martes, febrero 28, 2006

Being yo Malkovich

Hace cinco minutos, cuando subía en el ascensor de vuelta a mi despacho, de fumarme un cigarrito a la fría intemperie, con la nariz helada, pero aún así obediente con la Ley Nacional Antitabaco, ciudadana de no-a-pie, ciudadana volada, ciudadana aleteante en el mar de obligaciones ciudadaniles, hace cinco minutos, digo, compartí ascensor con dos chicas jóvenes y energéticas. Su conversación era la siguiente:


Chica A: Creo que tengo posibilidades. No sé, pero esta vez me da en la nariz.

Chica B: Si es que todavía te queda tabique, so guarra.

Chica A: Calla, tonta. Que ya me han llamado para la segunda prueba.

Chica B: ¿Y de qué era?

Chica A: Joder, pues te lo dije. Es de prostituta, con un par de frases muy graciosas.

Chica B: Vaya. Suena bien.

Chica A: Sí, me toca llorar también.


Y, no sé por qué, volví corriendo a mi mesa y miré el reloj de la esquina inferior derecha de la pantalla. Aunque ya sabía a qué venía y por qué miraba… exactamente veintiocho minutos para que se terminara la hora de la comida. Es decir, veintiocho minutos para ser yo.

Porque no se puede escribir bien si se piensa lo que se escribe. En estos próximos veintiocho minutos voy a ser yo, mil veces yo, sin un papel cojonudo que llevarme a la boca, sin un enfoque contrapicado para encuadrar bien la escena dramática de la violación a punta de navaja donde quedaría tan perfecto meter un breve monólogo tragicómico mirando directamente a la cámara para darle unas pinceladas almodovarianas a la situación. Sin misterios.

Porque le doy tanta cuerda a la materia gris antes de dejar que se licúe como un helado de vainilla (gris) al sol, que luego todo me sabe mal, me huele mal, me sienta mal. Escribir podría ser, efectivamente, una de las pocas experiencias a la vez dolorosas y placenteras en igual medida. Como un domingo por la tarde. Como un tamal lleno de guindillas. Como el brillo esplendoroso y rojo de la sangre recién vertida. Como una buena sesión de sado. Sólo nos queda esto, sufrir-reír, vivir tan rápido que nunca lleguemos a tiempo, y así quedarnos siempre jadeantes con la euforia de quien espera impaciente el momento de llegar a su destino.

He roto con la segunda persona. He roto con la tercera. Hoy soy yo. En primera persona y en estado de importancia supina, yo, subida a un autopedestal en un Hyde Park ficticio, verde y reluciente, recién sacado del hipocampo, yo saludando impaciente a un mar de yoes que pasean por la hierba preguntándose quién es esa yo que se ha atrevido a subirse a un pedestal de cartón-piedra. Being Yo Malkovich.

Y todo esto es para decir que no me gusta interpretar papeles, ni me gustan los impulsos que me lleva a desearlo, que no sé qué tiene de excitante poder envolverte en celofán de distintos colores según el tipo de reacción que quieras despertar en los demás. Sólo eso, que hoy soy yo y punto. Y tal vez mañana también, o tal vez el día de mañana. Así, a medio-camino-entre-hoy-y-nunca.

Pero, si no me quejo, en serio, no me quejo de nada.
Hoy no hay casi nadie en la oficina, tengo espacio y tiempo a mis anchas y este bien podría ser el salón de mi casa, si es que existiera un universo alternativo en el que yo tuviera un salón con una mesa escritorio del tamaño de mi cuarto de baño. Además sólo tengo que girar la cabeza veinte grados a la izquierda para percibir que el sol de las tres y media de la tarde está saliendo tímidamente por la ventana y va borrando poquito a poco la sombra de la pared del edificio de enfrente. O arrastrándola mientras se va… yo qué se, por no saber ni siquiera sé si las sombras del sol se mueven hacia la derecha o hacia la izquierda a las tres y media de la tarde, o si el verde del parque de enfrente (igual que el Hyde Park de mi hipocampo) es tan verde porque la reflexión de los rayos del sol produce diferentes tipos de vibraciones o simplemente porque la han pintado así.
De pronto da igual haber olvidado todo principio de biología, de ciencias naturales y de astronomía, he olvidado el por qué de las cosas, y aún así se despierta el gusanito en el estómago al ver el brillo iridiscente sobre los ladrillos, sé que el sol está ahí, y el cielo es tan azul que casi duele, y que se han escrito millones de frases con millones de composiciones gramaticales diferentes solamente para describir ese azul en combinación con ese rayo anaranjado sobre los ladrillos y el verde radiante de la hierba del parque. Que esto es Madrid, pero aún así se podría coger un trocito, enmarcarlo con una ventana cualquiera y encontrar ochocientos mil colores juntos en un mismo enfoque.

