sábado, octubre 28, 2006

Al oeste de todo - IX


9. Rojo

Dormíamos, en medio de sábanas arrugadas y llenas de manchas resecas, sobres de condones vacíos y un olor astringente retenido entre las ventantas cerradas de la habitación.
Soñé en colores vivos.

Soñé que el túnel se ensanchaba, las paredes se suavizaban, Marvin me sonreía al borde de un recoveco iluminándose la cara con una linterna, y Sarah cantaba una dulce balada sentada en el suelo mientras se apretaba más y más los botones de su minúsculo abrigo gris. Y a ambos lados, pequeños ventanales iluminados por la luz rojiza de un paisaje post-apocalíptico: esqueletos de edificios, carbonizados, tímidas lenguas de fuego entre las cenizas, dunas de polvo, y el cielo ennegrecido en un cataclismo mortecino y estéril.

James apoyado en la pared del túnel a mi lado, compartiendo un Chesterfield con Marvin.

En la otra pared, agazapado entre las sombras, aquel que me abandonó de pie, en silencio, la vista puesta en un punto infinito.

Y, más allá, donde se ensanchaban las paredes, mi difunto padre mirando a través de una de las ventanas por un telescopio.

- Mira, Marte cada vez está más cerca. Acércate.

Corrí hacia él, miré por el telescopio y vi millones de estrellas cruzar el espacio en una carrera vertiginosa.

- Papá, ¿qué está pasando?

- Nos abalanzamos sobre el universo a la velocidad de la luz. La tierra se ha salido de su órbita. ¿Es que no lo sabías?

- No

- No te preocupes, tú agárrate fuerte.

Desperté con lágrimas en los ojos.

La espalda café con leche de James se mecía a mi lado al vaivén de su respiración, ajena a todo.

Me duché, me vestí, arranqué una hoja de mi diario, y le dejé una nota en la mesilla:

“Gracias por el viaje.”

Foto: Grafitti urbano, el Bronx, NY.

martes, octubre 24, 2006

Al oeste de todo - VIII




















8. James


Llegamos al KGB Bar en taxi. De vuelta al Village y a los aledaños del Bowery. Ni una palabra sobre la esquina donde yacía el recuerdo de Marvin.

Seguí a Sarah por unas escaleras en semioscuridad. Arriba, sentado sobre un taburete, un negro enorme me escudriñó unos segundos.

- Hola, Tommy. Esta es una amiga.
- Pasad.

El bar tenía las paredes pintadas de rojo y unos cuantos pósters retro con imágenes de Marx y Lenin, y acérrimos partisanos cargando sus hoces con el sol en la cara.

- ¿Esto es legal? – pregunté con una sonrisa ladeada.
- Qué dices, es lo más. Es casi exótico. Y a veces hasta dejan fumar.

Al fondo del bar varias manos se alzaron en saludo. Seguí a Sarah hacia la mesa.

- Aquí tenéis a mi inquilina favorita. Estos son James, Wilkie, Alan, Leslie y Melanie.

En cuestión de minutos tenía delante un gin-tonic y ya me habían explicado lo que había que saber sobre cada uno: James, nacido en el Bronx y de ascendencia portorriqueña, trabajaba en una fundación literaria; Wilkie era inglés de padres coreanos, y estudiaba en el Actor’s Studio con una beca; Alan, canadiense, compartía piso con Wilkie y estudiaba Bellas Artes. Leslie y Melanie escribían en un periódico y eran lesbianas irlandesas. De alguna manera extraña, yo encajaba en esa amalgama.

Desde el primer momento, incluso desde antes de esa informativa introducción, ya sabía que James me había elegido como presa. Se sentó a mi lado y me mantuvo provista de gin-tonics mientras repasábamos la política internacional. Nunca me había imaginado que nadie pudiera hablar del 11-M en Madrid y flirtear a la vez, pero el detalle me resultó de una canallez encantadora. Le ataqué con unos cuantos clichés.

- El problema es que aquí vivís el imperio del miedo. Y eso os lleva a la perdición.
- Ajá. Michael Moore también traspasa fronteras. Y dime, ¿Tú crees que hay motivos?
- Dímelo tú.
- Yo no te tengo miedo a ti.
- No hablaba de mi.
- ¿Existe otro tema mejor?

De cuando en cuando los fumadores bajábamos a la calle a fomentar nuestro vicio. James y Alan solían acompañarme en cada ocasión, y este último – más preocupado por beneficiarse a Sarah que por otra cosa – observaba divertido y silencioso nuestra diatriba.

- Es absurdo Sólo se puede fumar fuera y beber dentro – me quejé.
- En mi casa se pueden hacer ambas cosas.
- Y seguro que está aquí, a la vuelta de la esquina.
- Has adivinado. ¿Tienes tu cepillo de dientes?
- Está en casa de Sarah.
- Entonces que vaya Alan a buscarlo y ya te lo traerá por la mañana.

Más risas. Yo consumía gin-tonics y Marlboro Lights uno tras otro, me dejaba llevar y me impermeabilizaba. Fluye, fluye, deja que se lave todo en un mar de testosterona. James era todo testosterona y humor afilado en un apetecible empaquetado multirracial. Yo le miraba, y él fingía azorarse. Se atusaba su jersey gris de Yale y empuñaba la lanza de su lengua viperina lo justo para no ser demasiado insolente.

A las dos de la mañana, en un bar country dos bloques más abajo, Sarah me dio un codazo. Los ojos le brillaban por la mezcla de ron con medicinas.

- No te cortes. Si quieres nos vemos por la mañana.
- No seas tonta.

Miró en dirección a Alan, y se acercó a mi oído.

- Espera a que me haya ido, porque igual me voy con éste. Tú hazte la loca, como que no te enteras.
- Soy experta en no enterarme.
- Pues practica.
- Estás borracha.
- Dejemos el tema.

