las calles diáfanas, el olor a pollo frito y los niños jugando a la pelota contra los graffitis. Un precoz sol de mañana celebraba el ambiente dominical reflejándose en los vestidos y sombreros blancos de las ancianas endomingadas rumbo a la iglesia con su prole de hijas e hijos, cuñadas, cuñados y nietos, todos igualmente engalanados y ruidosos. Seguí a un grupo hasta la puerta de la Abyssinian Baptist Church, alisé como pude las arrugas de mi abrigo y entré, colocándome discretamente en un banco al fondo de la iglesia.

El pastor, alto y revestido de blanco inmaculado, pilotó el viaje a la exaltación mística. La gente asentía, respondía, se entusiasmaba cada vez más, como si no hubiera verdad más grande que sus palabras ni mal más despreciable que lo que se encontraba fuera de su discurso. Y, sin embargo, había un tono de enternecedora bondad en cada gesto. Cuando rompió a cantar el coro, cerré los ojos.


Sometimes I feel like a motherless child
Sometimes I feel like a motherless child
Sometimes I feel like a motherless child
A long way from home (*)


Hambre. La impermeabilidad, cuando va abandonando la piel, produce mucho hambre. Comí arroz creole en un restaurante abarrotado de gente, repetí dos veces el café, y me senté en un banco de Sugar Hill a mirar cómo el cielo se volvía cada vez más gris.

Y, aunque el viento aullaba al atardecer cuando volvía a Brooklyn a través de interminables venas subterráneas, aunque se podía sentir su látigo sobre las ventanas del vagón al cruzar el puente sobre el Hudson, y el skyline brillaba con una pálida luz grisácea bajo el cielo cargado de electricidad, las voces estaban calladas dentro del túnel y el polvo se iba levantando sobre las ruinas. Y pensar, volver a pensar, como si pensar fuera un juego nuevo, como si fuera un reto, como si el que una vez te quiso nunca te hubiera tenido para perderte ni el que te vio nacer hubiera vivido para morir. Como si la vida realmente no fuera más que subirse al tiovivo de un parque en plena verbena, y los cataclismos del destino la risotada de los cabezudos.

Sarah me recibió con mil preguntas, pero no fui capaz de contestar a casi ninguna. Sólo quería descansar. Alan, que aún estaba ahi, nos invitó a una tertulia literaria en la fundación donde trabajaba James.

- Nos llamó y dijo que te habías ido sin despedirte. ¿Tan mal fue?
- Fue maravilloso.
- ¿No vas a venir?
- No. Estoy cansada y hay tormenta.

Cuando se marcharon me quedé dormida como un bebé en el sofá del salón. No soñé nada.

Amanecí la mañana siguiente tapada con una manta, Sarah zarandeándome suavemente el hombro.

- Me voy a trabajar. No podré acompañarte al aeropuerto.
- No te preocupes. Nos veremos pronto, quién sabe dónde.

Nos abrazamos. Nos prometimos escribir. Prometí escribirles a todos, mandarles las fotos, tenerles al tanto de mi vida.

En el aerobús rumbo a JFK, apoyé la cabeza contra el cristal de la ventana y pensé en qué película pondrían en el avión.

(*) A veces me siento como un niño sin madre
A veces me siento como un niño sin madre
A veces me siento como un niño sin madre
Muy lejos de casa


Foto: Niños y cerdos en un camión, Harlem, NY

sábado, octubre 28, 2006

Al oeste de todo - IX


9. Rojo

Dormíamos, en medio de sábanas arrugadas y llenas de manchas resecas, sobres de condones vacíos y un olor astringente retenido entre las ventantas cerradas de la habitación.
Soñé en colores vivos.

Soñé que el túnel se ensanchaba, las paredes se suavizaban, Marvin me sonreía al borde de un recoveco iluminándose la cara con una linterna, y Sarah cantaba una dulce balada sentada en el suelo mientras se apretaba más y más los botones de su minúsculo abrigo gris. Y a ambos lados, pequeños ventanales iluminados por la luz rojiza de un paisaje post-apocalíptico: esqueletos de edificios, carbonizados, tímidas lenguas de fuego entre las cenizas, dunas de polvo, y el cielo ennegrecido en un cataclismo mortecino y estéril.

James apoyado en la pared del túnel a mi lado, compartiendo un Chesterfield con Marvin.

En la otra pared, agazapado entre las sombras, aquel que me abandonó de pie, en silencio, la vista puesta en un punto infinito.

Y, más allá, donde se ensanchaban las paredes, mi difunto padre mirando a través de una de las ventanas por un telescopio.

- Mira, Marte cada vez está más cerca. Acércate.

Corrí hacia él, miré por el telescopio y vi millones de estrellas cruzar el espacio en una carrera vertiginosa.

- Papá, ¿qué está pasando?

- Nos abalanzamos sobre el universo a la velocidad de la luz. La tierra se ha salido de su órbita. ¿Es que no lo sabías?

- No

- No te preocupes, tú agárrate fuerte.

Desperté con lágrimas en los ojos.

La espalda café con leche de James se mecía a mi lado al vaivén de su respiración, ajena a todo.

Me duché, me vestí, arranqué una hoja de mi diario, y le dejé una nota en la mesilla:

“Gracias por el viaje.”

Foto: Grafitti urbano, el Bronx, NY.

martes, octubre 24, 2006

Al oeste de todo - VIII




















8. James


Llegamos al KGB Bar en taxi. De vuelta al Village y a los aledaños del Bowery. Ni una palabra sobre la esquina donde yacía el recuerdo de Marvin.

Seguí a Sarah por unas escaleras en semioscuridad. Arriba, sentado sobre un taburete, un negro enorme me escudriñó unos segundos.

- Hola, Tommy. Esta es una amiga.
- Pasad.

El bar tenía las paredes pintadas de rojo y unos cuantos pósters retro con imágenes de Marx y Lenin, y acérrimos partisanos cargando sus hoces con el sol en la cara.

- ¿Esto es legal? – pregunté con una sonrisa ladeada.
- Qué dices, es lo más. Es casi exótico. Y a veces hasta dejan fumar.

Al fondo del bar varias manos se alzaron en saludo. Seguí a Sarah hacia la mesa.

- Aquí tenéis a mi inquilina favorita. Estos son James, Wilkie, Alan, Leslie y Melanie.

En cuestión de minutos tenía delante un gin-tonic y ya me habían explicado lo que había que saber sobre cada uno: James, nacido en el Bronx y de ascendencia portorriqueña, trabajaba en una fundación literaria; Wilkie era inglés de padres coreanos, y estudiaba en el Actor’s Studio con una beca; Alan, canadiense, compartía piso con Wilkie y estudiaba Bellas Artes. Leslie y Melanie escribían en un periódico y eran lesbianas irlandesas. De alguna manera extraña, yo encajaba en esa amalgama.

Desde el primer momento, incluso desde antes de esa informativa introducción, ya sabía que James me había elegido como presa. Se sentó a mi lado y me mantuvo provista de gin-tonics mientras repasábamos la política internacional. Nunca me había imaginado que nadie pudiera hablar del 11-M en Madrid y flirtear a la vez, pero el detalle me resultó de una canallez encantadora. Le ataqué con unos cuantos clichés.

