lunes, julio 31, 2006

De santos, sangre y almidón. (IV)

Capítulo IV: Rebeldía y apostasía


Manoli nunca había estado enferma.

Más allá de la ocasional gripe, su cuerpo siempre fue una fortaleza contra todo tipo de enfermedades, bichos, virus e infecciones. “Yo crecí en el pueblo, y la vida de pueblo es muy sana”, respondía ella aludiendo a tal fenómeno, “y sobre todo si trabajas duro”.

Un día fue a mirarse lo de la tos crónica, “por si me recetan un jarabe bueno”, decía. Volvió a casa con varios volantes para diferentes pruebas en un hospital. Los miraba sorprendida: “¿Por qué tengo yo que ir al hospital si lo único que necesito es jarabe?”

“Será que es cosa de viejos y hay que mirárselo”, le decíamos todos, en broma. Las pruebas se las hicieron sin lista de espera, otro evento sorprendente, y a las dos semanas Manoli salía de la consulta del médico con un papelito amarillento que contenía un breve texto con la palabra “cáncer” en el segundo párrafo.

“A ver si se han equivocado”, repetía constantemente. Pero la tos empezó a acompañarse de esputos sanguinolientos, y la radioterapia la dejó extenuada. A partir de entonces se sentaba en el sofá de flores rosadas de su cuarto de estar, nos miraba, entornaba los ojos verdes y decía: “Pero mira que tener cáncer, mira que tener yo cáncer..:”

A Manoli le creció una hermosísima cabellera.

Tras la radioterapia, el pelo le volvió a crecer más fuerte y tupido que nunca, de un castaño radiante y apenas canoso. Fue la envidia de todos. Manoli se arreglaba con minuciosidad el peinado, ahuecándoselo coqueta y peinando sus nuevos bucles para darle vida a su rostro emaciado. Nos recibía en casa con su glorioso cabello, discretamente maquillada, y flanqueada por una orgullosa Chiqui cola-agitante: “Pasad, pasad, que mirad qué bien estoy ya”.

Fue apenas unas semanas después que le mandaron a la sala de “quimio”. Manoli nos recibía entonces en el hospital, un poco irritada porque tendría que dejarse crecer el pelo de nuevo y porque otra vez le temblaba el pulso. Su respiración se volvió lenta y acompasada, los ojos casi siempre enrojecidos y su rostro más macilento. Yo me sentaba a su lado y le contaba chistes; ella me miraba y me decía: “A ver, pero cuéntame cómo te va en el trabajo, cómo estás, si tienes amigos”. Yo le mentía y le decía que todo iba maravillosamente. Pero Manoli siempre se enteraba de todo. Tras su última sesión de “quimio”, agotada sobre su sofá de flores rosadas, me entregó varios sobres con modestas cantidades de dinero cada vez que iba a visitarla. Cómo se enteraría de mis problemas económicos sigue siendo un misterio. Su radar siempre estuvo afinado, pero la radiación debió agudizarlo más. Yo siempre le decía que no era necesario; ella me miraba y decía “Pero hijita, ¿qué importa? Si me voy a morir”. Y yo me callaba, sabiendo que era inútil decirle que no iba a morirse: el radar de Manoli también era muy sensible a las mentiras.

El día que le hicieron un agujero en el estómago para que se alimentara por sonda, dejó de probar la comida. Mi madre se mudó a su casa para cuidarla. Aprendieron juntas el arte de mezclar sueros, yogures y papillas nutritivas. Manoli renunció a cambiar sus costumbres de cortesía: a la hora de la comida, se sentaba a la mesa con mi madre y se introducía sus mejunjes con jeringa por la sonda. Pulcra en todo momento, no se olvidaba de su servilletita en el regazo y – como novedad – en la maltrecha garganta.

Tras el placer de la alimentación, el siguiente en partir fue el del habla. Su inquilino no invitado creció furiosamente como un recién nacido y amenazaba con asfixiarla, así que le hicieron otro agujerito en la garganta para respirar. Y Manoli, que siempre había hablado tanto, se quedó muda.

Se compró una pizarra y una colección de rotuladores de colores, con los que escribía sin parar que hacía falta comprar esto o aquello, que fulanito estaba muy gordo últimamente, que a ver si la Chiqui necesitaba una vacuna nueva, que se moría (esto último siempre lo subrayaba, haciendo una mueca extraña con la boca y abriendo mucho los ojos – cada vez más verdes y más vidriosos.)