Así que practiqué. La impermeabilidad. El túnel. Expiemos nuestros pecados en la clandestinidad de la noche. Sarah empezó a fingir mareos. Alan se ofreció a llevarla hasta Brooklyn.

- Tú quédate – me dijo – no vayas a estropear tu primera noche de juerga en Nueva York por una mocosa, ya la cuido yo.
- Sois libres. Somos todos libres.
- Los americanos tienen demasiada libertad, recuérdalo.
- Y los canadienses siempre estaréis a la merced de su albedrío.
- Estás borracha. Me voy.

Las lesbianas irlandesas y el actor coreano-inglés estuvieron de acuerdo en que sería lo mejor.

James se atusó el jersey de Yale.

Decidí observar su técnica pasivamente.

Ligereza, impermeabilidad. A las tres de la mañana yo ya me limitaba a mecer la cabeza al ritmo de Kenny Rogers.

You got to know when to hold ’em, know when to fold ’em,
Know when to walk away and know when to run.
You never count your money when you’re sittin’ at the table.
There’ll be time enough for countin’ when the dealin’s done.
(1)

Sin mediar más palabras James se levantó, me miró fijamente y anunció que se iba a casa. Me besó en la mejilla y me dejó ahí, con los otros tres.

Les miré. Wilkie jugueteaba con la pajita de su bebida; Leslie y Melanie se besaban.

Miré hacia la puerta.

Now ev’ry gambler knows that the secret to survivin’
Is knowin’ what to throw away and knowing what to keep.
’cause ev’ry hand’s a winner and ev’ry hand’s a loser,
And the best that you can hope for is to die in your sleep.
(2)

Me levanté y salí corriendo hacia la puerta.

James estaba ahí, apoyado contra la pared, encendiendo un Chesterfield con una caja de cerillas roja del KGB.

- ¿Tienes fuego? – le pregunté.

Tiró el cigarrillo a la acera, y en el mismo ademán me agarró por la cintura con el brazo derecho y con el izquierdo por la nuca. Nos fundimos con la pared en el morreo más desenfrenado y desvergonzado que recuerdo haber protagonizado nunca.

Acompañé el viaje descarado de sus manos por debajo de mi abrigo con las mías, sintiendo cada bulto y cada fibra tensada hasta que sólo restaba desnudarse. Cogiendo aliento, corrimos de la mano a su casa tres manzanas más abajo.

Cuando apareció el sol, horas más tarde, caímos rendidos.


N. de T.:

[1] Deberás saber cuándo quedártelas, cuándo guardártelas
cuándo marcharte y cuándo correr.
Nunca cuentes tu dinero mientras estés sentado a la mesa.
Ya llegará el momento cuando se haga el reparto.


[1] Todo jugador sabe que el secreto para sobrevivir
es saber qué tirar y con qué quedarse.
Porque toda mano es ganadora y toda mano es perdedora,Y lo mejor que puedes desear es morir mientras duermes.

Foto: KGB Bar, NY.

domingo, octubre 22, 2006

Al oeste de todo - VII


7. Impermeable a todo

Dejé a Sarah en Madison Avenue, subiendo a zancadas las escalinatas del Oxford University Press con un café de Starbucks en las manos. Anduve calle arriba despacito, retando con mi parsimonia a los miles de cuerpos que se cruzaban con el mío, disfrutando inmensamente de la sensación de sentirme invisible. En Manhattan nada sorprende: Puedes disfrazarte de lechuga, mandril o trilobito en plena Quinta Avenida y a nadie le resultará lo más mínimamente extraño.

Por eso nadie se asombró de que me sentara, con mi vestido de lana roja, al borde de una lápida mohosa en el cementerio de la Catedral de St. Patrick’s, que, abierto, perenne e intemporal, se fundía con la gran urbe. Y de que siguiera allí incluso cuando empezó a llover. Era octubre, era sábado, y yo era Sylvia Plath emulando a Mary Shelley, fascinada por el híbrido gótico-urbano-intemporal y haciendo chas-chas-chas con las botas de cuero sobre el suelo al ritmo de las gotas de lluvia.

- Impermeable, seré impermeable.

Atravesaba impertérrita mi túnel. Y fue justo entonces cuando me di cuenta de que, en cierto modo, tenía un motivo haber llegado hasta ahí, hasta los camposantos urbanos bajo la lluvia. Pero que lo mejor de todo era que el motivo no importaba. Atravesaba el túnel incólume, acarreando el estigma de mi propia futilidad, mientras que a mi alrededor la gente sobrevivía y caía sin preguntarse siquiera el por qué.

- Impermeable a todo.

Así que me puse la coraza. Me levanté. Volví a Madison Avenue y me encontré con Sarah esperándome a la puerta de su trabajo.

- Estás empapada.

- No lo creas, estoy seca.

- Eres tan rara...

- Vamos a comer.

- Esta noche te presentaré a unos amigos.

- Me encanta la idea.


Fuimos a un restaurante en Little Italy. Nada más terminar el último vermicelli, Sarah desapareció media hora en el cuarto de baño. Volvió un poco más pálida que de costumbre, y perseguí sus ojos esquivos.

- Has vomitado.

- ¿Podríamos dejar el tema?

- Como quieras.

Volví a la impermeabilidad. El metro de vuelta a Brooklyn, Park Slope oliendo a lluvia, el asfalto brillando como un espejo, la siesta en el silencio, y de pronto el teléfono tres, cuatro, cinco veces, la ducha, qué me pongo, ponte esto, no seas tímida, te queda bien, préstame tu jersey, pásame el secador, swsssh swsssh swsssh. Lápiz de labios, polvos compactos, eres impermeable, recuerda. Los Talking Heads en la cadena del salón y el clack-clack-clack de los tacones por el pasillo de madera.


