miércoles, junio 28, 2006

Sírvase variar Usía / La forma de chimenea.

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Hoy, toca des-ficcionar.

Estaba yo ensimismada en mis cosas, entre estas cuatro paredes donde me gano el pan. Faltaba media hora para marcharme. Normalmente me entrego a mi trabajo con la desgana suficiente como para hacerlo bien; de hecho, intento seguir la máxima de mi antiguo jefe: “ahí donde estés, intenta divertirte”. Pobrecito él, que al final ha acabado en Bruselas generando sesiones de debate sobre la fisión justo al lado del Plaza del Átomo. Allá él. Cada uno adapta sus desviaciones como puede.

Pues eso, que estaba yo ensimismada, visualizándome en un Chevrolet desvencijado por las carreteras secundarias de Tijuana, con una botella de tequila y una Mágnum cargada, mientras acababa de organizar una tirada especial del Handbook on Nuclear Law para políticos, contrastando mi base de datos con el librito Los Cargos en el Poder y haciéndome cargo, no obstante, de que poder, poder, lo que se dice poder, pocas veces se puede. Pero se intenta.

Y sintiéndome, de pronto, muy muy muy muy muy viejecita. Viejuna elevada al séptimo cociente.

Sí, estaba yo en esas. El aire acondicionado a 21 grados, la sangre gélida, la cabeza fría, el cerebro refrito y regenerándose despacio, el tiempo parado en un impasse infinitus, cuando de pronto arribó a mi lado el Excmo. Sr. D. L.G.J., sonriente y octogenario, planchadito, repeinado, y me entregó los siguientes artículos para picar, corregir y maquetar:

“Los nuevos métodos de datación con carbono-14 precisan fechas importantes de la historia antigua”

“La edad del cuerpo humano y la de sus órganos y sistemas”

“El enriquecimiento isotópico por láser”



Yo le miré. Él me miró.

Le volví a mirar. Y dije:

- Gracias, Don L.

Don L. me miró y dijo:

- Parece que estuviera dándome las gracias por dejarle caer la guillotina sobre su cuello, Srta. A.

- Me haría usted un enorme favor, Don L.

- ¿Y quién me va a corregir la sección de isótopos?

- Tiene razón. Qué descortesía por mi parte.

- ¿Y quién me va a buscar datos sobre los nuevos estautos del I.A.E.A.? (*)
- Está usted totalmente en lo cierto, Don L. Hasta que no den las tres, no me suicido. Qué digo, voy a esperar a que Vd. se jubile.

- Señorita A., yo me jubilé hace dieciocho años. Esto lo hago por placer.

- Eso me temía, Don L.

- ¿Está usted segura de que está donde quiere estar, Srta. A.?

- No.

- Bien, pues déjelo todo y vayamos ahora mismo a tomarnos una clara de cerveza y hablar de Honoré de Balzac.

Eso hicimos. Y por el camino me fue recitando un poema que había escrito un difunto ex compañero suyo de la Real Academia de Ciencias, algo que rezaba así como:

Sírvase variar Usía
La forma de chimenea,
Y basarse en las ideas
Admitidas hoy en día
Según las cuales las ondas
Del humo son evacuadas
Muy mal, cuando son cuadradas
Y muy bien, si son redondas.

Al final sí que hablamos de Balzac. Y de Oscar Wilde. Y de la asimetría del tiempo. Y me fui a casa algo más redonda y menos cuadrada.

No sin ganas de empinar esa botella de tequila, empero, que en todo caso sigue esperando.

(*) International Atomic Energy Agency

viernes, junio 23, 2006

Estamos de fábula tú y yo.



Nota: pido de antemano disculpas por esta pastelada. No se volverá a repetir.

(para quien ya sabe)




Érase una vez un gorrioncillo con las alas rotas, encerrado en una jaula plateada.

No había sido siempre así: de pequeño volaba y surcaba cielos con ínfulas de águila. Vivía en el aire la mitad de sus días; le encantaba dejarse llevar por las corrientes y flotar como una cometa sobre los primeros rayos de la aurora. ¡Y cómo trinaba! Era todo un espectáculo cada vez que hinchaba su pequeño pecho al sol rosado del amanecer y componía estrofas de múltiples registros, como un experto trompetista de jazz.