Manoli descubrió el arte de la ironía.

Algunos fines de semana, me quedaba con ella hasta tarde viendo la programación rosa. Precisamente entonces todo eran noticias de folclóricas que se morían de cáncer. “A ver si me hacéis un funeral como a ésa”, escribía, y se reía cansada. Yo le decía que para eso tenía que ser cantante. “Pues tengo la garganta como para aprender ahora”. Nos íbamos a la cama riéndonos, y mi madre nos miraba sorprendida desde una esquina del dormitorio que compartía con ella.

Sus visitas al hospital eran más y más frecuentes, y al poco de empezar a recibir morfina perdió el pulso, con lo que tan sólo acertaba a mover los labios débilmente. Entonces, por primera vez en toda mi vida, pude serle útil: mi recalcitrante sordera me ha enseñado a leer los labios como una experta. Yo me sentaba a su lado, con un cuaderno, e iba apuntando cada una de sus frases. Al rato, lo que empezó como una simple lista de la compra acabó por convertirse en todo un confesionario.

Manoli, la apóstata.

“Me da mucho miedo morirme”, pronunciaba. “No quiero morirme”, repetía. Y abría los ojos como intentando escaparse a través de ellos. Yo escribía, escribía, en el silencio de la habitación, mientras algunos familiares miraban con curiosidad sin entender nada.

“Que Dios me perdone, pero creo que no me merezco esto”. Yo escribía y la miraba con sorpresa. “Que Dios me perdone, que me perdone. Sé que soy vieja, pero no me quiero morir todavía”. Yo escribía y asentía con la cabeza. Y, por último, con el pulso algo débil, escribí su enorme confesión: “La soledad de la muerte es lo más doloroso que existe, y ni Dios puede aliviarla”.

Quién sabe si le contó lo mismo a su confesor. Manoli luchó contra la benevolencia divina y se rebeló en sus últimos días como un Che Guevara al frente de su guerrilla, como un Julio César a las puertas de Alejandría, como un como un Robert Frost batiéndose en duelo contra su pluma:

Do not go gentle into that good night,
Old age should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of the light.




jueves, julio 27, 2006

De santos, sangre y almidón. (III)

Capítulo III: otoño


Llegó el otoño a la vida de Manoli.

Sus ojos nunca dejaron de ser inmensamente verdes a pesar de las patas de gallo; la piel se le arrugaba con mucho cuidado, como intentando no molestar. Es más, se diría que la lectura de sus arrugas desvelaba su vida con toda claridad: era de esas personas que envejecen con franqueza y sin secretos, con transparencia, con el orgullo de quien sabe que las líneas de los labios apuntan hacia arriba porque ha invertido más tiempo en la alegría que en la tristeza.

Sus dos posesiones vivas eran Julián y Chiqui, una preciosa setter irlandesa pelirroja que había sido proyecto frustrado de perro de caza. El primero se pasaba las horas de su propio otoño en los cafés pensando acerca de la infinitud del universo; la segunda brincaba alrededor de Manoli veinticuatro horas al día, exigiendo juegos con pelotas y meriendas de huesos relamidos. Tenía Chiqui la particularidad de mirarte, mover la cola con la velocidad de un ventilador e inclinar la cabeza para que le hicieras carantoñas al ritmo de sus ladridos sordos y cariñosos. Nunca aprendió a cazar, y por ello debió llevarse varios palos de Julián. Pero compensó su falta convirtiéndose en perro faldero – caniche sobrecrecido para uso expreso de Manoli y compañía. En realidad era su ser más vivo.

Es muy posible que Manoli empezara a estar más viva que nunca cuando comenzó su otoño.

Pero, sin embargo, ya carraspeaba incesantemente. Era una tos crónica, continua, que no le dejaba a sol ni a sombra, ni de noche, ni de día. “Me pica la garganta”, decía, y bebía un poquito de agua. A veces, si le daba mientras iba andando, se tenía que apoyar contra alguna pared mientras tosía con ligeras convulsiones, ocultando discretamente su boca tras la mano.

Y aún así, no acusaba más enfermedad que un ocasional resfriado. Pero no perdía el tiempo en la cama. Al contrario, siempre acababa por ahí paseando a Chiqui mientras que Julián languidecía en la esquina más cálida del cuarto de estar con una mantita sobre las rodillas amenazando con morirse.