Foto: Cementerio de la Catedral de St. Patrick's, NY.

miércoles, octubre 18, 2006

Al oeste de todo - VI


6. Sarah

15th Street, Brooklyn. Casas coloniales marrones, rojas y grises erguidas a lo largo de la calle con sus blancas balaustradas y sus escalinatas de madera. Cafés con puertas rojas, blancas, verdes, algunos abiertos aún. Menús pintados en blanco sobre el cristal, Coffee and Corned Beef Sandwich, $4.50. El olor a bagel y queso brie flotando al abrirse la puerta de un restaurante kosher, la gente apresurada, caras de todos colores brillando a la luz de las farolas, pasando rápidas a mi lado, mirándome de soslayo, otra viajera más con otra maleta llena de ecos de otras voces, ¿qué idioma hablarán sus voces? Nadie se pregunta nada pero en el fondo todos parecen preguntarse demasiado. First Baptist Church a mi izquierda, a las diez de la noche todavía salía luz de una de las cristaleras de colores, y una mujer se ataba con rapidez los cordones de un zapato apoyada en la pared de piedra. Torcí la esquina de 6th Street y choqué contra un viejo chino. Sonrisas nerviosas, llevo voces en la maleta, usted disculpe, I’m sorry. Se volvió a mirarme cuando enfilé calle abajo. Él no sabía que lo sabía, pero lo sabía. Hay ojos distantes que pueden tocarte la nuca como dendritos kilométricos.

Dos manzanas más, tres, casi no se podían contar desde el principio de la calle. Desaparecía la gente, y estaba sola de nuevo. ¿Y si diera media vuelta y buscara cualquier otro lugar, donde nadie me conozca? ¿Y si empezara de cero? Un brevísimo instante que pasó como un semáforo en rojo en la niebla del cansancio.

Pero seguí hasta el final. Las luces de las ventanas eran todas amarillas. El olor a cedro. Una vieja bañera en el jardín de la casa de aquel actor, albergando una plantación de flores naranjas. El eco de las voces de la maleta ahogándose al subir las escaleras de la casa de Sarah.

- ¡Por fin estás aquí! Y mírame a mí, con esta pinta.

Sarah a la puerta, moqueando medio griposa. Su sonrisa de Philadelphia hacía apología de la educación colonial en circunstancias adversas. La dulce Sarah, ojillos chispeantes bajo rizos castaños y un mohín de educada curiosidad. Impenetrable o tal vez demasiado cristalina, Sarah era ese tipo de amiga que marca las distancias y a la vez ofrece la calidez de su compañía. Siempre moderada, breve, dispuesta a dar lo justo para hacerte sentir bienvenida, pero permanentemente protegida tras su escudo de sobria coherencia. Padres divorciados, niñez entre dos casas blancas con dos columpios en dos verdes jardines. Robles centenarios y buganvillas tras la verja. Y mucho trajín de colegios privados. Es difícil quitarse la máscara cuando toda tu vida has estado encorsetada en un uniforme. Hija única, independiente y viajera como yo. Tal vez era eso lo que marcaba el nexo de unión entre dos personas tan diferentes. Pero yo estaba medio huérfana y buscaba más de lo que podía aspirar a encontrar. Ella nunca lo comprendería.

Me dio la bienvenida entre toses, y dejé caer la mochila en el sofá del salón. Restos de comida en la mesa. Decliné la invitación a cenar, mi estómago empachado de emociones contradictorias. Dejé la maleta en el suelo, sonreí, hice chascarrillos sobre el viaje y mi estancia en el “pintoresco hotel”. Libros por todos lados. Olor a madera vieja, a noodles con curry, a ropa en la lavadora. La bañera tenía patas de león de acero. La ducha caliente y el agua a rabiosa presión, una de las pocas ventajas de estar a este lado del mundo. Lavé las voces, lavé el eco y sonreí al envolverme en la toalla; mariposas o no, seguiría coleccionando recuerdos para el invierno, como instantáneas de polaroid.

Decidí no contarle a Sarah lo que había visto.

Dormí.

Por la mañana, en un estado de duermevela, la acompañé a Manhattan; le tocaba trabajar ese sábado. El puente de Brooklyn centelleaba con los primeros rayos del sol a nuestro paso en el autobús, y ahí al fondo el perfil mutilado de la ciudad. La acusadora ausencia de las torres gemelas que apuntaba con un dedo a cada uno de los miles de personas que cruzaba el Hudson rumbo a su trabajo, sus estudios, su búsqueda, su vida bicolor. Y yo metía el dedo en el hueco de mis pensamientos. ¿Con qué rellenas el vacío? ¿Con qué expías la culpa? Derribarán mil torres en cada uno de nosotros y seguiremos buscando, buscando, buscando al eterno culpable. Acoplándonos al miedo. Acomodándonos en el despecho y el rencor. Generando angustia. La única culpable eres tú, lo somos todos, me decía. Y no sabía muy bien de qué me acusaba. Sólo que ahí, esa mañana, rezagada contra el frío cristal de la ventana del bus, había empezado a buscar el relleno a los vacíos que aún quedaban por llenar.

Dopada de antigripal, Sarah me miraba con introspección distanciada, la sonrisa neutra, la mirada practicando indiferencia fingida. El respeto a la intimidad: primera lección de ética bostoniana.

- Verás qué bonita está la ciudad un sábado por la mañana – comentó – y permaneció en silencio.

- No lo dudo – musité.

(Foto: Park Slope, Brooklyn, NY)

lunes, octubre 16, 2006

Al oeste de todo - V



5. Una mota de polvo en el aire

Me di la vuelta y eché a andar. Yo no era sino un alien más de la City, compartiendo los primeros días del otoño con sus aceras humeantes, sus rebaños de gente, sus banderas tímidamente ondeando en la brisa. Un alien a pesar de que, en realidad, en una ciudad como Nueva York nadie tiene motivos para sentirse extranjero ni ajeno a nada.

