Admito que el pánico había anulado mi sensatez: nunca había ingerido tal cantidad de química ilegal de una sentada. La idea de la muerte empezó a rondarme mientras esperaba a la vuelta del policía. Me imaginaba los titulares: “joven muerta en Barajas por una sobredosis de drogas de diseño. Entre sus pertenencias se encontró un poema que plagiaba flagrantemente a W. H. Auden.”
Me quedaban aproximadamente 45 minutos de vida, o de cordura.
Mi carcelero apareció diez minutos más tarde, acompañado de una robusta mujer policía de rostro rotundo y circunspecto. Me dejó a solas con ella y volvió a desaparecer, dando otro portazo. La mujer me miró y se cruzó de brazos, entornando los labios en una mueca ladeada.
- Qué, ¿ya está más tranquila?
- ¿Tranquila? Estoy retenida y a punto de perder un avión.
- Creo que ya le han explicado que esta comisaría no puede hacerse cargo de sus documentos caducados.
- Es decir, que no me va a ayudar.
- Abra la maleta. Y el bolso.
- ¿De verdad no me va a ayudar?
La mujer agarró mi maleta, la abrió con un certero y rápido RASSS, como si estuviera destripando a una trucha, y lo sacó todo para volver a meterlo en un prodigio de desorden. Lo mismo ocurrió con el bolso.
Lo mejor era salir de ahí lo antes posible, para que no fueran testigos de lo que pudiera pasar después. Abandoné la resistencia y me dejé hacer. Mi carcelera revisó todas mis pertenencias, incluyendo mis malogrados y caducos documentos, y me sermoneó severamente por mentir acerca del robo de mi DNI. También me cacheó, aunque afortunadamente no consideró necesario inspeccionar mis partes más ocultas. Al término del ritual me devolvió mis cosas y me espetó:
- Por favor, márchese antes de que decida sancionarla.
No dudé ni un momento en obedecer.
Volví a los pasillos del aeropuerto justo cuando mi avión despegaba, y fui directa en busca de un baño. Me lavé la cara y las manos durante un buen rato mientras pensaba e intentaba poner en orden mis ideas. Podría llamar a Shazea y decirle que intentaría ir unos días después, ya con un documento válido, o rendirme y volver a casa, o...
De pronto, las luces del baño empezaron a bailar. Un cálido latigazo de ansiedad me recorrió desde los pies hasta la cabeza y la voz de megafonía parecía vibrar con nuevos registros. Miré a mi alrededor con los ojos entornados: estaba rodeada de nebulosas vivas de luz que se sobreponían como neones gigantescos. El cuarto de baño se había convertido en la Aurora Boreal. Era realmente hermoso, aunque cegador. Me miré en el espejo. Me había convertido en un dibujo Manga: dos esferas brillantes, enormes y negras acaparaban la parte superior de mi cara y, aunque no tenía control sobre mis gestos, sonreía radiantemente cual Heidi camino a las montañas.
Una mujer entró y empezó a pintarse los labios de rojo pasión. Me miró y sonrió. Quise ser su hermana, su confidente y su guía espiritual. Algo en mi expresión le debió de transmitir lo mismo porque me ofreció la barra de labios.
- Veo que te gusta. ¿Quieres?
- Sí, ¡gracias! De verdad que te agradezco tu amabilidad. Parece mentira con qué facilidad me has leído el pensamiento. Creo que tienes una percepción especial. En serio. Dentro de ti hay un ser luminoso.
Hice ademán de pintarme la sonrisa con esmero pero me temblaba la mano. Alcancé a marcar dos o tres puntitos y luego esparcir el carmín por el resto de los labios restregándolos con fruición. Sabía que estaba dando el espectáculo, pero importaba mucho menos que antes. Le pregunté dónde iba, a qué iba, y si le hacía feliz la idea de aquel viaje. La mujer se excusó rápidamente, me arrebató el carmín y se marchó.
Me quedaban aproximadamente 45 minutos de vida, o de cordura.
Mi carcelero apareció diez minutos más tarde, acompañado de una robusta mujer policía de rostro rotundo y circunspecto. Me dejó a solas con ella y volvió a desaparecer, dando otro portazo. La mujer me miró y se cruzó de brazos, entornando los labios en una mueca ladeada.