Un día de primavera, así, de pronto, Julián se murió.

Nadie se lo explicaba: llevaba tantos años enfermo o quejándose de enfermedades que era como parte de él, como una faceta más de su persona. Si alguien te preguntaba, "¿Cómo es Julián?", dirías que era un hombre alto, delgado, canoso, de rasgos suaves, y enfermo. Pero “enfermo” como quien dice rubio, orejudo, pecoso o sordo. Su misteriosa enfermedad había dejado de ser preocupante hasta el punto de que ya se había fagocitado en el concepto “el tío Julián”. Hasta que, un buen día, lo mató.

Llegué corriendo de Madrid y me encontré a Manoli presidiendo el velatorio, en una gélida sala del tanatorio de la ciudad. Desmaquillada y de riguroso negro, como mandan los cánones, solícita con todos los familiares, delgada, nerviosa, y sobre todo, muy, muy sorprendida al igual que todos nosotros. “¡Mira que morirse Julián!”, exclamaba. Y se quedaba mirando el cristal a través del cual estaba expuesto el cadáver – amarillento, pétreo y elegantemente trajeado en su ataúd de caoba oscura forrado de rojo.

Yo me ponía al lado de Manoli, le apretaba el brazo afectuosamente e intentaba evitar por todos los medios mencionar la palabra “vampiro”. Ella, muy digna, me apretaba con la otra mano, tosía, y me decía “ahora sí que descansa, ahora sí”. Pero todos estábamos un poco espantados por esa imagen tras el escaparate mortuario.

Enterraron a Julián en el cementerio viejo de la ciudad una tarde de viento, en un panteón familiar lleno de flores mustias. Cuando el ataúd descendía en la fosa nos arremolinamos todos alrededor de Manoli, que apretaba mucho los labios y lloraba discretamente, tosiendo sobre un pañuelo blanco con puntillas que había almidonado especialmente para la ocasión. “Ahora sólo estamos Chiqui y yo, a ver si me vienes a ver más a menudo”, me decía. Le prometí que sí.

Tenía que haber cumplido esa promesa.

Al año Manoli se quitó el luto y, haciendo acopio de rosarios nuevos, se marchó a Lourdes en excursión para avistar a la Virgen con la tropa de groupies de Pitita Ridruejo. Hasta se llevó a mi madre.

También empezó a frecuentar el circuito de retiros espirituales en los distintos conventos de la ancha Castilla. Era un no parar.

Cuando no estaba de gira, estaba en el pueblo aseando la casa de la abuela como es debido y separando huesos de pollo para Chiqui, que cada vez corría menos pero no por eso demandaba menos cariño.

Veía a mi tía con poca frecuencia porque estaba yo en pleno auto experimento científico con esa cosa que llaman matrimonio. De hecho, cuando iba a casa a ver a mis padres mi madre me instaba a que llamara inmediatamente a Manoli: “que ya sabe que venías hoy, ya estás llamándola, que luego sabes que se entristece si no le dices nada”. Yo la llamaba, acostumbrada ya a estas imposiciones maternales, y se hacía la encontradiza: “Ah, que has venido, qué bien, hijita. ¡No lo sabía! Pues a ver si vienes a vernos”.

Manoli no dejaba nunca la mesa vacía.

Yo llegaba a su casa, junto con el cómplice de mi experimento, y Manoli sacaba todo lo sacable de las alacenas de la cocina, suficiente para dar de comer a varias generaciones. Y nos miraba sonriendo y tosiendo: “comed, comed, comed, que luego si no se lo tengo que dar a Chiqui y me está engordando mucho”. Chiqui miraba y se relamía como antaño los perros de la casita molinera de mi niñez. Y me daba cuenta de que Manoli no podía vivir sin alimentar a alguien.

Todo lo que supusiera hacer acopio de comida para el resto de la manada familiar era de máxima incumbencia. A su hermana, que tenía un corral en el pueblo, la instaba con impaciencia a que trajese docenas y docenas de huevos para repartir; a su hermano, que pasaba muchas tardes junto al río, a que pescara o cogiera cangrejos; “vas al arroyo y coges bastantes”, le decía, con premura y decisión. Y mi tío no rechistaba: a la semana, tenía varios cartones de huevos y una bolsa – maraña de cangrejos vivos aguardando la hospitalidad de su olla.