En un lugar como éste, estás en todos lados y en ninguno a la vez.

Pasé toda la tarde en Central Park, sin pensar. Que pensaran por mí los árboles. Que pensaran las estatuas de Literary Walk protegidas por sus corazas de cobre. Que pensaran los vagabundos del Ramble. Que pensaran.

La luz era azul y acuosa, los árboles verdes, rojos, morados, naranjas, mil destellos bajo la sombra de un roble, yo tumbada en la hierba húmeda cerca de la orilla del estanque, la mochila de almohada, la maleta bajo mis pies. Si cerraba los ojos me mecían cientos de sonidos, el rask rask rask rask de las hojas, el cuá cuá de los patos, el swissh swissh de los remos de los patriarcas judíos paseando a su familia por el lago porque los viernes era día de alquilar barquitas para pasar el Sabbath. Era día de hacer fotos a las modelos y posar con vestidos blancos de novia en el verde de los claros, de tocar el clarinete al borde de los paseos por unos céntimos, de discutir sobre los vaivenes de la bolsa en los bancos de madera, de correr jadeando por las sinuosas avenidas en pos del cuerpo perfecto.

Y yo en medio de todo, difusa, flotando como una motita de polvo en el aire, dormida sobre la hierba, soñando que perseguía gotas de sangre coagulada por un túnel mientras cuatro patriarcas judíos con enormes tirabuzones se agarraban el sombrero con la mano y tiraban de las esquinas de mi camiseta, gritando que Marvin y Mickey me esperaban a la puerta de la tienda de los cafés a ochenta céntimos para visitar juntos a Lucifer.

Desperté cuando los edificios del horizonte ya estaban teñidos de dorado y caía la tarde. Escuché una respiración entrecortada. Tumbado a mi lado, me miraba con curiosidad un joven de ojos felinos y lacia melena rubia envuelto en un enorme abrigo negro.

- Hola. Pensé que podían robarte la maleta, así que me quedé a vigilar.
- Gracias.
- Nací en 1980.
- Yo en 1966.
- Pareces mucho más joven.
- Gracias.
- Si fuéramos pareja, no sería tan evidente la diferencia de edad.
- Supongo que no.
- Trabajo aquí cerca. Me gusta venir a mirar el lago por las tardes.
- Yo no trabajo aquí. No sabría para qué podría servir.
- Seguro que puedes conseguir empleo.
- Dime, ¿Te ha ocurrido algo especial hoy?
- Bueno, he descubierto un nuevo sabor de helado: melón con cerezas.
- Yo he visto la escena del asesinato de alguien a quien conocí ayer.
- ¿Te lo tiraste?
- No, pero dormí en su habitación.
- Entonces no es para tanto. Quédate conmigo. Tengo alarma antirrobo en mi apartamento.
- Me tengo que ir.
- Vale. Adiós.

(Foto: Central Park, NY)

jueves, octubre 12, 2006

Al oeste de todo - IV



4. Dark America


Tras el bautismo de fuego, no tuve ningún inconveniente en compartir parte de aquellos dos días en la compañía de los inquilinos más vetustos del hotel. La segunda noche, cuando volví exhausta después de haber cruzado media isla hasta llegar al delirio nocturno y multisensorial de Times Square y recorrer de nuevo los cinco kilómetros que me devolvían al White House, me encontré al viejo Marvin y sus compañeros de aventuras en la salita común.

Eran los cuatro veteranos del White House: Marvin, Family, Rasputin y Mickey, sin nada más que hacer que juntarse alrededor de aquella mesa de madera, noche tras noche, para compartir el mismo espacio, respirar el mismo aire y ahuyentar al mismo demonio de la soledad. Había tantos resentimientos y tensiones entre ellos que, una vez estirada la goma elástica de su enemistad, su relación quedaba laxa como un lago.

- Aquí tenéis a mi inquilina favorita – anunció Marvin, apuntando su vaso de café hacia mí.

- Tómate un café con nosotros y cuéntanos tu historia – dijo Family.

No me sorprendió la pregunta. Al contrario, me pareció una propuesta interesante abrir una ventana a mi mundo a una mesa llena de extraños que, por algún motivo, querían otear la vista. Siempre que veían a alguien con cara de tener una historia que contar, me dijeron, le invitaban a su pequeño conciábulo nocturno. Y a través de sus palabras descubrían un trozo de universo que les proporcionaba material de sueño para el resto del invierno.

Me senté y les conté gran parte de mi vida, tranquilamente, del tirón, dejando caer golpes de humor entre las sombras y lamentos entre las luces. Me escucharon con el interés de quien encuentra un escaparate nuevo en la calle de siempre. Ojos multicolor oteándome desde sus escondites. Risotadas de brujo en medio de los silencios.

- Y por eso estoy aquí, para ver si todo esto tiene algún sentido.

- Nada tiene sentido en este mundo, pequeña. Deja que Papa Family te ayude.

Más risotadas estertóreas a lo largo de la sala.

Marvin mudo, indiferente.

¿Y qué de mi relato? Les miré confusa, irritada. Hasta que comprendí que era un juego más. Family había optado por tener el primer turno de la partida. Se sentó a mi lado y me acarició el pelo. Tenía una enorme cicatriz en el cuello, como si alguien le hubiera rebanado la nuez con una espátula. Y los ojos cansados tras las gafas, tal vez de haber visto demasiado. Debía rondar los cuarenta años y todavía se percibía en él al joven pillo que en algún momento de su pasado fue el mejor saxofonista de Queens.

- ¿Sabes por qué me llaman Family? Porque ahí donde voy dejo mi semilla.

Risitas nerviosas a mi alrededor.

- Tengo doce hijos, si señor, y quién sabe cuántos más por ahí. Por eso soy Papa Family. Nadie mejor que yo para enseñarte el verdadero sentido de la vida y la muerte. Podrás ir a muchos sitios y podrás arrastrar tus maletas por cinco continentes, muchacha, pero no sabrás lo que es vivir si no yaces con Papa Family. Y si no vives con Papa Family.