- El problema es que aquí vivís el imperio del miedo. Y eso os lleva a la perdición.
- Ajá. Michael Moore también traspasa fronteras. Y dime, ¿Tú crees que hay motivos?
- Dímelo tú.
- Yo no te tengo miedo a ti.
- No hablaba de mi.
- ¿Existe otro tema mejor?

De cuando en cuando los fumadores bajábamos a la calle a fomentar nuestro vicio. James y Alan solían acompañarme en cada ocasión, y este último – más preocupado por beneficiarse a Sarah que por otra cosa – observaba divertido y silencioso nuestra diatriba.

- Es absurdo Sólo se puede fumar fuera y beber dentro – me quejé.
- En mi casa se pueden hacer ambas cosas.
- Y seguro que está aquí, a la vuelta de la esquina.
- Has adivinado. ¿Tienes tu cepillo de dientes?
- Está en casa de Sarah.
- Entonces que vaya Alan a buscarlo y ya te lo traerá por la mañana.

Más risas. Yo consumía gin-tonics y Marlboro Lights uno tras otro, me dejaba llevar y me impermeabilizaba. Fluye, fluye, deja que se lave todo en un mar de testosterona. James era todo testosterona y humor afilado en un apetecible empaquetado multirracial. Yo le miraba, y él fingía azorarse. Se atusaba su jersey gris de Yale y empuñaba la lanza de su lengua viperina lo justo para no ser demasiado insolente.

A las dos de la mañana, en un bar country dos bloques más abajo, Sarah me dio un codazo. Los ojos le brillaban por la mezcla de ron con medicinas.

- No te cortes. Si quieres nos vemos por la mañana.
- No seas tonta.

Miró en dirección a Alan, y se acercó a mi oído.

- Espera a que me haya ido, porque igual me voy con éste. Tú hazte la loca, como que no te enteras.
- Soy experta en no enterarme.
- Pues practica.
- Estás borracha.
- Dejemos el tema.

Así que practiqué. La impermeabilidad. El túnel. Expiemos nuestros pecados en la clandestinidad de la noche. Sarah empezó a fingir mareos. Alan se ofreció a llevarla hasta Brooklyn.

- Tú quédate – me dijo – no vayas a estropear tu primera noche de juerga en Nueva York por una mocosa, ya la cuido yo.
- Sois libres. Somos todos libres.
- Los americanos tienen demasiada libertad, recuérdalo.
- Y los canadienses siempre estaréis a la merced de su albedrío.
- Estás borracha. Me voy.

Las lesbianas irlandesas y el actor coreano-inglés estuvieron de acuerdo en que sería lo mejor.

James se atusó el jersey de Yale.

Decidí observar su técnica pasivamente.

Ligereza, impermeabilidad. A las tres de la mañana yo ya me limitaba a mecer la cabeza al ritmo de Kenny Rogers.

You got to know when to hold ’em, know when to fold ’em,
Know when to walk away and know when to run.
You never count your money when you’re sittin’ at the table.
There’ll be time enough for countin’ when the dealin’s done.
(1)

Sin mediar más palabras James se levantó, me miró fijamente y anunció que se iba a casa. Me besó en la mejilla y me dejó ahí, con los otros tres.

Les miré. Wilkie jugueteaba con la pajita de su bebida; Leslie y Melanie se besaban.

Miré hacia la puerta.

Now ev’ry gambler knows that the secret to survivin’
Is knowin’ what to throw away and knowing what to keep.
’cause ev’ry hand’s a winner and ev’ry hand’s a loser,
And the best that you can hope for is to die in your sleep.
(2)

Me levanté y salí corriendo hacia la puerta.

James estaba ahí, apoyado contra la pared, encendiendo un Chesterfield con una caja de cerillas roja del KGB.

- ¿Tienes fuego? – le pregunté.

Tiró el cigarrillo a la acera, y en el mismo ademán me agarró por la cintura con el brazo derecho y con el izquierdo por la nuca. Nos fundimos con la pared en el morreo más desenfrenado y desvergonzado que recuerdo haber protagonizado nunca.

Acompañé el viaje descarado de sus manos por debajo de mi abrigo con las mías, sintiendo cada bulto y cada fibra tensada hasta que sólo restaba desnudarse. Cogiendo aliento, corrimos de la mano a su casa tres manzanas más abajo.

Cuando apareció el sol, horas más tarde, caímos rendidos.


N. de T.:

[1] Deberás saber cuándo quedártelas, cuándo guardártelas
cuándo marcharte y cuándo correr.
Nunca cuentes tu dinero mientras estés sentado a la mesa.
Ya llegará el momento cuando se haga el reparto.


[1] Todo jugador sabe que el secreto para sobrevivir
es saber qué tirar y con qué quedarse.
Porque toda mano es ganadora y toda mano es perdedora,Y lo mejor que puedes desear es morir mientras duermes.

Foto: KGB Bar, NY.

domingo, octubre 22, 2006

Al oeste de todo - VII


7. Impermeable a todo

Dejé a Sarah en Madison Avenue, subiendo a zancadas las escalinatas del Oxford University Press con un café de Starbucks en las manos. Anduve calle arriba despacito, retando con mi parsimonia a los miles de cuerpos que se cruzaban con el mío, disfrutando inmensamente de la sensación de sentirme invisible. En Manhattan nada sorprende: Puedes disfrazarte de lechuga, mandril o trilobito en plena Quinta Avenida y a nadie le resultará lo más mínimamente extraño.

Por eso nadie se asombró de que me sentara, con mi vestido de lana roja, al borde de una lápida mohosa en el cementerio de la Catedral de St. Patrick’s, que, abierto, perenne e intemporal, se fundía con la gran urbe. Y de que siguiera allí incluso cuando empezó a llover. Era octubre, era sábado, y yo era Sylvia Plath emulando a Mary Shelley, fascinada por el híbrido gótico-urbano-intemporal y haciendo chas-chas-chas con las botas de cuero sobre el suelo al ritmo de las gotas de lluvia.

- Impermeable, seré impermeable.

Atravesaba impertérrita mi túnel. Y fue justo entonces cuando me di cuenta de que, en cierto modo, tenía un motivo haber llegado hasta ahí, hasta los camposantos urbanos bajo la lluvia. Pero que lo mejor de todo era que el motivo no importaba. Atravesaba el túnel incólume, acarreando el estigma de mi propia futilidad, mientras que a mi alrededor la gente sobrevivía y caía sin preguntarse siquiera el por qué.

- Impermeable a todo.

Así que me puse la coraza. Me levanté. Volví a Madison Avenue y me encontré con Sarah esperándome a la puerta de su trabajo.

- Estás empapada.

- No lo creas, estoy seca.

- Eres tan rara...

- Vamos a comer.

- Esta noche te presentaré a unos amigos.

- Me encanta la idea.


Fuimos a un restaurante en Little Italy. Nada más terminar el último vermicelli, Sarah desapareció media hora en el cuarto de baño. Volvió un poco más pálida que de costumbre, y perseguí sus ojos esquivos.

- Has vomitado.

- ¿Podríamos dejar el tema?

- Como quieras.

Volví a la impermeabilidad. El metro de vuelta a Brooklyn, Park Slope oliendo a lluvia, el asfalto brillando como un espejo, la siesta en el silencio, y de pronto el teléfono tres, cuatro, cinco veces, la ducha, qué me pongo, ponte esto, no seas tímida, te queda bien, préstame tu jersey, pásame el secador, swsssh swsssh swsssh. Lápiz de labios, polvos compactos, eres impermeable, recuerda. Los Talking Heads en la cadena del salón y el clack-clack-clack de los tacones por el pasillo de madera.