Pero Manoli no podía parar el tiempo, ni siquiera con comida.

El día que murió mi padre había intentado alimentarle un poco con natillas, pero se apagó antes de terminarse el cuenco. Yo llegué corriendo, desesperada, haciendo esfuerzos por verle con unos reflejos de luz aún en la mirada, pero llegué demasiado tarde: yacía en la cama inerte. Mi madre lloraba en una esquina y Manoli, con las natillas en una mano, le apretaba suavemente los párpados con la otra para que no se le abriesen los ojos en el rigor mortis. “Aprieta un poco, hijita, que voy a lavar este cuenco”. Me senté, coloqué los dedos sobre los párpados de mi padre, y esperé mientras volvía de la cocina. No me dio tiempo casi a reaccionar. En seguida regresó Manoli a mi lado, mientras mi madre llamaba a los enfermeros. Yo tardé en arrancar. Me puse a llorar de pronto, sin avisar, sin carrerilla, como quien estornuda por sorpresa. Manoli me miró, asentó con la cabeza con aprobación, y retomó su sitio frente al cadáver muy serena mientras yo me escondía entre las sombras de la casa.

Lo enterramos un calurosísimo día de agosto en el cementerio nuevo de la ciudad, bajo una lápida de mármol reluciente, brillante, flamante. Cuando el ataúd descendía en la fosa, Manoli se percató de que yo tenía a quién agarrarme y ella, muy solícita, agarró a mi madre con los dos brazos como si fuera a bailar con ella: “Llora, llora, no tengas vergüenza.” Quedó el ataúd al fondo del todo, dejando dos huecos libres más arriba. Tener un panteón en un lugar donde los cipreses están recién plantados y exactamente a la misma distancia unos de otros es poco serio, pero todos aceptábamos sin rechistar: la modernidad iba dándole una pátina nueva a la impertérrita tradición familiar de morirnos.

Y Manoli, que sabía que la presencia de mi marido ahí ya sólo era de fachada, y que yo pronto entraría a engrosar la nutrida lista de viudas, divorciadas y solteronas de la familia, apuntaba al reluciente panteón nuevo y me decía: “tú tranquila, que ya tienes un huequecito”. Luego miraba a mi futuro ex con tristeza, movía la cabeza de lado a lado y lloraba, pero ya sin mirar al ataúd. “Lloro”- me decía “más por las cosas que aún no han muerto que por las que están enterradas, que al fin y al cabo muertas están. Prométeme que lo arreglaréis, hijita, que una mujer sola luego tiene que ir sola a los entierros”.

Cada vez eran más las promesas que no podría nunca cumplir con ella.

Aún así, su voz cada vez más ronca, Manoli me llamó cada día durante meses. Primero para consolarme por la ausencia de mi padre, luego por mi soltería. Siempre me preguntaba:“¿Qué tal estás, necesitas algo?” Yo, irascible como nunca en esa época, siempre respondía “no”, y le colgaba. Pero al día siguiente volvía a llamar.

Si hubiera sabido darle las gracias entonces, lo habría hecho de todas las formas posibles.

domingo, julio 23, 2006

De santos, sangre y almidón. (II)

Capítulo II: Temores y bravura.


En la ciudad, Manoli imperaba sobre su casita molinera.

Cada vez que mis padres se marchaban de viaje Manoli me acogía entusiasmada. Yo aún era pequeña y me pasaba el día jugando en el jardín, subiéndome a la higuera y bañándome en el pilón. A menudo la veía espiándome desde una ventanita y enseguida retiraba la vista. Las dos nos hacíamos las locas, yo muy digna fingiendo independencia y ella muy digna intentando hacer parecer que no le importaba que le destrozase setos, rosales y macetas y le robara el jamón para dárselo a los perros.

Manoli me aplicaba el método Pavlov: cuando había algo rico para merendar salía al jardín con una campanilla. Automáticamente los perros y yo salivábamos porque tanto ellos como yo sabíamos que había un cuenco con maicena cubierta de miel esperándome en la cocina. Yo corría dando brincos a la mesa, merendaba y volvía a mis travesuras. Ella retomaba sus labores desde su puesto de vigía en la ventana hasta que caía la tarde.