Una mañana de otoño, sin saber muy bien por qué, se despertó con un ala rota. Estaba como doblegada sobre sí misma, mate, con las plumas peladas y desperdigadas, deslustrosa y torcida.

Salió a tientas del nido procurando no despertar a sus padres e intentó volar hasta la rama más baja del árbol. Pero sólo fue capaz de batir el ala buena y cayó en picado sobre la hojarasca seca del otoño.

Afortunadamente, su madre lo vio caer y bajó a por él, angustiada:

- ¿Qué te ha pasado?
- No sé, se me ha torcido el ala izquierda.
- Bueno, no te preocupes, ya lo enderezaremos. Pero quédate aquí, no te vuelvas a hacer daño.

Y ahí se quedó.

Llamaron a varios eminentes doctores – tucanes, flamencos, imponentes aves del Paraíso, pero no había forma: estaba enganchada a sí misma. Al pobre gorrioncillo sólo consiguieron arrancarle unas cuantas plumas y deformarle aún más.

Así que fue creciendo encerrado entre las sombras del nido. Todavía , algunas mañanas, trinaba al amanecer, sobre todo cuando el tono rosado del cielo se tornaba anaranjado y se le hinchaba el pecho sin querer, y se le llenaban de tonos dorados las alas y no podía evitarlo.

Incluso aprendió a desplazarse entre las ramas a saltitos, usando el ala buena para deslizarse hacia abajo y pasear por el suelo buscando castañas o gusanillos o cualquier cosa con que distraerse. Y no le iba tan mal. Por las tardes, cuando caía el sol, su madre volvía a recogerlo.

Una mañana de invierno, despertó y tenía el otro ala exactamente igual: Contraído, inservible, arrugado y mustio.

Pero ya no era un gorrioncillo cualquiera: era un gorrión.

Empezó a hacer frío. No podía salir a por comida, y sus padres ya no estaban para trotes. Empezó a asustarse. El nido empezó a tambalearse.

Le construyeron unas rejillas de plata, un techo, un suelo, un bebedero y un pequeño receptor para el pienso seco con un espejito para que se entretuviera. Y le dejaron ahí, bajo la tutela de los cuidadores, guarecido del frío y protegido de la gravedad.

Cerró la puerta. Se olvidó de aquellas auroras y del rosado y naranja del cielo. Y dejó de trinar.

Pasaron dos años.

Y casi casi estaba acostumbrado cuando, de pronto, un día de primavera, una palomilla se acercó a las rejas.

- Eh, tú
- Hola.
- ¿Qué haces ahí metido?
- ¿No ves mis alas?
- Sí.
- Déjame ver.
- Mira.
- Vaya, no pinta nada bien.
- No, pero puedo imitar a un pollo asado... mira.

A la palomilla le hizo gracia su ocurrencia. Le salieron chispillas de los ojos.

- ¿Y no te aburres?
- Mucho. Claro. ¿Y tú, qué haces por aquí?
- Andaba perdida.
- Quédate un rato.
- Claro.

A partir de ese día, la palomilla le visitaba durante unas horas todas las tardes. Se hicieron muy amigos. Se contaron secretos. Se rieron tanto que hasta escandalizaban a las ardillas.

Ella empezó a describirle los amaneceres rosados y naranjas, y sin darse cuenta, un buen día, el gorrión empezó a cantar de nuevo. La palomilla, sorprendida, le dijo:

- ¿Sabes? Es la primera vez que escucho cantar a un gorrión.
- ¿No oyes los trinos?
- Sólo los tuyos.
- Será la acústica de la jaula.
- Será.

Una tarde, la palomilla se vio reflejada en el espejito.

- ¿Esa quién es?
- Eres tú, ¿no lo ves?
- ¿Realmente soy así de guapa?
- Sí, y no sólo eso, eres mi única amiga.

Los ojos de la palomilla volvieron a chisporrotear.

- ¿Puedo entrar a mirar?

El gorrión titubeó un poco, pero muy poco: hacía mucho que tenía ganas de tocar sus plumas suaves y blancas y de restregar la cabecilla contra la suya.

Abrió la puerta.

La palomilla entró y se volvió a mirar en el espejo, esta vez con mucho más interés.