- ¡Todos a la habitación de Papa Family! ¡A ver morir la noche! gritó Rasputin, el más veterano, con un extraño deje en su voz ronca. Decían que había llegado hasta Nueva York en los años setenta desde Rusia, pero él se negaba a dar detalles disfrutando de su aire de misterio. Mesándose la barba blanca, se puso de pie y anunció que la Fiesta Había Empezado.

Mickey, un inquieto, mancillento y menudo personaje ratonil vestido con ropas militares del Ejército de Salvación, me tiraba de la manga cada diez segundos:

- Ten cuidado, ten cuidado. No cruces la línea de Dark America.

La América Oscura. Me gustó el nombre. Alcé mi vaso de café de plástico y les agradecí su compañía, en nombre de Europa. Brindé por Dark America y todos brindaron conmigo. Y luego me levanté.

Tuve que despegarme de tres o cuatro manos que insistían en mantenerme junto a ellos. Tuve que pedirles que me dejaran marchar. Y mientras lo hacía, Marvin me miraba desde su esquina de la mesa con una sonrisa velada y llena de intención que nunca fui capaz de descifrar. Viejo canalla.

Y antes de cerrar por dentro la habitación doscientos veinticuatro, pude oír como, al fondo del pasillo, el grupillo se arrastraba homogéneamente y entre risas hacia mi penúltima morada, la habitación de Marvin.

Me mecí al lejano olor de algodón de azúcar del crack destilándose por las ranuras de la pared mientras caía en el sopor de mi segunda noche en Nueva York.

Por la mañana recogí mi pequeña maleta y la mochila y me despedí de aquellos pasillos. La América Oscura quedaba atrás; esa tarde me esperaban en Brooklyn.

Marvin no estaba en la sala común, ni tampoco en la recepción. El surtidor de agua estaba vacante, y también la verja de la entrada. Quién sabe qué submundos estaría visitando el viejo poeta. Volví a subir y dejé una breve nota debajo de su puerta. “Gracias por todo, tu cama es muy cómoda. Espero que haya más mujeres que te puedan decir lo mismo, y con más motivos que yo.” El viejo canalla al menos sonreiría un poco.

Unos bloques más arriba, a la altura de 4th y Houston, un hombre con gabardina gris tomaba nota en una libreta negra. Fluuuu fluuuu fluuu, parpadeaba silenciosamente la ambulancia. Un cordón policial rodeaba una pequeña parcela de asfalto. Un reguero de sangre brillaba al sol de la mañana a su paso de la acera al suelo y varios curiosos se agrupaban alrededor de la escena. Entre ellos reconocí a Mickey, que, con los ojillos ausentes, retorcía nervioso los botones de su camisa caqui y musitaba al aire:

- Marvin, viejo estúpido, ¿Por qué te dejaste matar?

Me vio pero no dijo nada. No hubo rastro de reconocimiento en su mirada perdida. Como si tras de mí la calle se perdiera en un declinar infinito de edificios vacíos y mudos.

Dark America. Me quedé clavada en la esquina hasta el mediodía, abrazada a mi abrigo, espiando la tragedia e intentando comprender mientras ellos iban y venían con sus libretas, sus teléfonos, sus walkie-talkies y sus pistolas. Todos los procedimientos. Todo tan limpio. Me quedé ahí hasta mucho después de que todo hubiera vuelto a la normalidad y a los viandantes impávidos, como si nada hubiera pasado jamás, con la única secuela de la sangre seca sobre la acera.


(Foto: Cementerio GreenWood, Brooklyn, NY)

martes, octubre 10, 2006

Al oeste de todo - III

3. Marvin

Me atusé la ropa, sacudiéndome a duras penas el polvo de la cama. Cogí mis cosas y fui al cuarto de baño comunitario de aquella segunda planta que era todo un largo largo pasillo, decenas de puertas blancas a lo largo del suelo de madera, troc, troc, troc, andando con cuidado para no despertar a los estudiantes alemanes, a los mochileros suecos, a los homeless de siete dólares la noche que se habían rendido al sueño a pesar de vivir en The City that Never Sleeps como cantaba el Tío Frankie. Fus, fus, fus, hacían los ventiladores del techo, y en alguna de las habitaciones una tos, un suspiro, un ronquido, un gemido.

En el baño me hice polvo los ojos al tirar del cordoncito que encendía el neón.

Me duché a media luz pegando manotazos entre el vapor del agua lacerante y las baldosas rajadas. Cuando salí, tuve que frotar el espejo con la toalla para ver algo.

El espejo.

- ¿Quién anda ahí? – pregunté a mi reflejo.

Busqué al conejo blanco con la mirada mientras me cepillaba el pelo, me lavaba la cara, le daba un poco de color a mi sonrisa. Ahí estaba, al oeste de todo. Ahí estaba para prefabricar emociones y darle otro capricho a la mirada infantil que no cesa en su empeño de sorprenderse. Habían vuelto las mariposas, y al otro lado del espejo la cara que me observaba era, al menos esa mañana, reconocible.

- Entrada triunfal en la Gran Manzana, pequeña – le dije .

Me acabé de lavar el jet-lag y bajé a la recepción.

Marvin estaba sorbiendo un café en vaso de plástico a la puerta y fumando. Con ademanes de gran ceremonia me cedió su sitio en el surtidor de agua. Compré un café en la máquina y me senté con él a recibir el alba. Hacía frío y el café nos protegía con una mampara de vapor.

Me contó su vida durante tres horas, su larga figura apoyada sobre la verja de la entrada, con un Chesterfield permanentemente colgando de la boca y los ojos achinados por el humo bajo una boina negra.

