domingo, abril 02, 2006

El espejo negro

Alguna vez he pensado que tal vez me equivoqué contigo.


Siempre fuiste un desastre. Recuerdo aquella mañana de domingo en el parque, el día que nos aventuramos a hacer un picnic. Casi incendias media ciudad al encender la pequeña barbacoa. Me quemé dos dedos al intentar apagar el fuego con el mantel y me salieron tres ampollas brillantes como globos, incrustadas entre la carne chamuscada. Aquella noche las lamiste con ternura. Me decías: “Están saladas, están saladas” y sonreías. Luego hicimos unos cuantos chascarrillos horteras sobre las barbacoas y las salchichas, y tú te pusiste encima suavemente mencionando no sé qué marca de embutidos alemanes con salsa picante. Recuerdo que esa noche estabas especialmente bella mientras te mecías empalada en mí. Y yo, me olvidaba totalmente del dolor.

Alguna vez me quedé en trance simplemente mirando el brillo de tus cabellos castaños. ¿Recuerdas los atardeceres dorados en el balcón, cuando la luz se teñía de naranja y malva? Yo cogía un mechón de tu pelo en una mano, lo doblaba a la luz del sol y me quedaba hipnotizado mirando el chorro espeso de miel descendiendo incandescente hacia abajo. Tú me hacías girar los ojos hacia la puesta de sol para mirarte en ellos, y susurrabas: "mi espejo negro".

Me pregunto por qué me llamabas eso. Mis ojos no son negros; sabías perfectamente que en ciertas luces tienen reflejos castaños y ese peculiar puntito oscuro encima del iris que tanta gracia te hacía. Lo llamabas el satélite.No deberías haber ennegrecido mi mirada. Siempre quise que fuera clara para ti. Sin satélites, sin motas que te distrajeran; simplemente un lugar donde verte reflejada, porque sabías que yo sabía quién eras y la mejor respuesta estaba ahí cuando caías prisionera del abismo y llorabas asustada sin recordar tu nombre. No, no son negros. Mis ojos nunca fueron negros.

Nunca me viste tal como soy.

Cuando gritabas, yo sólo quería hacerte callar con un beso. ¿Por qué no entendías que eso era lo único que quería? ¿Por qué me retirabas la cara? Sólo conseguías hacer el precipicio más y más alto, poner roca sobre roca, hasta que no había más remedio que saltar. Y yo te lo intentaba explicar. Recuerdo una noche; habías gritado mucho y yo te pedía perdón mientras iba mojando tus mejillas de lágrimas. “Pruébalas, están saladas”, te decía para apaciguarte. Pero mirabas hacia otro lado, y eso dolía. No te imaginas cuánto. Te notaba lejana, te sentía lejana, y a pesar de mi dolor tenía que hacértelo comprender.
El día que fui a buscarte a la puerta del trabajo, aquel martes de noviembre... ¡Qué guapa estabas! Puedo verlo como si fuera hoy. Llevabas el abrigo de lana verde y me sonreíste al entrar en el coche, llenándolo todo de un rastro invisible de jazmín. Yo apartaba la vista de la carretera y te miraba, arriesgando nuestras vidas entre el tráfico caótico de hora punta, y tú te retorcías nerviosa. Pero te mordías el extremo derecho del labio, y eso siempre fue señal de que estabas excitada. No lo niegues, te encantaba. Y tus muñecas eran tan hermosas cuando te agarrabas al cinturón... creo que cada vez que miraba aquellos huesecillos infinitamente frágiles y delicados sobresaliendo por tu piel de porcelana me daba un vuelco el corazón. Como tu nuca.
Tu nuca era la cosa más delicada del mundo. Especialmente ese pequeño valle que se marcaba en el centro, tan infinitamente suave. Exhibías tímida, temerosa con orgulloso poder mis regalos: aquellas líneas rojas con pequeños puntitos morados en las muñecas y la nuca, las marcas tribales. Más valiosos que cualquier pulsera de diamantes o cualquier collar de rubí.

Me fascinaba el contraste del rojo con tu piel tan blanca.

Cuando más te amé fue cuando empecé a jugar con los hilitos de sangre entre tus muslos, dibujando estrellas y corazones con la yema de mi dedo y la punta del escalpelo. Creo que te oía suspirar, y hasta te mordías el extremo del labio. No lo niegues. Me encantaba el olor de aquella menstruación falsa, sólo mía. Yo te hacía mujer y yo estaba por encima de las leyes de la naturaleza. Y te miraba y tú llorabas. Y me hacías llorar, no sé si de felicidad o de ternura. Tan bella. El cuero te favorecía mucho, por eso lo elegía siempre para enganchar tu delicado cuello, tus muñecas perfectas y tus finos tobillos a la cama, y deleitarme con la combinación de cuero y sangre entre tu cuerpo de manteca batida.

Pero a veces he pensado que tal vez e equivoqué contigo. No eras perfecta: No te dabas cuenta de que mis ojos eran castaños. Que te quería tanto o más que a mi vida.
Que yo marcaba las reglas porque tú me implorabas que las marcara. No llegaste a entenderlo del todo, mi vida. Y, por eso, a veces me arrepiento de haberte dado el poder de la inmortalidad haciéndote mía. No sé si te lo merecías del todo... No pienses que soy cruel, perdóname. No quisiera ofenderte ni hacerte llorar. Pero permite que tenga esta pequeña duda... que tal vez... tal vez... no merecías estar al otro lado de mi espejo. Lo que me hace sentir aún más generoso en mi misericordia: hubieras sido demasiado desgraciada estando viva.