Foto: Cementerio de la Catedral de St. Patrick's, NY.

miércoles, octubre 18, 2006

Al oeste de todo - VI


6. Sarah

15th Street, Brooklyn. Casas coloniales marrones, rojas y grises erguidas a lo largo de la calle con sus blancas balaustradas y sus escalinatas de madera. Cafés con puertas rojas, blancas, verdes, algunos abiertos aún. Menús pintados en blanco sobre el cristal, Coffee and Corned Beef Sandwich, $4.50. El olor a bagel y queso brie flotando al abrirse la puerta de un restaurante kosher, la gente apresurada, caras de todos colores brillando a la luz de las farolas, pasando rápidas a mi lado, mirándome de soslayo, otra viajera más con otra maleta llena de ecos de otras voces, ¿qué idioma hablarán sus voces? Nadie se pregunta nada pero en el fondo todos parecen preguntarse demasiado. First Baptist Church a mi izquierda, a las diez de la noche todavía salía luz de una de las cristaleras de colores, y una mujer se ataba con rapidez los cordones de un zapato apoyada en la pared de piedra. Torcí la esquina de 6th Street y choqué contra un viejo chino. Sonrisas nerviosas, llevo voces en la maleta, usted disculpe, I’m sorry. Se volvió a mirarme cuando enfilé calle abajo. Él no sabía que lo sabía, pero lo sabía. Hay ojos distantes que pueden tocarte la nuca como dendritos kilométricos.

Dos manzanas más, tres, casi no se podían contar desde el principio de la calle. Desaparecía la gente, y estaba sola de nuevo. ¿Y si diera media vuelta y buscara cualquier otro lugar, donde nadie me conozca? ¿Y si empezara de cero? Un brevísimo instante que pasó como un semáforo en rojo en la niebla del cansancio.

Pero seguí hasta el final. Las luces de las ventanas eran todas amarillas. El olor a cedro. Una vieja bañera en el jardín de la casa de aquel actor, albergando una plantación de flores naranjas. El eco de las voces de la maleta ahogándose al subir las escaleras de la casa de Sarah.

- ¡Por fin estás aquí! Y mírame a mí, con esta pinta.

Sarah a la puerta, moqueando medio griposa. Su sonrisa de Philadelphia hacía apología de la educación colonial en circunstancias adversas. La dulce Sarah, ojillos chispeantes bajo rizos castaños y un mohín de educada curiosidad. Impenetrable o tal vez demasiado cristalina, Sarah era ese tipo de amiga que marca las distancias y a la vez ofrece la calidez de su compañía. Siempre moderada, breve, dispuesta a dar lo justo para hacerte sentir bienvenida, pero permanentemente protegida tras su escudo de sobria coherencia. Padres divorciados, niñez entre dos casas blancas con dos columpios en dos verdes jardines. Robles centenarios y buganvillas tras la verja. Y mucho trajín de colegios privados. Es difícil quitarse la máscara cuando toda tu vida has estado encorsetada en un uniforme. Hija única, independiente y viajera como yo. Tal vez era eso lo que marcaba el nexo de unión entre dos personas tan diferentes. Pero yo estaba medio huérfana y buscaba más de lo que podía aspirar a encontrar. Ella nunca lo comprendería.

Me dio la bienvenida entre toses, y dejé caer la mochila en el sofá del salón. Restos de comida en la mesa. Decliné la invitación a cenar, mi estómago empachado de emociones contradictorias. Dejé la maleta en el suelo, sonreí, hice chascarrillos sobre el viaje y mi estancia en el “pintoresco hotel”. Libros por todos lados. Olor a madera vieja, a noodles con curry, a ropa en la lavadora. La bañera tenía patas de león de acero. La ducha caliente y el agua a rabiosa presión, una de las pocas ventajas de estar a este lado del mundo. Lavé las voces, lavé el eco y sonreí al envolverme en la toalla; mariposas o no, seguiría coleccionando recuerdos para el invierno, como instantáneas de polaroid.

Decidí no contarle a Sarah lo que había visto.

Dormí.

Por la mañana, en un estado de duermevela, la acompañé a Manhattan; le tocaba trabajar ese sábado. El puente de Brooklyn centelleaba con los primeros rayos del sol a nuestro paso en el autobús, y ahí al fondo el perfil mutilado de la ciudad. La acusadora ausencia de las torres gemelas que apuntaba con un dedo a cada uno de los miles de personas que cruzaba el Hudson rumbo a su trabajo, sus estudios, su búsqueda, su vida bicolor. Y yo metía el dedo en el hueco de mis pensamientos. ¿Con qué rellenas el vacío? ¿Con qué expías la culpa? Derribarán mil torres en cada uno de nosotros y seguiremos buscando, buscando, buscando al eterno culpable. Acoplándonos al miedo. Acomodándonos en el despecho y el rencor. Generando angustia. La única culpable eres tú, lo somos todos, me decía. Y no sabía muy bien de qué me acusaba. Sólo que ahí, esa mañana, rezagada contra el frío cristal de la ventana del bus, había empezado a buscar el relleno a los vacíos que aún quedaban por llenar.

Dopada de antigripal, Sarah me miraba con introspección distanciada, la sonrisa neutra, la mirada practicando indiferencia fingida. El respeto a la intimidad: primera lección de ética bostoniana.

- Verás qué bonita está la ciudad un sábado por la mañana – comentó – y permaneció en silencio.

- No lo dudo – musité.

(Foto: Park Slope, Brooklyn, NY)

lunes, octubre 16, 2006

Al oeste de todo - V



5. Una mota de polvo en el aire

Me di la vuelta y eché a andar. Yo no era sino un alien más de la City, compartiendo los primeros días del otoño con sus aceras humeantes, sus rebaños de gente, sus banderas tímidamente ondeando en la brisa. Un alien a pesar de que, en realidad, en una ciudad como Nueva York nadie tiene motivos para sentirse extranjero ni ajeno a nada.

En un lugar como éste, estás en todos lados y en ninguno a la vez.

Pasé toda la tarde en Central Park, sin pensar. Que pensaran por mí los árboles. Que pensaran las estatuas de Literary Walk protegidas por sus corazas de cobre. Que pensaran los vagabundos del Ramble. Que pensaran.

La luz era azul y acuosa, los árboles verdes, rojos, morados, naranjas, mil destellos bajo la sombra de un roble, yo tumbada en la hierba húmeda cerca de la orilla del estanque, la mochila de almohada, la maleta bajo mis pies. Si cerraba los ojos me mecían cientos de sonidos, el rask rask rask rask de las hojas, el cuá cuá de los patos, el swissh swissh de los remos de los patriarcas judíos paseando a su familia por el lago porque los viernes era día de alquilar barquitas para pasar el Sabbath. Era día de hacer fotos a las modelos y posar con vestidos blancos de novia en el verde de los claros, de tocar el clarinete al borde de los paseos por unos céntimos, de discutir sobre los vaivenes de la bolsa en los bancos de madera, de correr jadeando por las sinuosas avenidas en pos del cuerpo perfecto.