Y el gorrión se colocó justo detrás.

- ¿Qué ves?
- No sé, pero te he visto ahí detrás muchas otras veces.
- ¿Justo así?
- Justo así.
- ¿Y qué piensas?
- Pienso que ya no estoy perdida.

Durmieron acurrucados.

Por la mañana, el gorrión despertó y vio que, en el lugar de su ala izquierda otrora maltrecha, había un trocito de un suave ala blanca de paloma.

Ella le miraba sonriente, disimulando el muñón donde antes había estado la otra mitad de su ala izquierda.

- Pero, ¿qué has hecho?
- ¿Importa mucho?
- No puedo quedármelo...
- Ya es tarde. Pruébalo.

Salieron los dos, él tambaleándose y ella intentando acostumbrarse a su ala y media para poder compensar la falta de balance.

Volaron un poquito. La palomilla lo sujetaba por el ala mala y él conseguía mover el otro con un poco de esfuerzo.

Llegaron hasta lo alto de una colina, y de nuevo el rosado y naranja del sol tiñó sus alas de dorado. Y se le hinchó el pecho. Y consiguió lanzar unos débiles trinos al aire.

Volvieron a la jaula, algo eufóricos.

Pero el gorrión, agotado, entró y cerró la puerta.

La palomilla lo miró desde fuera sorprendida:

- ¿No me dejas entrar?
- No puedo. No sirvo.
- ¿Y yo, qué hago con mi media ala?
- Quítamela.
- No puedo. No puedo recosérmela. Ya no me pertenece.
- Pues te la iré devolviendo como pueda. Pero a mí no me sirve. No tengo fuerzas.
- ¿Y dónde voy yo ahora? ¿Y cómo voy a cuidarte? ¿Y cómo voy a enseñarte la aurora? ¿Y lo que es peor, quién me va a cuidar a mí?
- No puedo. No puedo.


La palomilla se quedó esperando, fuera, un buen rato. Asustada, entristecida, apocada.

Pegó un brinco torpón y salió, tambaleándose con su ala y media, golpeándose contra las ramas de los árboles y buscando un lugar donde dormir, dormir, dormir, hasta que el tiempo sólo fuera un recuerdo.

domingo, junio 11, 2006

Sublime sans interruption

Pont Neuf


Le Dandy doit aspirer à être sublime, sans interruption.

Charles Baudelaire
(Para H.)

El hombre del abrigo gris entró en el Café Les Deux Magots. Al abrir la puerta, los faroles amarillentos de la fachada le iluminaron la frente proyectando sombras bajo sus ojos, boca y nariz que le aportaron, por un momento, un aspecto aún más tétrico y enfermizo.
Sin embargo, su pelo negro arremolinado, sus ojos grises vivos como ascuas, gritaban en silencio que aún esperaba el milagro.

Se retiró un par de gotas de lluvia de la mejilla con la palma de la mano, respiró hondo, y se acercó con paso cansino hacia el centro del café. Miró a su alrededor, inquisitivo. Sólo hacía un mes que venía a este café, y todavía no se había hecho amigo de los habituales. Ni siquiera sabía si él podía considerarse “habitual”. Su boca dibujó un irónico gesto torcido al pensar en el juego de conceptos: ¿Acaso la muerte, su sombra, es habitual? El problema es que la respuesta siempre es “sí”.

Miró hacia atrás esperando ver a la Parca asomada a los ventanales, sacándole la lengua con sorna y escribiendo en la humedad del cristal: “No escaparás”.

Pero ningún rostro enjuto le sonreía desde el frío de la acera parisina. Su sombra se había despegado de él por un momento, y eso era en sí un motivo de celebración.

Se acercó a una esquina y dejó caer sus huesos cansados sobre uno de los asientos semicirculares. Se desabrochó el abrigo, se ajustó el chaleco negro con falsa presunción y apoyó los codos en la madera agrietada de la mesa. Con un leve gesto de la mano derecha intentó llamar la atención del camarero de batín blanco. Caso omiso.

- Bien. Todo en orden.

Sonrió y traqueteó sobre la mesa con los dedos mientras el humo de quinientos cigarrillos, cigarros y dulces Gitanes invadía su espacio. Y ahí, en la bruma repentina, apareció ella - traslúcida y pálida como un cuadro de Monet.