Tampoco me decía nada cuando me veía ensartar garrapatas en un alfiler o pescar renacuajos del pilón. Pero una tarde me pilló intentando matar hormigas a balazos con el rifle de caza del tío Julián y me lo arrebató con una palidez repentina en su cara: “No deberías pegar tiros, hijita”. Yo la miraba y no comprendía por qué no me caía un buen bofetón.

A veces se lo preguntaba: “Tía, ¿por qué no me pegas cuando me porto mal?” Y ella me contestaba: “tú no te portas mal, la que se porta mal soy yo porque no te enseño lo que está mal”.

Manoli le temía a la sangre con terror primigenio.

Una tarde mi primo Ignacio se cortó el pulgar con un cuchillo, jugando a los piratas. Se le abrió una raja que vomitaba sangre como un geyser y dejaba a la vista el hueso. De camino a urgencias en el seiscientos verde de mi padre, Manoli pegaba tantos gritos que cuando llegamos los médicos fueron primero a por ella. A mi primo le dieron ocho puntos y a ella un valium.

Cuando yo sangraba por la nariz, que era a menudo, lloraba y gemía mientras me metía algodones en la fosa nasal hasta que ya no cabían más. “Ay, hijita, que te desangras, ay, mira cómo has puesto el suelo.” Y yo me reía de ella: “eres una miedica, mie-di-ca”. Manoli asentía, aspiraba por la nariz y me apretaba bien los algodones para que no saliese nada.

Les temía también a los monstruos mecánicos y voladores.

Manoli se negaba a usar las escaleras mecánicas de los grandes almacenes. Sólo usaba el ascensor o las escaleras normales. Una tarde mi prima Pili y yo le tendimos una trampa: bajamos corriendo por las escaleras mecánicas de la cuarta planta y le gritamos que si no bajaba detrás nos escaparíamos. Manoli nos miró aterrada desde arriba, se agarró bien con la derecha al pasamanos, con la izquierda se sujetó el bolso contra el pecho y se colocó sobre el primer peldaño temblando, las rodillas traqueteando un poco debajo de la falda marrón. Y así descendió, como una estatua, apretando las mandíbulas y los labios, los ojos fijos en nosotras. Al llegar abajo corrimos a ayudarla, y ella – humillada por las risas jocosas de la gente – nos miró muy seria, empezó a llorar y dijo: “¿Por qué me hacéis esto?”

Sin embargo, todavía le quedaba la prueba de fuego. La encerrona de todas las encerronas. Con la llegada de los años ochenta mis padres y yo nos mudamos a Canadá. Manoli lloró durante semanas antes de nuestra partida, sobre todo porque sabía que si quería visitarnos tendría que subirse a un avión. Tardó dos años en hacerlo, sin Julián, claro, que alegó dolor de oídos. Apareció en el aeropuerto de Toronto pálida como un fantasma, medio histérica, el rosario de la abuela Florentina bien sujeto en una mano y la maleta en la otra. Pasó un mes con nosotros, exponiéndose a experiencias límite tales como una comida en casa de una familia ucraniana, un viaje a las cataratas del Niágara, misas dominicales en inglés y un pow-wow tradicional de tribus indias. “Qué cosas, qué cosas”, decía sin parar. Y se agarraba a mi brazo intentando no fijarse en mi camiseta de los Rolling Stones y mis vaqueros raídos con los bolsillos llenos de hachís.

Volvíamos a menudo, en verano, y Manoli ya estaba tan lanzada que hasta se animaba a coger aviones a Mallorca con las amigas de la Asociación de Acción Católica. Yo por entonces estaba en mi fase siniestra y me sentaba meditabunda y taciturna en el patio de la casita molinera, con mi collar de perro y mis harapos negros. Manoli llegaba de Mallorca, dejaba las maletas en la cocina y se sentaba conmigo en la piedra del jardín con una enorme ensaimada y un vestido de verano amarillo. Sin rechistar, y para gran shock de mis padres, yo me ponía el vestido y me comía la ensaimada. “Es que la niña necesita que la quieran un poco, nada más”, les decía Manoli. Y yo asentía contenta mientras masticaba. “Ay,” decía Manoli, “ahora lo que necesitas es vivir en un sitio más cerca del cielo, no en esas casas tan frías donde vivís”.

Y Manoli subió a los cielos.