Y el gusanillo del estómago se hincha, se mueve por dentro, abre las alas, se fisiona en doscientas mil mariposas que, absurdamente, van a provocarme un momento de felicidad efímera porque sí, por pura decadencia, porque hay un naranja, un azul y un verde y aunque hace un frío del carajo parece casi un cuadro de Van Gogh flotando tridimensionalmente tras los cristales, y yo que me he sentado aquí para ser yo me achico, me hundo en la silla, me diluyo, y me convierto en una pequeña pincelada más.

domingo, febrero 26, 2006

De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita.


... De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «BÉBEME» hermosamente impresa en grandes caracteres.

Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.




La tarde era radiante, con esa luz que traspasa las pupilas y lo adorna todo de iridescencias.

Todavía en el portal, se quedó observando el cielo mientras sus dedos se deslizaban lenta e inconscientemente por las letras grabadas en el cobre de la placa del psiquiatra.

“Doctor Doria”, recordaban sus dedos.

Lo había elegido por su nombre Wildeano.

El papelito, su pequeño pasaporte lejos del Vacío, estaba a salvo en el bolso de lana gris. Su pequeño pasaporte. Acarició también el bolso y se echó a andar.

Sí, imaginaba esa tarde iridescente. Quería que lo fuera. Deseaba intensamente que esa tarde de febrero no fuera como las demás tardes de febrero. Porque, andando por la calle, vestida de ciudadana estándar con su abrigo azul y su importante bolso de lana gris, rozando levemente los demás abrigos que pasaban a su lado transportando a los demás ciudadanos estándar de a pie, ahí, andando, en movimiento sobre el asfalto, imbuída en esa luz de mil diamantes sucios de polvo, se disponía a intercambiar su vida con la de otra mujer que aún no conocía.

Encendió el mp3, se ajustó los cascos y dejó que sus pies imitaran el ritmo candente de Chavela Vargas. Y así puso marcha a su camino, canturreando:

Dicen que no tengo duelo, Llorona,
Porque no me ven llorar.
Hay muertos que no hacen ruido, Llorona
Y es más grande su pesar.


... por lo bajo, como si nadie fuera a darse cuenta. De todos modos daba un poco igual: el asfalto seguiría siendo asfalto, los ladrillos ladrillos, la gente seguiría mirándola al pasar, las miradas de sorpresa seguirían siendo las de siempre, las sonrisas disimuladas las de siempre, y ella simplemente otra muñeca rota, otra princesa sin diadema, otra puta sin clientes, otra niña vieja, otra anciana sin arrugas. Pronto sólo sería una de ellas o ninguna. O todas a la vez. Pero, sin duda, sería otra.

En todo caso, sabía que era un momento de adiós. Un adiós suave, gradual, escalonado, medido por veintenas de miligramos.

¿Cuántos obstáculos tienes que esquivar en la vida antes de pararte ante uno totalmente inesquivable? ¿Cómo reconocerlo? Cada uno mide su umbral con un baremo diferente, y hay hasta quienes encuentran una forma de vivir así, con los pies siempre fríos y temblando al borde del abismo. Sin puentes ni muletas.

Pero ella no podía con el vértigo. Era su obstáculo insalvable, y cruzar ese puente entre la placa de cobre del Dr. Doria y su destino era el mayor acto de humildad, valor o cobardía que había cometido en toda su vida.

Se imaginaba a su nuevo amante esperándola en casa, sentado en el sofá, con la mirada velada por el ala del sombrero. Sí, tenía que llevar sombrero, definitivamente, porque era su hipnotizador-gurú. Llevaría chistera. Y sería mucho más hábil que Houdini, más guapo que David Copperfield, más elegante que Anton LaVey, más sofisticado que Aleister Crowley, más erudito que Franz Mesmer.

Se lo imaginaba joven y entregado, vestido de oscuro, enarbolando una arrebatadora sonrisa ladeada mientras balanceaba el péndulo frente a sus ojos y la tomaba por la cintura delicadamente cuando ella cayera en ese largo sueño de ojos abiertos. Se imaginaba cómo, entonces, él volvería a sonreir y la llamaría, con la voz muy tenue, entre susurros, por un nombre que no era el suyo.

La tarde era radiante. El Vacío quedaba lejos. La derrota estaba firmada.

Se quitó los cascos y se paró frente a la pequeña puertecita. Y esperó un rato mientras la gente entraba y salía, envuelta en su cotidianeidad. Esperó hasta que se dio cuenta de que de nada servía.

Respiró hondo y entró en la farmacia.