Y yo en medio de todo, difusa, flotando como una motita de polvo en el aire, dormida sobre la hierba, soñando que perseguía gotas de sangre coagulada por un túnel mientras cuatro patriarcas judíos con enormes tirabuzones se agarraban el sombrero con la mano y tiraban de las esquinas de mi camiseta, gritando que Marvin y Mickey me esperaban a la puerta de la tienda de los cafés a ochenta céntimos para visitar juntos a Lucifer.

Desperté cuando los edificios del horizonte ya estaban teñidos de dorado y caía la tarde. Escuché una respiración entrecortada. Tumbado a mi lado, me miraba con curiosidad un joven de ojos felinos y lacia melena rubia envuelto en un enorme abrigo negro.

- Hola. Pensé que podían robarte la maleta, así que me quedé a vigilar.
- Gracias.
- Nací en 1980.
- Yo en 1966.
- Pareces mucho más joven.
- Gracias.
- Si fuéramos pareja, no sería tan evidente la diferencia de edad.
- Supongo que no.
- Trabajo aquí cerca. Me gusta venir a mirar el lago por las tardes.
- Yo no trabajo aquí. No sabría para qué podría servir.
- Seguro que puedes conseguir empleo.
- Dime, ¿Te ha ocurrido algo especial hoy?
- Bueno, he descubierto un nuevo sabor de helado: melón con cerezas.
- Yo he visto la escena del asesinato de alguien a quien conocí ayer.
- ¿Te lo tiraste?
- No, pero dormí en su habitación.
- Entonces no es para tanto. Quédate conmigo. Tengo alarma antirrobo en mi apartamento.
- Me tengo que ir.
- Vale. Adiós.

(Foto: Central Park, NY)

jueves, octubre 12, 2006

Al oeste de todo - IV



4. Dark America


Tras el bautismo de fuego, no tuve ningún inconveniente en compartir parte de aquellos dos días en la compañía de los inquilinos más vetustos del hotel. La segunda noche, cuando volví exhausta después de haber cruzado media isla hasta llegar al delirio nocturno y multisensorial de Times Square y recorrer de nuevo los cinco kilómetros que me devolvían al White House, me encontré al viejo Marvin y sus compañeros de aventuras en la salita común.

Eran los cuatro veteranos del White House: Marvin, Family, Rasputin y Mickey, sin nada más que hacer que juntarse alrededor de aquella mesa de madera, noche tras noche, para compartir el mismo espacio, respirar el mismo aire y ahuyentar al mismo demonio de la soledad. Había tantos resentimientos y tensiones entre ellos que, una vez estirada la goma elástica de su enemistad, su relación quedaba laxa como un lago.

- Aquí tenéis a mi inquilina favorita – anunció Marvin, apuntando su vaso de café hacia mí.

- Tómate un café con nosotros y cuéntanos tu historia – dijo Family.

No me sorprendió la pregunta. Al contrario, me pareció una propuesta interesante abrir una ventana a mi mundo a una mesa llena de extraños que, por algún motivo, querían otear la vista. Siempre que veían a alguien con cara de tener una historia que contar, me dijeron, le invitaban a su pequeño conciábulo nocturno. Y a través de sus palabras descubrían un trozo de universo que les proporcionaba material de sueño para el resto del invierno.

Me senté y les conté gran parte de mi vida, tranquilamente, del tirón, dejando caer golpes de humor entre las sombras y lamentos entre las luces. Me escucharon con el interés de quien encuentra un escaparate nuevo en la calle de siempre. Ojos multicolor oteándome desde sus escondites. Risotadas de brujo en medio de los silencios.

- Y por eso estoy aquí, para ver si todo esto tiene algún sentido.

- Nada tiene sentido en este mundo, pequeña. Deja que Papa Family te ayude.

Más risotadas estertóreas a lo largo de la sala.

Marvin mudo, indiferente.

¿Y qué de mi relato? Les miré confusa, irritada. Hasta que comprendí que era un juego más. Family había optado por tener el primer turno de la partida. Se sentó a mi lado y me acarició el pelo. Tenía una enorme cicatriz en el cuello, como si alguien le hubiera rebanado la nuez con una espátula. Y los ojos cansados tras las gafas, tal vez de haber visto demasiado. Debía rondar los cuarenta años y todavía se percibía en él al joven pillo que en algún momento de su pasado fue el mejor saxofonista de Queens.

- ¿Sabes por qué me llaman Family? Porque ahí donde voy dejo mi semilla.

Risitas nerviosas a mi alrededor.

- Tengo doce hijos, si señor, y quién sabe cuántos más por ahí. Por eso soy Papa Family. Nadie mejor que yo para enseñarte el verdadero sentido de la vida y la muerte. Podrás ir a muchos sitios y podrás arrastrar tus maletas por cinco continentes, muchacha, pero no sabrás lo que es vivir si no yaces con Papa Family. Y si no vives con Papa Family.

- ¡Todos a la habitación de Papa Family! ¡A ver morir la noche! gritó Rasputin, el más veterano, con un extraño deje en su voz ronca. Decían que había llegado hasta Nueva York en los años setenta desde Rusia, pero él se negaba a dar detalles disfrutando de su aire de misterio. Mesándose la barba blanca, se puso de pie y anunció que la Fiesta Había Empezado.

Mickey, un inquieto, mancillento y menudo personaje ratonil vestido con ropas militares del Ejército de Salvación, me tiraba de la manga cada diez segundos:

- Ten cuidado, ten cuidado. No cruces la línea de Dark America.

La América Oscura. Me gustó el nombre. Alcé mi vaso de café de plástico y les agradecí su compañía, en nombre de Europa. Brindé por Dark America y todos brindaron conmigo. Y luego me levanté.

Tuve que despegarme de tres o cuatro manos que insistían en mantenerme junto a ellos. Tuve que pedirles que me dejaran marchar. Y mientras lo hacía, Marvin me miraba desde su esquina de la mesa con una sonrisa velada y llena de intención que nunca fui capaz de descifrar. Viejo canalla.

Y antes de cerrar por dentro la habitación doscientos veinticuatro, pude oír como, al fondo del pasillo, el grupillo se arrastraba homogéneamente y entre risas hacia mi penúltima morada, la habitación de Marvin.

Me mecí al lejano olor de algodón de azúcar del crack destilándose por las ranuras de la pared mientras caía en el sopor de mi segunda noche en Nueva York.

Por la mañana recogí mi pequeña maleta y la mochila y me despedí de aquellos pasillos. La América Oscura quedaba atrás; esa tarde me esperaban en Brooklyn.

Marvin no estaba en la sala común, ni tampoco en la recepción. El surtidor de agua estaba vacante, y también la verja de la entrada. Quién sabe qué submundos estaría visitando el viejo poeta. Volví a subir y dejé una breve nota debajo de su puerta. “Gracias por todo, tu cama es muy cómoda. Espero que haya más mujeres que te puedan decir lo mismo, y con más motivos que yo.” El viejo canalla al menos sonreiría un poco.

Unos bloques más arriba, a la altura de 4th y Houston, un hombre con gabardina gris tomaba nota en una libreta negra. Fluuuu fluuuu fluuu, parpadeaba silenciosamente la ambulancia. Un cordón policial rodeaba una pequeña parcela de asfalto. Un reguero de sangre brillaba al sol de la mañana a su paso de la acera al suelo y varios curiosos se agrupaban alrededor de la escena. Entre ellos reconocí a Mickey, que, con los ojillos ausentes, retorcía nervioso los botones de su camisa caqui y musitaba al aire:

- Marvin, viejo estúpido, ¿Por qué te dejaste matar?