- No va a venir a no ser que tenga un buen motivo para hacerlo – dijo la aparición, sentándose sin invitación frente a él.
- ¿Y el motivo podrías ser tú?
- Claro. Sólo tienes que poner cara de que realmente vas a invitarme.
- Dame un buen motivo para hacerlo.
- Soy barata.
- Supongo que es tan bueno como cualquier otro.

Milagrosamente, el camarero apareció treinta segundos después.

- ¿Desea algo, monsieur? ¿Mademoiselle?
- Absenta para los dos, gracias – dijo ella.

Era guapa, a pesar de su aspecto ajado. El pelo castaño le caía en ondas suaves bajo un gorro de lana azul y tenía unos ojos enormes, intensos, verduscos, tremendamente adultos y aún así casi infantiles en su pátina de melancolía. Se quitó el desvencijado chaquetón de piel mate, se ajustó coqueta el vestido de lana roja y sacó una pitillera de plata.

- ¿Fumas?
- No, gracias. Tengo enfisema.
- Cualquiera lo diría.

Llegó la absenta y ella dio dos pequeñas palmaditas de alegría, desperdigando chispitas del cigarro en el aire. Él la miró con curiosidad, observando la delicadeza con la que introducía un terrón de azúcar en el líquido verdusco, lo recogía con la cuchara, colocaba ésta sobre el vaso y luego lo prendía con una cerilla de madera, sonriendo mientras la cálida llama iluminaba la punta de su nariz.

- ¿No vas a beber? – dijo ella, observando su impasibilidad.
- No se me da tan bien como a ti el ritual.
- Deja que lo haga yo.

La chica tomó su vaso con un leve y repentino aire de timidez e hizo lo propio. Cuando el terrón de azúcar empezó a arder, se lo acercó otra vez con un empujoncito.

- Ahora, apaga la llama y deja caer el azúcar. Si no, se te quemará.
- De acuerdo. Tú mandas.

Bebieron, ella a leves sorbitos y él a sorbos alargados y espaciados, mirándola siempre a los ojos.
- ¿Estás bien? - le preguntaba él.
- Estoy muy bien, gracias. Ya no hace tanto frío.
- Dime, ¿cómo de barata eres?
- Oye, que yo sólo me dejo invitar. ¿Qué te habías creído? Lo que pasa es que nunca pido nada demasiado caro.
- Entiendo. Discúlpame, entonces. No quería ofenderte.
- No te preocupes. Estoy acostumbrada. Como puta cobraría mucho más. Pero no se me da bien.
- ¿No se te da bien?
- No, lo intenté durante un par de semanas y los clientes se quejaban a la madame: decían que no era lo suficientemente viciosa. Supongo que no le echaba suficientes ganas. Y eso que no fingía nada mal. Practicaba en casa, frente al espejo... hasta quedarme casi sin respiración. Pero no era lo bastante creíble.
- ¿Y qué pasó?
- Pues nada, me despidieron.
- ¿Te despidieron del burdel?
- Sí. Pero me alegro. A estas alturas igual ya tenía sífilis o un pobre niño que dejar a las puertas de Saint Germain des Prés.
- ¿Ves la torre de Saint Germain, ahí, desde la ventana? – indicó él – es una bonita iglesia. Igual no hubiera estado tan mal atendido.
- Prefiero no traer a nadie a este mundo. ¡Si ni siquiera consigo cuidar de mí misma!

El hombre sonrió con cierta tristeza. En su boca se dibujó el principio de una frase sarcástica, pero la acalló antes de pronunciarla. No podía. Por primera vez en tanto tiempo, no se sentía solo. Tampoco entendía de dónde venía esa sensación de familiaridad que le embargaba cuando el olor a violeta mustia de la enigmática mujer le llegaba entrelazado en la humareda del café.

- Bueno, ya basta de ese tema. ¿Qué haces tú en el Deux Magots? – preguntó ella, jugueteando con la cuchara.
- Había decidido esconderme aquí un rato. Tenía una cita más tarde.
La sonrisa se le apagó un poco a la chica. Musitó, disimulando desinterés:

- Oh... Bien, entonces no debería ocupar más tu tiempo. ¿Has quedado aquí?
- No. En el Pont Neuf.