Un día de lucidez, el tío Julián empaquetó todas las cosas, vendió la casita molinera a un taxista de Burgos y se llevó a Manoli a la séptima planta de un edificio de pisos. Nosotros volvimos a España para quedarnos y nos enseñó orgullosa su salón-museo presidido por cuadros y tapices, aderezado con figuritas de Lladró y la Virgen de los Remedios en su urna de cristal. Mi madre decía que se estaba ahí mejor que en Canadá y Manoli asentía, llorando de felicidad, agarrándome la cara y diciendo, “hijita, hijita, hijita mía”.

Pero yo me empeñé en irme a vivir a Madrid. Manoli fue la única que no me abofeteó por mi decisión, aunque lloró mucho. Me cosió un montón de faldas y vestidos con su Singer reluciente y me preparó cuatro tarros de chorizo en aceite: “a ver si te van a hacer algo por ahí, eh, ¿hijita? Mira que no te ataque algún hombre malo por la calle, mira que no te pase nada. Y si no, voy a buscarte”.

Y sin embargo, Manoli no temía a la muerte.

Unos años más tarde, la abuela Florentina se murió como una campeona a los noventa y cinco años, En cuanto sonó el teléfono, Manoli levantó a Julián a las siete de la mañana para ponerse en marcha. Nosotros llegamos al pueblo esa misma tarde y ella ya estaba arremangada frente al cadáver de su madre, preparando pócimas, ungüentos y afeites. La abuela yacía con su blanquísima mortaja almidonada y un moño perfecto en el pelo de plata. Mi madre y mi otra tía se sentaron a su lado, temblando, le sujetaron el barreño y Manoli arregló a la abuela hasta hacerle rejuvenecer varias décadas “Ay, pero qué guapa que era madre”, decía entre sollozos, mientras le frotaba bien las mejillas con un algodón impregnado en alcohol para enrojecérselas un poquito. “Ay, pero qué bien huele aunque esté muerta”, suspiraba mientras le pegaba las pestañas con clara de huevo para que no se le abriesen los ojos azules.

Toda esa noche veló a la abuela junto con sus hermanas y las demás mujeres del pueblo, iluminadas tan sólo por la luz de las velitas-lamparillas flotando en aguaceite. Yo les escuché desde la cama, en aquella habitación que ella pulía las mañanas de verano y ahora olía al jazmín mustio de la abuela muerta. Y por la mañana me vino a buscar con un vestido negro recién planchado en las manos. “Ahora sí, hijita, ahora sí tienes que ponerte ropa triste.”

Tanto en el funeral como en el entierro Manoli fue la primera de la fila, ocultando sus ojeras con un poco de maquillaje. De pronto, justo cuando el ataúd descendía en la fosa, comenzó a sangrar por la nariz y las lágrimas se le mezclaron con la sangre cayéndole en goterones rosados por la barbilla. Yo le acerqué un pañuelo, pero ella lo rechazó. Desesperada, medio ahogada, tosiendo con fuerza y apretando mucho las mandíbulas, me agarró la mano y me dijo, carraspeando dolorosamente con la garganta, “déjame que sangre, hija mía, déjame, que es la pena por mi madre que se ha muerto y ya no me importa”.

sábado, julio 22, 2006

De santos, sangre y almidón.

In Memoriam: Manuela Alonso Aragón
1928 - 2006

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Capítulo I: Jabón, luces, sombras y sombreros de fieltro.

Manoli querría haber sido monja. Nunca un convento hubiera estado más reluciente.

Desde jovencita fue muy creyente y religiosa. Los domingos era la primera en llegar a la iglesia en cuanto sonaban las campanas de misa. Se colocaba siempre en la segunda fila junto a su madre y hermanos, de punta en blanco, almidonada, orgullosa y reluciente.

Su padre, como todos los hombres del pueblo, se fumaba un puro a la puerta durante la misa y hacía breves comentarios sobre la próxima cosecha de trigo y hortalizas.

Manoli, correctamente piadosa, lo amonestaba suavemente a la salida: "Padre, padre, usted debería entrar en la iglesia, que al menos se está más fresco a la sombra del Señor".

Tenía la mayor colección de rosarios de todo el pueblo: el rosario de los domingos, el de las novenas, el de navidad... y los misales nacarados con bordes de pan de oro siempre limpios y brillantes.

Manoli era de esas mujeres que aireaban las habitaciones cada mañana y les daba un buen repaso de bayeta, escoba y jabón.