Marvin, el poeta, la vieja gloria. El cansadísimo hombre que cada mañana, con su café de 80 céntimos de la convenience store de más abajo de la calle, se sentaba a la puerta del hotel sobre el surtidor de agua que era su trono y recordaba a cada uno que quisiera escucharle que no pasa nada, que él está ahí porque quiere, que sus días como cantante y lacónico poeta beat en los antros más chic de la City volverían muy pronto. Que su sobrino en Detroit le estaba preparando una maqueta tecno de sus temas.

- Hay que modernizarse, oye, - les decía - y el Village no es un lugar donde puedas perder el tiempo pudriéndote con un estilo apolillado. La gente pide cambios, cambios, muchos cambios, y aquí estoy yo preparando mi cambio, sister. Mi gran salto de nuevo al estrellato. ¿Te acuerdas de la luna llena que hubo anoche, la que aparecía pintando rayas de plata sobre los tejados de Bowery Street? Pues así seré yo cuando vuelva, sister. Tendrás que volver a Nueva York para verme. ¿Sabes? tú estás de paso y a lo mejor no lo vas a ver, pero yo no, yo me quedo, y te espero. Cualquier día de estos llegará mi maqueta y volverán las musas. Haré un número especial, con nuevos versos y poemas, un rap, ¿qué te parece? Rapearemos sobre la amargura de la vida, sister. Tú y yo. ¿Por qué no, no te apuntas? Te dejaré elegir otro tema, si quieres. Y si es que tienes esperanza, como yo, podremos pensar en algo mejor. Hay esperanza en todo, hasta en las heridas de esta ciudad, sister. No te olvides de mí.

Marvin el vividor. Lo mejor que había hecho en la vida, contaba, era dejar atrás su Carolina del Sur y venirse a la City. Atrás quedaban sus cuatro hermanas y sus tardes de sol en los maizales. Atrás quedaban las miradas de soslayo de los blancos, ese Old World Feeling que te hace recordar que aún vibran en la memoria los latigazos del amo en los campos de algodón.

- No olvides que tu abuelo fue un esclavo, chaval – decían las voces que hacían eco en el interior de su maleta aquel ocho de noviembre hacía más de veinte años, aquel día que se subió al Greyhound rumbo al Este - No lo olvides nunca, y no dejes que el odio desaparezca del todo. Deja un poco para alimentar tu espíritu.

El dèja-vú del tiempo. El sol meciéndose en las nubes del atardecer. El cinturón de cuero de su padre, bailando al mismo ritmo de los látigos. Las cicatrices de la espalda todavía se le hinchaban levemente cuando llovía, y llovía mucho en Nueva York. Cada ocho de noviembre recordaba aquel día de lluvia que se marchó y aquella picazón en la espalda. Y la lluvia que bañaba cada calle donde vivió, en Hell’s Kitchen, en East Harlem, en el más inhóspito cuchitril del Bronx. La lluvia le hacía recordar.

Pero hoy era un día de sol. Marvin estaba de buen humor; su angulosa cara triste se había llenado de curvas apuntando hacia su arrugada frente al verme amanecer en recepción.

Se atusó la boina, ladeándola hacia un lado en un elegante ángulo que ensombrecía su ojo derecho.

- Es el look francés, pequeña amiga. Los beats llevamos boina negra porque nuestra meca es la luna sobre París. Algún día iré a verla, y te veré a ti, seguro, en esa vieja Europa tuya. No te preocupes. En cuanto ahorre un poco, y será fácil, porque voy a ser rico de nuevo. Ya lo verás.

Siete dólares al día pagaba Marvin gracias a su acreditación de beneficiario del DHS (Department of Homeless Services). Siete dólares que apenas escarbaba de su mísera pensión de indigente oficial. Marvin tenía derecho a sus cuatrocientos dólares mensuales, pero nadie en sus cabales le contrataría jamás. Porque si llevas el estigma de la calle eso da miedo, mucho miedo en un lugar donde el miedo es el fuego que alimenta la comida. ¿Qué sería de Nueva York sin los pobres, los bag-people, los hurones urbanos? Hay que mantener el folclore. Con dinero justo para no poder salir adelante pero no morir de hambre. Para no poder pagarse un médico pero aún así poder comprar una aspirina cuando el hígado diga basta. Para ganarse un bonito nicho en el Cementerio de Pauper’s, la Cárcel de los Muertos. Para expiar los pecados y excesos del pasado con los restos de dignidad.

- Lo mejor que te puede pasar si pierdes tu gloria, pequeña amiga, es ser un homeless en Nueva York. Es lo peor y también lo mejor, porque ya estás en el infierno, con la cabeza en las fauces del demonio, y si sales de ahí nada podrá contigo. Por eso ahora que sé que van a volver mis días de gloria, quiero estar preparado. Ya no me meto con el demonio, ¿sabes? – y su boca se retorcía levemente hacia la derecha con ese mantra, ese susurro, “I ain’t fuckin’ with the devil no’ mo’’”.

- No fumo crack. No bebo. No robo. No duermo en la calle. En la calle me ahorraría siete dólares al día, pero no podría cuidar mi aspecto, ya lo ves, y en Detroit me están preparando esa maqueta. Voy a ser el viejo beat negro más moderno de todo Manhattan. ¡Cómete el corazón, Alan Ginsberg! Mi sobrino tiene buena cabeza para los negocios, ¿sabes? Vamos a crear un nuevo estilo. Tú puedes venirte si quieres. Volveremos al White Horse, al Sin-e, a las cuevas llenas de humo del Village. Me importa una mierda la prohibición anti tabaco. Cuando vuelva, todos fumarán y harán círculos en el aire al ritmo de mis palabras. Te lo digo yo. Y entre poema y poema, les tocaré un blues con mi vieja guitarra y llorarán de placer.