Me vio pero no dijo nada. No hubo rastro de reconocimiento en su mirada perdida. Como si tras de mí la calle se perdiera en un declinar infinito de edificios vacíos y mudos.

Dark America. Me quedé clavada en la esquina hasta el mediodía, abrazada a mi abrigo, espiando la tragedia e intentando comprender mientras ellos iban y venían con sus libretas, sus teléfonos, sus walkie-talkies y sus pistolas. Todos los procedimientos. Todo tan limpio. Me quedé ahí hasta mucho después de que todo hubiera vuelto a la normalidad y a los viandantes impávidos, como si nada hubiera pasado jamás, con la única secuela de la sangre seca sobre la acera.


(Foto: Cementerio GreenWood, Brooklyn, NY)

martes, octubre 10, 2006

Al oeste de todo - III

3. Marvin

Me atusé la ropa, sacudiéndome a duras penas el polvo de la cama. Cogí mis cosas y fui al cuarto de baño comunitario de aquella segunda planta que era todo un largo largo pasillo, decenas de puertas blancas a lo largo del suelo de madera, troc, troc, troc, andando con cuidado para no despertar a los estudiantes alemanes, a los mochileros suecos, a los homeless de siete dólares la noche que se habían rendido al sueño a pesar de vivir en The City that Never Sleeps como cantaba el Tío Frankie. Fus, fus, fus, hacían los ventiladores del techo, y en alguna de las habitaciones una tos, un suspiro, un ronquido, un gemido.

En el baño me hice polvo los ojos al tirar del cordoncito que encendía el neón.

Me duché a media luz pegando manotazos entre el vapor del agua lacerante y las baldosas rajadas. Cuando salí, tuve que frotar el espejo con la toalla para ver algo.

El espejo.

- ¿Quién anda ahí? – pregunté a mi reflejo.

Busqué al conejo blanco con la mirada mientras me cepillaba el pelo, me lavaba la cara, le daba un poco de color a mi sonrisa. Ahí estaba, al oeste de todo. Ahí estaba para prefabricar emociones y darle otro capricho a la mirada infantil que no cesa en su empeño de sorprenderse. Habían vuelto las mariposas, y al otro lado del espejo la cara que me observaba era, al menos esa mañana, reconocible.

- Entrada triunfal en la Gran Manzana, pequeña – le dije .

Me acabé de lavar el jet-lag y bajé a la recepción.

Marvin estaba sorbiendo un café en vaso de plástico a la puerta y fumando. Con ademanes de gran ceremonia me cedió su sitio en el surtidor de agua. Compré un café en la máquina y me senté con él a recibir el alba. Hacía frío y el café nos protegía con una mampara de vapor.

Me contó su vida durante tres horas, su larga figura apoyada sobre la verja de la entrada, con un Chesterfield permanentemente colgando de la boca y los ojos achinados por el humo bajo una boina negra.

Marvin, el poeta, la vieja gloria. El cansadísimo hombre que cada mañana, con su café de 80 céntimos de la convenience store de más abajo de la calle, se sentaba a la puerta del hotel sobre el surtidor de agua que era su trono y recordaba a cada uno que quisiera escucharle que no pasa nada, que él está ahí porque quiere, que sus días como cantante y lacónico poeta beat en los antros más chic de la City volverían muy pronto. Que su sobrino en Detroit le estaba preparando una maqueta tecno de sus temas.

- Hay que modernizarse, oye, - les decía - y el Village no es un lugar donde puedas perder el tiempo pudriéndote con un estilo apolillado. La gente pide cambios, cambios, muchos cambios, y aquí estoy yo preparando mi cambio, sister. Mi gran salto de nuevo al estrellato. ¿Te acuerdas de la luna llena que hubo anoche, la que aparecía pintando rayas de plata sobre los tejados de Bowery Street? Pues así seré yo cuando vuelva, sister. Tendrás que volver a Nueva York para verme. ¿Sabes? tú estás de paso y a lo mejor no lo vas a ver, pero yo no, yo me quedo, y te espero. Cualquier día de estos llegará mi maqueta y volverán las musas. Haré un número especial, con nuevos versos y poemas, un rap, ¿qué te parece? Rapearemos sobre la amargura de la vida, sister. Tú y yo. ¿Por qué no, no te apuntas? Te dejaré elegir otro tema, si quieres. Y si es que tienes esperanza, como yo, podremos pensar en algo mejor. Hay esperanza en todo, hasta en las heridas de esta ciudad, sister. No te olvides de mí.

Marvin el vividor. Lo mejor que había hecho en la vida, contaba, era dejar atrás su Carolina del Sur y venirse a la City. Atrás quedaban sus cuatro hermanas y sus tardes de sol en los maizales. Atrás quedaban las miradas de soslayo de los blancos, ese Old World Feeling que te hace recordar que aún vibran en la memoria los latigazos del amo en los campos de algodón.

- No olvides que tu abuelo fue un esclavo, chaval – decían las voces que hacían eco en el interior de su maleta aquel ocho de noviembre hacía más de veinte años, aquel día que se subió al Greyhound rumbo al Este - No lo olvides nunca, y no dejes que el odio desaparezca del todo. Deja un poco para alimentar tu espíritu.

El dèja-vú del tiempo. El sol meciéndose en las nubes del atardecer. El cinturón de cuero de su padre, bailando al mismo ritmo de los látigos. Las cicatrices de la espalda todavía se le hinchaban levemente cuando llovía, y llovía mucho en Nueva York. Cada ocho de noviembre recordaba aquel día de lluvia que se marchó y aquella picazón en la espalda. Y la lluvia que bañaba cada calle donde vivió, en Hell’s Kitchen, en East Harlem, en el más inhóspito cuchitril del Bronx. La lluvia le hacía recordar.

Pero hoy era un día de sol. Marvin estaba de buen humor; su angulosa cara triste se había llenado de curvas apuntando hacia su arrugada frente al verme amanecer en recepción.

Se atusó la boina, ladeándola hacia un lado en un elegante ángulo que ensombrecía su ojo derecho.

- Es el look francés, pequeña amiga. Los beats llevamos boina negra porque nuestra meca es la luna sobre París. Algún día iré a verla, y te veré a ti, seguro, en esa vieja Europa tuya. No te preocupes. En cuanto ahorre un poco, y será fácil, porque voy a ser rico de nuevo. Ya lo verás.

Siete dólares al día pagaba Marvin gracias a su acreditación de beneficiario del DHS (Department of Homeless Services). Siete dólares que apenas escarbaba de su mísera pensión de indigente oficial. Marvin tenía derecho a sus cuatrocientos dólares mensuales, pero nadie en sus cabales le contrataría jamás. Porque si llevas el estigma de la calle eso da miedo, mucho miedo en un lugar donde el miedo es el fuego que alimenta la comida. ¿Qué sería de Nueva York sin los pobres, los bag-people, los hurones urbanos? Hay que mantener el folclore. Con dinero justo para no poder salir adelante pero no morir de hambre. Para no poder pagarse un médico pero aún así poder comprar una aspirina cuando el hígado diga basta. Para ganarse un bonito nicho en el Cementerio de Pauper’s, la Cárcel de los Muertos. Para expiar los pecados y excesos del pasado con los restos de dignidad.