Nunca usaba fregona: se arrodillaba y frotaba, frotaba, frotaba. “Las fregonas manchan más que limpian”, decía. Cada una de aquellas mañanas, con la ventana inundando las habitaciones de luz, apoyaba la mano izquierda sobre el suelo de baldosas de barro y con la derecha dibujaba vigorosos círculos concéntricos rebosantes de espuma. Baldosa a baldosa.

Las camas del pueblo eran grandes, duras y señoriales. Tenían colchones de lana que había que airear y ventilar cada día por el balcón, golpeándolos con un palo gordo y alargado que terminaba en una especie de raqueta de madera. Manoli nunca dejaba un solo colchón sin ventilar. Tenía los bíceps de acero y las rodillas peladas.

Manoli se casó con Julián porque había que casarse.

Porque a pesar de que iba para monja, por encima de todo quería ser madre.

Julián era un señorito de la ciudad alto, bien plantado y muy pulcro, con trabajo fijo en la fábrica de Renault. Una tarde ella fue a las fiestas de invierno de otro pueblo con unas amigas. Julián la vio desde lejos y se quitó el sombrero de fieltro. A Manoli nunca se le habían quitado el sombrero, y menos de fieltro, así que le permitió sacarla a bailar un pasodoble. De ahí a casarse fue cuestión de poco tiempo.

Pero Manoli siguió abrillantando sus misales y rosarios, planchándose los velos de puntillas de las novenas de noviembre, y rezando cada noche a San Pantaleón.

Vivían en la ciudad en una pequeña casita molinera pintada de blanco, con un jardín, un pilón y una higuera. Mi madre había pasado con ellos los inviernos para asistir a la escuela preparatoria, y una tarde mi padre, otro señorito de la ciudad, la vio y se quitó el sombrero de fieltro. Así que también ella se mudó. Y yo nací.

Cada verano nos refugiábamos las tres en el pueblo como gallinas, en la casa de la abuela. Yo me levantaba muy pronto para sentarme en lo alto de las escaleras de madera que llevaban a la segunda planta y espiar a Manoli. La oía y la olía. Me encantaba escuchar el clack-clack de sus zapatillas corriendo de un lado a otro mientras cepillaba los muebles, sacudía las sábanas y abrillantaba los espejos. Me encantaba aspirar el olor a jabón de glicerina, lejía y colonia que se deslizaba por los peldaños puliéndolo todo a su paso.

Aquellas mañanas de verano en el pueblo siempre olía a limpio, a café y a magdalenas recién hechas. Mis madrugones se veían compensados con esos momentos, la tía Manoli ventilando las habitaciones en su nube de jabón, la abuela Florentina espolvoreando azúcar en el horno y mi madre barriendo la entrada de la casa. Era todo radiante y reluciente como un cristal al sol, y aunque las tres siempre estaban enfadadas (por las mañanas cuando se limpia la casa en el pueblo, tienes que enfadarte un poco, para dar buena impresión) yo gozaba con su ajetreo mientras esperaba a que alguien me encontrase para echarme la bronca por mancharme el vestido.

De lunes a viernes mi padre atendía su negocio y el tío Julián montaba piezas de coches en la Renault. Los fines de semana se reunían con nosotras y el revoloteo de limpieza era aún mayor, para mi gran regocijo. Pero apenas los veíamos: mi padre dormitaba todo el día en la sombra del cuarto de estar con el periódico y el tío Julián salía desde madrugada a cazar al monte, con el perro.

Mi padre a veces se daba un paseo por la casa y soltaba algun chiste, pero Julián, que se iba al monte bien provisto de bocadillos de chorizo, no aparecía hasta la noche.

Debía cazar mucho y montar muchos coches, porque nunca le hizo un niño a Manoli.

“Ni quiere, ni puede”, fue todo lo que la escuché decir al respecto una noche que me desperté y la encontré de confidencias con mi madre. Yo me quedé rezagada en la puerta del cuarto de estar, y ellas me vieron antes de que pudiera escaparme. La luna llena le daba de pleno a mi tía, que estaba especialmente guapa. Tenía los ojos verdes claros, muy claros, como la hierba al principio de la primavera. Me miró y giró la cara avergonzada. Mi madre se rió un poco y le dijo “no te preocupes, que la niña es muy pequeña para entender estas cosas”. Pero yo sabía que aquella frase pronunciada en susurros tenía algo que ver con el hecho de que la tía Manoli siempre me abrazase tanto y me diera besos como mordiscos, apretándome contra su pecho y llamándome “hijita, hijita mía”.