Ella le miró sorprendida. Pocos segundos después, sin apartar sus enormes ojos de los de él, dejó que un ligero velo de comprensión cubriera lentamente su cara. Una vez más sonrió con ese aire tímido que parecía tan nuevo en ella y se mordió el labio inferior. Al rato, preguntó:

- Entonces, ¿vas a ir?
- Dime, ¿qué me aconsejas?
- ¿Qué preferirías?
- Que vengas conmigo o que me lleves a otro sitio.
- Yo no tengo dónde esconderte. Pero si me dices cualquier otro lugar lejos de aquí, te acompañaré.
- Muy bien. Pues pongámonos en marcha.


Se levantaron a la vez, y sus cabezas chocaron levemente. Ella rió nerviosa, se ajustó la gorra y se ciñó el chaquetón con torpeza.

- ¿Dónde vamos? – le preguntó.
- Da igual. Confía en mí.

La chica le miró durante un instante más mientras él la cogía de la mano. Luego, introdujo la otra mano con aire decidido en el bolsillo de su chaquetón y sacó un pequeño pastillero que dejó caer con un alegre tintineo sobre las deslucidas baldosas del café.

sábado, junio 03, 2006

De hospitales, hot dogs y semáforos (recuerdos de un día de invierno)

Cuando me despierto en mi cama, tengo que levantarme por el lado derecho porque el izquierdo lo tapa la pared. Pero hoy me he despertado en otra ciudad, bajo el cuadro del ángel de la guarda de mi niñez, y muy pronto, y sin mis paredes protectoras. ¿Cómo saber de qué lado levantarse? Bueno, creo que fue el derecho esta vez, el más cercano a la ropa porque me tenía que vestir a toda prisa. Y luego el olorcillo entre dulzón y agrio del hospital, veo batas verdes, blancas, rosadas... ¿qué equipo juega hoy? Planta de Coronarias. Paso una mano por debajo de la sábana y hago cosquillas subrepticiamente al pie desnudo de mi madre. "¡Quita, quita, que me matas!" dice. Y yo me río, mientras la enfermera le pasa la nitroglicerina: "Como pille por ahí una jeringuilla de esas tochas verás si te mato." Me voy a la segunda planta. Cirugía interna. Unos conocidos me dicen que la tía ya tiene fecha para la tercera sesión de "quimio". Fecha y todo, qué ilusión. Qué nervios. Blanca y radiante va la novia. Hay ya tanta confianza que hasta le ponemos motes. "Quimio". "Radio". Todo tannn bonito. Me apoyo en la ventana y veo a las monjas del convento de abajo regando los geranios. Cuando mi padre (creo que eso era en Traumatología) nos íbamos paseando hasta ese ala también y nos imaginábamos historias de terror sobre las monjas, aliñadas por todo tipo de instrumentos de tortura medieval. Será la reverberación de la memoria colectiva. Ahí, dos calles más abajo, se casaron los Reyes Católicos. Ahí, una esquina a la izquierda, me casé yo. Luego me descasé, pero ya no fue en la iglesia. Vuelvo a pasearme por el pasillo, tic, toc, tic, toc, un pie encima de cada baldosa, sin salirme de la raya. Sigue el camino de baldosas amarillas. Me pongo a saltar la rayuela al lado de la unidad de Cuidados Intensivos. Ahora soy yo la que jadea. Subo corriendo de nuevo a Coronarias, no sea que me confundan con una enferma y me hagan un cateterismo. En la habitación 326 ya ha terminado la merienda de nitroglicerina. Miro a mi madre los ojos. Qué raro que sean tan azules y los míos tan castaños. ¿De qué civilización perdida se habrá escapado? "Tienes que parar", me dice. Paro. Paro en seco. Miro de nuevo hacia el pasillo, y se vuelve a encender el semáforo en mi cabeza. Sí, no hay otra. Hay que cruzar al otro lado porque no se puede parar. El mundo es inmensamente grande y hay tantas calles que cruzar... lo que pasa es que si te mueves en el momento erróneo te atropellan. Y luego acabas ahí, en Traumatología. Me siento, pensando en que tengo que cruzar, y pienso en la Tercera Avenida. Hoy sería un día perfecto para tomarme un hot-dog al sol.