- Lo mejor que te puede pasar si pierdes tu gloria, pequeña amiga, es ser un homeless en Nueva York. Es lo peor y también lo mejor, porque ya estás en el infierno, con la cabeza en las fauces del demonio, y si sales de ahí nada podrá contigo. Por eso ahora que sé que van a volver mis días de gloria, quiero estar preparado. Ya no me meto con el demonio, ¿sabes? – y su boca se retorcía levemente hacia la derecha con ese mantra, ese susurro, “I ain’t fuckin’ with the devil no’ mo’’”.

- No fumo crack. No bebo. No robo. No duermo en la calle. En la calle me ahorraría siete dólares al día, pero no podría cuidar mi aspecto, ya lo ves, y en Detroit me están preparando esa maqueta. Voy a ser el viejo beat negro más moderno de todo Manhattan. ¡Cómete el corazón, Alan Ginsberg! Mi sobrino tiene buena cabeza para los negocios, ¿sabes? Vamos a crear un nuevo estilo. Tú puedes venirte si quieres. Volveremos al White Horse, al Sin-e, a las cuevas llenas de humo del Village. Me importa una mierda la prohibición anti tabaco. Cuando vuelva, todos fumarán y harán círculos en el aire al ritmo de mis palabras. Te lo digo yo. Y entre poema y poema, les tocaré un blues con mi vieja guitarra y llorarán de placer.

Y cuando me había dado media vuelta hacia la escalera para subir al oscuro pasillo y tomar posesión de mi propia habitación, pude ver con el rabillo del ojo como sacaba una vieja petaca plateada de un bolsillo y se la acercaba a la boca. No dije nada. Los viejos alcohólicos nunca mueren, como los viejos rockeros. Como los viejos beatniks de Bowery Street.


(Foto: Mañana fría en Bowery Street)

jueves, octubre 05, 2006

Al oeste de todo - II


2. Cuatro metros cuadrados

Llegué a la puerta del White House jadeando. Las distancias son infinitas cuando no tienes más referencia que un mapa cuya escala ni siquiera parece posible. La fachada del hotel era una colección de cristales de colores imitando cubismo urbano. Un perro se aliviaba en la verja, y un viejo barbudo que fumaba junto a un joven rubio siguió con los ojos mi tímida entrada.

La “recepción” era una salita llena de mesas y sillas de madera desgastada, un par de máquinas de café y un vetusto PC en una esquina, para el que parecía haber cola de aspirantes a usuarios. Pasé a través de las mesas llenas de gente de todos los colores y dejé caer los codos como martillos sobre el mostrador de la recepción.

- Será mejor que vea antes la habitación, señorita – me dijo un hombre escondido tras una gorra y un enorme bigote – pero le aseguro que está limpia y se cierra desde dentro.

Nunca me asustó la sordidez, cuando esta es pasajera y parte de un viaje de la conciencia. Mi lado voyeur se alimenta, con las necesarias reservas, de esquinas oscuras; siempre hay alguna sombra que perfilar en la penumbra, y algún mensaje que llevarse a la habitación de la luz. La idea de pasar ahí dos noches me producía cierta satisfacción morbosa. Me convertiría en un personaje de Salinger, o de Capote, o incluso de Burroughs. Tenía licencia, tenía derecho a viajar por mi túnel.

- Me da igual, deme la llave.

Cargué con mis trastos por las escaleras, hasta el segundo piso. El pasillo era oscuro, infinito, flanqueado por una moqueta raída que hacía flusssh flusssh flusssh a mi paso.

Necesité tres o cuatro minutos para abrir la puerta número doscientos dieciséis y adueñarme de mis cuatro metros cuadrados compuestos de cuatro paredes que no llegaban al techo, una cama-litera y un nicho en la pared con una barra y una percha.

Y fue justo al poner la maleta sobre la cama que algo hizo “crack” en el techo y un ventilador de los tiempos de la guerra aplastó la almohada.

- Bienvenida a la segunda parada del túnel. – sonreí.

En recepción, el hombre del bigote me dijo que no había más habitaciones disponibles.

A mis espaldas, una voz cansada, grave y musical carraspeó y contestó por mí:

- Que se quede esta noche en mi habitación. Yo pasaré la noche como siempre, hablando con la luna.

- Tendrá que pagar la sobretarifa – contestó lacónicamente el de la gorra.

- No creo que vaya a arruinarse por ello.

Así es como conocí a Marvin.

Me di media vuelta y dos canicas azabache me miraron a casi dos metros de altura. Llevaba un traje de tweed deshilachado y una boina negra. Había sido guapo, y aún pendía de su mirada un cierto devaneo del bohemio afroamericano que se había atrevido a ser.

Le dije que no era necesario, que ya me buscaría la vida. Pero me agarró por la manga del jersey y me llevó a una mesa.

- ¡Pequeña amiga! - susurró su voz de saxofón - Me alegro de verte. ¿Has venido a visitarme, o sólo se da la feliz casualidad de que pasas por mi lado de la acera? No tengas miedo del viejo Marvin, aunque ya sé que no temes a nada. Menudo viaje para ver al viejo Marvin. Algún día yo también cogeré un avión y llegaré hasta Europa, a verte, pequeña amiga. Dicen que es un buen lugar. Un lugar auténtico. Cuando recupere mi gloria, ya sabes. Seré como la luna llena que dibuja rayas de plata sobre los tejados de Bowery Street. ¿Te conté lo de mi sobrino de Detroit? Vamos a hacer una maqueta tecno de lo mío, sí, ¿te lo puedes creer? Y vamos a rapear. Sobre las heridas de esta ciudad. Sobre el amor. Sobre lo que tú me digas, pequeña amiga. Dame una idea y lo pondré sobre papel. A no ser que vengas a otra cosa. ¿Te atreves ya a conocer al bueno de John Thomas? No te ofendas, pequeña, que no es más que una broma. A este viejo canalla le encanta engatusar a las chicas como tú. Le gusta mucho levantarse a mitad de la noche y montar la tienda de campaña en mi cama, ¿sabes? Y yo me despierto y digo “¡John Thomas, para abajo!” y John Thomas se vuelve a dormir. Es más fiel que un perro viejo. Así que no tengas miedo, pero de todos modos si cambias de idea ya sabes dónde estamos, ¡ja ja ja!

Decliné una y otra vez su invitación, deseando la mejor de las suertes a John Thomas. Y Marvin se rió enseñando dientes blanquísimos, el único vestigio que le quedaba de sus tiempos de gloria.

- Coge mi llave y ciérrate bien por dentro.

Un sinfín de posibilidades pasaron por mi cabeza. Jugué a balancear la lógica y al final la ecuación me llevó a la conclusión de que nada había que perder.

Le di sus quince dólares de sobretarifa, más del doble de lo que pagaba él por una noche, y cargué mis cosas a la doscientos nueve. Olor a polvo rancio y sudor. En la oscuridad sólo se veían las formas indefinidas de múltiples objetos que se amontonaban alrededor de mis pies. Me encerré con la pesada llave, me quité los zapatos y me tumbé en la cama. Y ni siquiera encendí la luz.

Desperté de un sobresalto.

Necesité cinco minutos para orientarme. Debían ser las seis o siete de la mañana. Me incorporé, moviendo una pierna fuera de la cama, y mi pie derecho chocó estrepitosamente contra la pared.

Aturdida, me senté mirando a mi alrededor frotándome dos dedos doloridos.