Y cuando me había dado media vuelta hacia la escalera para subir al oscuro pasillo y tomar posesión de mi propia habitación, pude ver con el rabillo del ojo como sacaba una vieja petaca plateada de un bolsillo y se la acercaba a la boca. No dije nada. Los viejos alcohólicos nunca mueren, como los viejos rockeros. Como los viejos beatniks de Bowery Street.


(Foto: Mañana fría en Bowery Street)

jueves, octubre 05, 2006

Al oeste de todo - II


2. Cuatro metros cuadrados

Llegué a la puerta del White House jadeando. Las distancias son infinitas cuando no tienes más referencia que un mapa cuya escala ni siquiera parece posible. La fachada del hotel era una colección de cristales de colores imitando cubismo urbano. Un perro se aliviaba en la verja, y un viejo barbudo que fumaba junto a un joven rubio siguió con los ojos mi tímida entrada.

La “recepción” era una salita llena de mesas y sillas de madera desgastada, un par de máquinas de café y un vetusto PC en una esquina, para el que parecía haber cola de aspirantes a usuarios. Pasé a través de las mesas llenas de gente de todos los colores y dejé caer los codos como martillos sobre el mostrador de la recepción.

- Será mejor que vea antes la habitación, señorita – me dijo un hombre escondido tras una gorra y un enorme bigote – pero le aseguro que está limpia y se cierra desde dentro.

Nunca me asustó la sordidez, cuando esta es pasajera y parte de un viaje de la conciencia. Mi lado voyeur se alimenta, con las necesarias reservas, de esquinas oscuras; siempre hay alguna sombra que perfilar en la penumbra, y algún mensaje que llevarse a la habitación de la luz. La idea de pasar ahí dos noches me producía cierta satisfacción morbosa. Me convertiría en un personaje de Salinger, o de Capote, o incluso de Burroughs. Tenía licencia, tenía derecho a viajar por mi túnel.

- Me da igual, deme la llave.

Cargué con mis trastos por las escaleras, hasta el segundo piso. El pasillo era oscuro, infinito, flanqueado por una moqueta raída que hacía flusssh flusssh flusssh a mi paso.

Necesité tres o cuatro minutos para abrir la puerta número doscientos dieciséis y adueñarme de mis cuatro metros cuadrados compuestos de cuatro paredes que no llegaban al techo, una cama-litera y un nicho en la pared con una barra y una percha.

Y fue justo al poner la maleta sobre la cama que algo hizo “crack” en el techo y un ventilador de los tiempos de la guerra aplastó la almohada.

- Bienvenida a la segunda parada del túnel. – sonreí.

En recepción, el hombre del bigote me dijo que no había más habitaciones disponibles.

A mis espaldas, una voz cansada, grave y musical carraspeó y contestó por mí:

- Que se quede esta noche en mi habitación. Yo pasaré la noche como siempre, hablando con la luna.

- Tendrá que pagar la sobretarifa – contestó lacónicamente el de la gorra.

- No creo que vaya a arruinarse por ello.

Así es como conocí a Marvin.

Me di media vuelta y dos canicas azabache me miraron a casi dos metros de altura. Llevaba un traje de tweed deshilachado y una boina negra. Había sido guapo, y aún pendía de su mirada un cierto devaneo del bohemio afroamericano que se había atrevido a ser.

Le dije que no era necesario, que ya me buscaría la vida. Pero me agarró por la manga del jersey y me llevó a una mesa.

- ¡Pequeña amiga! - susurró su voz de saxofón - Me alegro de verte. ¿Has venido a visitarme, o sólo se da la feliz casualidad de que pasas por mi lado de la acera? No tengas miedo del viejo Marvin, aunque ya sé que no temes a nada. Menudo viaje para ver al viejo Marvin. Algún día yo también cogeré un avión y llegaré hasta Europa, a verte, pequeña amiga. Dicen que es un buen lugar. Un lugar auténtico. Cuando recupere mi gloria, ya sabes. Seré como la luna llena que dibuja rayas de plata sobre los tejados de Bowery Street. ¿Te conté lo de mi sobrino de Detroit? Vamos a hacer una maqueta tecno de lo mío, sí, ¿te lo puedes creer? Y vamos a rapear. Sobre las heridas de esta ciudad. Sobre el amor. Sobre lo que tú me digas, pequeña amiga. Dame una idea y lo pondré sobre papel. A no ser que vengas a otra cosa. ¿Te atreves ya a conocer al bueno de John Thomas? No te ofendas, pequeña, que no es más que una broma. A este viejo canalla le encanta engatusar a las chicas como tú. Le gusta mucho levantarse a mitad de la noche y montar la tienda de campaña en mi cama, ¿sabes? Y yo me despierto y digo “¡John Thomas, para abajo!” y John Thomas se vuelve a dormir. Es más fiel que un perro viejo. Así que no tengas miedo, pero de todos modos si cambias de idea ya sabes dónde estamos, ¡ja ja ja!

Decliné una y otra vez su invitación, deseando la mejor de las suertes a John Thomas. Y Marvin se rió enseñando dientes blanquísimos, el único vestigio que le quedaba de sus tiempos de gloria.

- Coge mi llave y ciérrate bien por dentro.

Un sinfín de posibilidades pasaron por mi cabeza. Jugué a balancear la lógica y al final la ecuación me llevó a la conclusión de que nada había que perder.

Le di sus quince dólares de sobretarifa, más del doble de lo que pagaba él por una noche, y cargué mis cosas a la doscientos nueve. Olor a polvo rancio y sudor. En la oscuridad sólo se veían las formas indefinidas de múltiples objetos que se amontonaban alrededor de mis pies. Me encerré con la pesada llave, me quité los zapatos y me tumbé en la cama. Y ni siquiera encendí la luz.

Desperté de un sobresalto.

Necesité cinco minutos para orientarme. Debían ser las seis o siete de la mañana. Me incorporé, moviendo una pierna fuera de la cama, y mi pie derecho chocó estrepitosamente contra la pared.