Manoli se casó porque había que casarse. A los pocos años Julián empezó a enfermar. Nadie sabía qué tenía, ni siquiera los médicos, pero siempre estaba enfermo. Siempre le dolía algo. Siempre estaba deprimido. Ella, muy abnegada, le preparaba cada mañana con esmero su desayuno: tazón de leche caliente con tropezones de pan; y cada noche su tortilla francesa con jamón. Le tenía muy limpio y resplandeciente, planchadísimo e impecable, bañado en colonia. Él se quejaba de su ciática, de su dolor de riñones, de sus jaquecas, y ella le peinaba, le daba golpecitos en la cabeza y le decía: “hijito, hijito mío”.

lunes, julio 03, 2006

Pedicabo ego vos et irrumabo.


[Aceptando una divertida propuesta de Isabel Romana, hoy un cameo de Catulo, bardo, poeta y genio romano.]

Caía la tarde. Dejó su bolsa de cuero sobre una piedra y, suspirando, se sentó a la sombra de un olivo. Tosió delicadamente, como era habitual en él, hombre de exquisitos modales y mejor lírica. Se mesó los rizos y enganchó un dedo en una trencita que horas antes le hiciera, entre risas, la hija de su ama de llaves.
La hermosa hija del ama de llaves.
Querría abalanzarse sobre ella, comérsela viva, y rogarle que trenzara no sólo su cabeza sino también el abundante vello negro que poblaba su cuerpo cincuentón.
Querría haberla rodeado con todas sus extremidades y aún más, y haberla aspirado por sus fosas nasales hasta que no quedase nada más que un hálito.
Lamentablemente, tenía diez años.
¿Y qué de aquel muchachito de los baños, el que le deleitaba cada noche a la flauta tras entregarle su toalla y su paño caliente?
Habría recorrido su espalda con la lengua, empezando por su delicadísima nuca y acabando ahí donde el camino se bifurca en dos para mostrarle el oscuro misterio de sus colinas.
Pero aún sólo le llegaba a la cintura, una altura muy satisfactoria, aunque sería preferible que la alcanzase de rodillas.
Ah, Catulo. Has renegado de tus intenciones volcando tus deseos sobre los versos más bellos de amor a post adolescentes muchachas y muchachos. Te has ahogado en un río de delicadísimas estrofas en loor de los pechos turgentes y los labios carnosos, las voces graves, los muslos velludos, los traseros blancos y redondos, los...
Te muerdes un labio y rabias derrochando saliva que en otrora ocasión hubiera tenido mejor recipiente.
¿Por qué nadie te deja en paz? ¿No es eso lo que quieren?
Tomas la pluma, escupes, pegas una patada al suelo lanzando briznas de hierba sobre tu cabeza.

Escribes:

Pedicabo ego vos et irrumabo,
Aureli pathice et cinaede Furi,
qui me ex versiculis meis putastis,
quod sunt molliculi, parum pudicum.

nam castum esse decet pium poetam
ipsum, versiculos nihil necesse est;
qui tunc denique habent salem ac leporem,
si sunt molliculi ac parum pudici

et quod pruriat incitare possunt,
non dico pueris, sed his pilosis,
qui duros nequeunt movere lumbos.

vos, quod milia multa basiorum
legistis, male me marem putatis?
pedicabo ego vos et irrumabo. (*)

Escupes de nuevo, riéndote de ti mismo. Te rascas una pierna. Te levantas, bostezas y te vas, moviendo tu laureada cabeza de lado a lado e implorando a Marte que de una vez por todas lance una plaga de ratas sarnosas sobre las arrugadas retaguardias de tus críticos.







(*) Traducción:

Os daré por culo y me la chuparéis,
Aurelio el maricón y Furio la bailarina loca,
vosotros que, partir de mis versos, porque son delicados,
opinásteis que yo era un desvergonzado.

Pues es bueno que un poeta prudente sea recatado,
pero no es necesario que lo sean sus versos;
que al fin y al cabo son ingeniosos
si son delicados y desvergonzados,

y que también pueden incitar aquello que excita,
no digo a jóvenes, sino a hombres de pelo en pecho,
que no saben follar bien.

Vosotros, porque leísteis mis "muchos miles de besos",
¿Me creéis menos hombre?
Os daré por culo y me la chuparéis.