Cuatro escasos metros cuadrados repletos de libros mordisqueados y vinilos de Be-Wop, Motown, Muddy Waters y Dizzy Gillespie, plagados de cajas misteriosas y polvorientas fotos que libraban a las paredes de la vergüenza de mostrar sus llagas.

Ahí estaba, íntegra y legañosa, en la habitación de Marvin, con un pie estrellado y un single de vinilo de Nina Simone pegado a la piel de mi espalda.
(Foto: White House Hotel, NY)

lunes, octubre 02, 2006

Al oeste de todo - I

1 - Descenso
Había llegado a Nueva York con las primeras hojas de otoño, impulsada por uno de esos resortes que surgen de la cabeza cuando la evidencia de lo absurdo de la vida se hace demasiado insoportable y es necesario hacer algo. Cualquier otra se hubiera dado un paseo al cine más próximo, o se habría ido a pasar el fin de semana a la playa. Yo no. Yo conté mis ahorros y me saqué un vuelo de cuatro días a Nueva York para el día siguiente. Luego llamé a una amiga que vivía en Brooklyn: estaría de viaje hasta dos días después de mi llegada. Así que alargué la espiral de imprevistos apuntándome la dirección de un hotelucho céntrico de treinta dólares la noche, lo único que podía rascar de mi limitado presupuesto. El White House. Ninguna garantía de nada. Sólo una confirmación via internet de que “tal vez” tuvieran habitaciones libres.

Apenas recordaba las horas anteriores; parecía que todo se había consumido en el viaje del aeropuerto de Newark a Manhattan, perdida entre líneas de metro interminables, cruzando la ciudad en dirección oeste, siempre al oeste, los ojos enrojecidos por la luz artificial de los vagones y los sentidos al filo. El olor a cuero viejo de los asientos, la sonrisa ladeada de algún pasajero, la indiferencia fingida de todos los demás, el sol del atardecer filtrándose por los viejos cristales al cruzar el Hudson en la línea F, el skyline perdiéndose lentamente en el horizonte, saltando arriba y abajo al ritmo del track-track-track-track de los raíles. Y yo pidiendo tiempo, un poco más de tiempo, dame más tiempo para asumir que estoy aquí, quiero seguir en este tren varios días, sin pensar, sin hacer planes, sin tener ninguna noción del tiempo, simplemente cruzando esta inquietante ciudad como si todo se concentrase en un impasse infinito, en un paréntesis, porque todo lo que ocurra después ya habrá ocurrido cuando se acabe este viaje. Tan pronto. Y parecerá que ha pasado apenas un instante.

La huída hacia delante sin saber por qué. No sentía la habitual anticipación que siempre me acompañaba en cada viaje. Tampoco cosquilleaban las mariposas de la aventura, como si el lastre de los últimos tiempos me anclara a un lugar frío. Como si la maleta cargara con el peso del último día de lluvia, del último pañuelo humedecido en nostalgia, de la última mentira, del último pecado, de la última tragedia.

Como si buscara, en el caos de esta ciudad, ordenar mi propio caos.

El hogar, ¿dónde está el hogar? ¿En qué lugar de tu cabeza puedes dejar caer el abrigo después de volver del frío? Deshacerlo todo y ponerlo boca arriba para rehacer el puzzle. Comprender, en la jungla urbana, cuál es el secreto que hace que pongas un pie delante de otro todos los días, te levantes y te acuestes respirando rítmicamente a la vez que tu pequeña tuerca gira en el inmenso engranaje de la sociedad. Comprender. No buscar respuestas, sino nuevas preguntas. Es la única forma de comprender. No, no era la primera vez que huía hacia adelante, ni sería la última.

Y el track-track-track-track de los raíles hundiéndonos en un túnel, la luz parpadeando sobre nuestras cabezas, el silbido de cada parada. El niño que me miraba en su asiento frente a mí, apenas ocho años y ya había aprendido a ponerse un pendiente. Pero todavía no sabía fingir indiferencia.

Mi sonrisa le hizo enrojecer y mirar rápidamente hacia otro lado.

Tal vez ya estuviera aprendiendo.

Salí del metro y crucé Chinatown en busca del Hotel Más Barato de Greenwich Village. Fue como atravesar dos mundos en una hora.

Sólo recordaba Nueva York de un lejanísimo viaje de niña, el cuello izado hacia las vertiginosas cimas de los edificios y 5th Avenue bullendo con businessmen y mujeres con caniches, hippies portando pancartas anti Nixon y kioskos de perritos calientes en cada acera.

Esta vez, el bullicio de aquella mañana al sur de Manhattan me despertó del viaje con una bofetada multicolor. Allá al fondo se percibía la escalera horizontal de los rascacielos, pero aquí todo era lámparas rojas, dragones de papel, guirlaches de colores y pollos descabezados colgando tras las ventanas de los restaurantes.

Los coches volaban a mi paso ahogando el soniquete de mil cascabeles, la gente se amontonaba en las aceras, olor a arroz frito mezclado con el regusto dulzón del aceite de cacahuete. Cascabeles. Voces babélicas. Camiones llenos de calabazas dulces. Y mi sombra serpenteando, cansina, por las aceras maceradas en salsa de soja.

A la entrada de Bowery Street, China se disolvía para dar paso a las tiendas de muebles y cachivaches de cientos de inmigrantes peruanos, colombianos, mejicanos, que tomaban el sol de la mañana a la puerta de sus locales. “¿Cómo te llamas, mamita?” me preguntaban, interpretando al vuelo mis facciones españolas. Pero podía haber sido cualquiera, como siempre que me marcho a perderme en algún lugar. Puedes ser quien quieras donde nadie te conoce, y a la vez – o precisamente por eso - ser mucho más que nunca tú misma.
(Foto: Vista de pájaro, Empire State Building)

miércoles, septiembre 27, 2006

No time for philosophy (V) - y último.


Image and video hosting by TinyPic


- 5 -

Seguí bebiendo quina. En realidad, no me quedaba mejor opción.

Arramplé con lo que quedaba de la botella, que era más de la mitad, y me entretuve contando las lucecitas carmesí que se desprendían de mi vaso bajo el reflejo de la lámpara del techo.

Mientras tanto, Emmanuel había aceptado la oferta sin muchos miramientos: se esnifó la raya y se guardó el billete en la cintura de la toalla. Y, con la parsimonia que le adornaba, se sentó en un sillón a departir con Thomas como si se conocieran de toda la vida.

Thomas, el hombre de blanco, se arrimaba al pecho desnudo de Emmanuel como intentando aspirar su esencia. De vez en cuando, le daba golpecitos en los hombros con el bastón. Yo había llegado a un punto en el que lo observaba todo como si fuera una película. Oh, when the saints go marching in, cantaba Louis Armstrong en mi cabeza, y doscientos santos mártires hiper-coloreados como en un cuadro de Andy Warhol, me sonreían deslizándose frente a mis ojos en una caravana kitsch y folclórica. Todos repetían metódicamente la famosa frase de Cioran: “La mentira es una forma de talento”. Y reían, reían, reían abiertamente lanzando destellos blancos que me cegaban.

Lo siguiente que recuerdo es que Raúl estaba sentado a mi lado, sujetándome la mano y abrazándome por los hombros.

- ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Por qué lloras?

En ese momento noté que tenía la cara cubierta de lágrimas.