Aturdida, me senté mirando a mi alrededor frotándome dos dedos doloridos.

Cuatro escasos metros cuadrados repletos de libros mordisqueados y vinilos de Be-Wop, Motown, Muddy Waters y Dizzy Gillespie, plagados de cajas misteriosas y polvorientas fotos que libraban a las paredes de la vergüenza de mostrar sus llagas.

Ahí estaba, íntegra y legañosa, en la habitación de Marvin, con un pie estrellado y un single de vinilo de Nina Simone pegado a la piel de mi espalda.
(Foto: White House Hotel, NY)

lunes, octubre 02, 2006

Al oeste de todo - I

1 - Descenso
Había llegado a Nueva York con las primeras hojas de otoño, impulsada por uno de esos resortes que surgen de la cabeza cuando la evidencia de lo absurdo de la vida se hace demasiado insoportable y es necesario hacer algo. Cualquier otra se hubiera dado un paseo al cine más próximo, o se habría ido a pasar el fin de semana a la playa. Yo no. Yo conté mis ahorros y me saqué un vuelo de cuatro días a Nueva York para el día siguiente. Luego llamé a una amiga que vivía en Brooklyn: estaría de viaje hasta dos días después de mi llegada. Así que alargué la espiral de imprevistos apuntándome la dirección de un hotelucho céntrico de treinta dólares la noche, lo único que podía rascar de mi limitado presupuesto. El White House. Ninguna garantía de nada. Sólo una confirmación via internet de que “tal vez” tuvieran habitaciones libres.

Apenas recordaba las horas anteriores; parecía que todo se había consumido en el viaje del aeropuerto de Newark a Manhattan, perdida entre líneas de metro interminables, cruzando la ciudad en dirección oeste, siempre al oeste, los ojos enrojecidos por la luz artificial de los vagones y los sentidos al filo. El olor a cuero viejo de los asientos, la sonrisa ladeada de algún pasajero, la indiferencia fingida de todos los demás, el sol del atardecer filtrándose por los viejos cristales al cruzar el Hudson en la línea F, el skyline perdiéndose lentamente en el horizonte, saltando arriba y abajo al ritmo del track-track-track-track de los raíles. Y yo pidiendo tiempo, un poco más de tiempo, dame más tiempo para asumir que estoy aquí, quiero seguir en este tren varios días, sin pensar, sin hacer planes, sin tener ninguna noción del tiempo, simplemente cruzando esta inquietante ciudad como si todo se concentrase en un impasse infinito, en un paréntesis, porque todo lo que ocurra después ya habrá ocurrido cuando se acabe este viaje. Tan pronto. Y parecerá que ha pasado apenas un instante.

La huída hacia delante sin saber por qué. No sentía la habitual anticipación que siempre me acompañaba en cada viaje. Tampoco cosquilleaban las mariposas de la aventura, como si el lastre de los últimos tiempos me anclara a un lugar frío. Como si la maleta cargara con el peso del último día de lluvia, del último pañuelo humedecido en nostalgia, de la última mentira, del último pecado, de la última tragedia.

Como si buscara, en el caos de esta ciudad, ordenar mi propio caos.

El hogar, ¿dónde está el hogar? ¿En qué lugar de tu cabeza puedes dejar caer el abrigo después de volver del frío? Deshacerlo todo y ponerlo boca arriba para rehacer el puzzle. Comprender, en la jungla urbana, cuál es el secreto que hace que pongas un pie delante de otro todos los días, te levantes y te acuestes respirando rítmicamente a la vez que tu pequeña tuerca gira en el inmenso engranaje de la sociedad. Comprender. No buscar respuestas, sino nuevas preguntas. Es la única forma de comprender. No, no era la primera vez que huía hacia adelante, ni sería la última.

Y el track-track-track-track de los raíles hundiéndonos en un túnel, la luz parpadeando sobre nuestras cabezas, el silbido de cada parada. El niño que me miraba en su asiento frente a mí, apenas ocho años y ya había aprendido a ponerse un pendiente. Pero todavía no sabía fingir indiferencia.

Mi sonrisa le hizo enrojecer y mirar rápidamente hacia otro lado.

Tal vez ya estuviera aprendiendo.

Salí del metro y crucé Chinatown en busca del Hotel Más Barato de Greenwich Village. Fue como atravesar dos mundos en una hora.

Sólo recordaba Nueva York de un lejanísimo viaje de niña, el cuello izado hacia las vertiginosas cimas de los edificios y 5th Avenue bullendo con businessmen y mujeres con caniches, hippies portando pancartas anti Nixon y kioskos de perritos calientes en cada acera.

Esta vez, el bullicio de aquella mañana al sur de Manhattan me despertó del viaje con una bofetada multicolor. Allá al fondo se percibía la escalera horizontal de los rascacielos, pero aquí todo era lámparas rojas, dragones de papel, guirlaches de colores y pollos descabezados colgando tras las ventanas de los restaurantes.

Los coches volaban a mi paso ahogando el soniquete de mil cascabeles, la gente se amontonaba en las aceras, olor a arroz frito mezclado con el regusto dulzón del aceite de cacahuete. Cascabeles. Voces babélicas. Camiones llenos de calabazas dulces. Y mi sombra serpenteando, cansina, por las aceras maceradas en salsa de soja.

A la entrada de Bowery Street, China se disolvía para dar paso a las tiendas de muebles y cachivaches de cientos de inmigrantes peruanos, colombianos, mejicanos, que tomaban el sol de la mañana a la puerta de sus locales. “¿Cómo te llamas, mamita?” me preguntaban, interpretando al vuelo mis facciones españolas. Pero podía haber sido cualquiera, como siempre que me marcho a perderme en algún lugar. Puedes ser quien quieras donde nadie te conoce, y a la vez – o precisamente por eso - ser mucho más que nunca tú misma.
(Foto: Vista de pájaro, Empire State Building)