- Maldita quina...
- Túmbate, te sentirás mejor.
- Maldita quina, y malditos santos mártires. ¿Nadie os ha dicho nunca que es mejor ser ciego que santo?
- ¿Se puede saber de qué hablas?
- Iros todos al infierno. Pero ya.
- Niña, te ha dado fuerte...
- Y tú, Emmanuel.. ¿por qué no vuelves a tus bosques llenos de lobos? ¡Enciérrate en un monasterio moldavo! Get thee to a nunnery: why wouldst thou be a breeder of sinners?

Emmanuel me miró y su boca se reveló en una sonrisa cómplice:

- ¡Hamlet!
- Eso, Hamlet. Hazte el loco, Hamlet.
- Está oficialmente borracha – suspiró Thomas.
- Estoy oficialmente cuerda. De pronto. Lleváoslo de una vez.

Me levanté y fui directa al baño. En el suelo yacía la ropa de Emmanuel, un poco húmeda y arrugada. La recogí y añadí una camiseta gris de mi colección, que al menos sería más discreta que aquel top de malla. Volví al salón y le entregué todo a Emmanuel, que no rechistó y se vistió en silencio.

Los demás me miraban sorprendidos, sin atreverse a decir palabra. El silencio era recortable y troquelable. Cuando el chico estuvo listo, recogieron sus cosas y les acompañé a la puerta. Raúl me prometió llamar. Thomas hizo una reverencia. Emmanuel me miró desde la distancia de trescientos mundos desmoronados, y me susurró al oído:

- Celan. Pour Bertolt Bretch.

Cerré la puerta y me dejé arrastrar hasta la estantería del dormitorio. Cogí la edición bilingüe de Celan y busqué aquel turbador poema:


Una hoja, sin arbol
para Bertold Brecht:

¿Qué tiempo es éste
en el que una conversación
es casi un crimen
porque incluye
tantas cosas explícitas?



Me quedé un buen rato mirando amanecer por las ranuras de las cortinas semiabiertas. Tendría que pensar en ir a trabajar... y beber varios cafés.

No me esperaba un día fácil... pero conseguí sonreír.

viernes, septiembre 22, 2006

No time for philosophy (IV)

- 4 -

¿Nunca os ha ocurrido sorprenderos de pronto como observadores de la película de vuestra vida, una especie de instantánea sacada de la polaroid de la cabeza? Ya sabéis, esos momentos en los que de pronto sales del sopor cotidiano, abres los ojos hacia dentro y te dices, “¿Cómo demonios he llegado yo hasta aquí, y - lo más importante - por qué?”

A mí me ocurre con más frecuencia de lo normal. No podríamos decir que llevo una vida especialmente excéntrica, ni especialmente exótica, ni caótica. No desde hace mucho tiempo. Pero el caos me encuentra siempre. Aparece de cuando en cuando en la puerta, se quita el sombrero y saluda con una reverencia: ”aquí estoy de nuevo, nena.”

Siempre me pregunto qué es lo que le atrae de mí. Al fin y al cabo soy una pobre candidata para sus atenciones: trabajo en una oficina, pago a Hacienda y tengo un gato. Se me podría archivar en la N de “normal”. Es un gran gran enigma... tal vez porque me niego a asumir mi responsabilidad como elemento cómplice del delito. Debería apuntarme a un grupo de Caóticos Anónimos, colocarme una pegatina con mi nombre en la solapa, presentarme con rostro taciturno y anunciar: "Me llamo Alicia y soy víctima del caos aleatorio. Pero lo puedo dejar cuando quiera.”

Como siempre, tras este ya familiar diálogo interior parpadeé un par de veces y volví a la escena de los hechos.

Thomas y Raúl estaban en el salón. El primero observaba con cierto rictus jocoso los cuadros estilo “Art Noveau” de las paredes, y el segundo cortaba ufano unas rayas de cocaína sobre un CD de Duke Ellington.

- ¿Vais a querer algo de beber con eso? – pregunté.

Me estaba empezando a quedar sin vasos limpios.

Thomas elevó la vista bajo el ala del sombrero y me sonrió:

- Gin Tonic on the rocks con un poquito de limón fresco, cariño.
- Me temo que no tengo ni ginebra ni limón.
- Qué desastre, ¿no?
- Me queda una botella de Quina Santa Catalina.
- ¡Qué divertido! Sírvenos un poco, anda.
Saqué la botella con el virginal y radiantemente colorido rostro de la santa en la etiqueta, un cuenco con hielo y el resto de mi humilde colección de vasos. Raúl terminó su concentrada tarea y ofreció una ronda.

- Me temo que no me combina bien con la quina.
- No me seas poetisa y esnifa.
- Vamos al grano, chicos: ¿Qué hago?
- Primero habrá que verle, ¿no? – dijo Thomas, que evidentemente estaba disfrutando con la situación.
- Sí, supongo. Voy a buscarle.

Llamé a la puerta del baño, y un par de “hums” me indicaron que Emmanuel estaba a punto de hacer su aparición. Esta se materializó en unos pocos minutos. Estaba desnudo, el pelo mojado cayendo en mechones amarillentos sobre su cuello, y mi toalla favorita, la azul, alrededor de su breve cintura.

Parecía ojeroso y un poco pálido, pero al menos olía bien.

Le acompañé al salón como quien presenta a una debutante en su baile de puesta de largo.

- Chicos, este es Emmanuel.

Raúl aspiró un par de veces por la nariz y sonrió amablemente. Thomas se acercó sin miramientos a Emmanuel, le puso ambas manos sobre los hombros, le empujó un poco hacia atrás y le observó con los ojos entrecerrados.

- Vaya, vaya, vaya.

Emmanuel se mantuvo inmóvil, como si estuviera acostumbrado a que le evaluaran. Y seguramente lo estaba.

Thomas inclinó la cabeza levemente hacia un lado y miró a la toalla.

Emmanuel siguió su mirada y encogió los hombros.

Thomas le quitó la toalla de un leve tironcito y dio un par de pasos hacia atrás, las manos unidas por delante, y la expresión más concentrada e introspectiva que nunca.

Tras la ducha, y sin su disfraz de rapero de mercadillo, el aspecto de Emmanuel había mejorado considerablemente. Incluso sus genitales parecían mucho más pulcros y decentes. Me recordaba a las níveas estatuas de San Sebastián atadas a un árbol y acribilladas de flechas. Empecé a sentir compasión.

Thomas se sirvió otro chupito de quina y dio su veredicto:

- Puede servir.

Raúl seguía sonriendo desde el sofá, manos a la obra de nuevo.

Me acerqué a Thomas.

- Perdona, pero, ¿qué piensas hacer con él?
- Ponerle a servir copas, bailar, y limpiarme la casa.
- ¿Nada más?
- Eso para empezar. Pero como se porte mal se va a la calle.

Emmanuel no decía palabra. Se había vuelto a poner la toalla y estaba bebiendo la Santa Catalina con los ojos fijos en el concienzudo trabajo de la tarjeta de crédito de Raúl.

Me senté, me bebí un vaso de tubo de quina de un trago, y miré al pobre muchacho.

- Emmanuel, ¿quieres trabajar con él? – dije, señalando a Thomas.
- ¿Trabaharr?
- Work. Work. Bar.
- Bar?
- Yes, bar.
- How much money?

Raúl le pasó el CD de Duke Ellington coronado por una hermosa raya y un billete de cincuenta euros enrollado.

- This, every day.