- Qué, ¿ya está más tranquila?
- ¿Tranquila? Estoy retenida y a punto de perder un avión.
- Creo que ya le han explicado que esta comisaría no puede hacerse cargo de sus documentos caducados.
- Es decir, que no me va a ayudar.
- Abra la maleta. Y el bolso.
- ¿De verdad no me va a ayudar?
La mujer agarró mi maleta, la abrió con un certero y rápido RASSS, como si estuviera destripando a una trucha, y lo sacó todo para volver a meterlo en un prodigio de desorden. Lo mismo ocurrió con el bolso.
Lo mejor era salir de ahí lo antes posible, para que no fueran testigos de lo que pudiera pasar después. Abandoné la resistencia y me dejé hacer. Mi carcelera revisó todas mis pertenencias, incluyendo mis malogrados y caducos documentos, y me sermoneó severamente por mentir acerca del robo de mi DNI. También me cacheó, aunque afortunadamente no consideró necesario inspeccionar mis partes más ocultas. Al término del ritual me devolvió mis cosas y me espetó:
- Por favor, márchese antes de que decida sancionarla.
No dudé ni un momento en obedecer.
Volví a los pasillos del aeropuerto justo cuando mi avión despegaba, y fui directa en busca de un baño. Me lavé la cara y las manos durante un buen rato mientras pensaba e intentaba poner en orden mis ideas. Podría llamar a Shazea y decirle que intentaría ir unos días después, ya con un documento válido, o rendirme y volver a casa, o...
De pronto, las luces del baño empezaron a bailar. Un cálido latigazo de ansiedad me recorrió desde los pies hasta la cabeza y la voz de megafonía parecía vibrar con nuevos registros. Miré a mi alrededor con los ojos entornados: estaba rodeada de nebulosas vivas de luz que se sobreponían como neones gigantescos. El cuarto de baño se había convertido en la Aurora Boreal. Era realmente hermoso, aunque cegador. Me miré en el espejo. Me había convertido en un dibujo Manga: dos esferas brillantes, enormes y negras acaparaban la parte superior de mi cara y, aunque no tenía control sobre mis gestos, sonreía radiantemente cual Heidi camino a las montañas.
Una mujer entró y empezó a pintarse los labios de rojo pasión. Me miró y sonrió. Quise ser su hermana, su confidente y su guía espiritual. Algo en mi expresión le debió de transmitir lo mismo porque me ofreció la barra de labios.
- Veo que te gusta. ¿Quieres?
- Sí, ¡gracias! De verdad que te agradezco tu amabilidad. Parece mentira con qué facilidad me has leído el pensamiento. Creo que tienes una percepción especial. En serio. Dentro de ti hay un ser luminoso.
Hice ademán de pintarme la sonrisa con esmero pero me temblaba la mano. Alcancé a marcar dos o tres puntitos y luego esparcir el carmín por el resto de los labios restregándolos con fruición. Sabía que estaba dando el espectáculo, pero importaba mucho menos que antes. Le pregunté dónde iba, a qué iba, y si le hacía feliz la idea de aquel viaje. La mujer se excusó rápidamente, me arrebató el carmín y se marchó.
La imaginé acudiendo espantada a aquella comisaría del Infierno, a delatarme. Pero yo tenía una misión. No sabía muy bien cuál, sólo que la primera fase era encontrar algo que beber. Busqué las gafas de sol y, debidamente camuflada, salí corriendo a cumplirla.
La sala del aeropuerto pasó a mi lado como un tren en movimiento, dejando estelas de luz y color difusos. Corrí hacia la primera máquina de refrescos, pasándome la lengua por los labios rojos como si estuviera en el desierto. Saqué una botella de agua de litro y medio, y me bebí la mitad de un par de tragos.
Todavía por aquel entonces dejaban fumar en Barajas. Me senté en otro banco y encadené un cigarrillo con otro, mientras respiraba. A veces, de pronto uno es totalmente consciente de que respira, y nunca lo fui tanto como en ese momento: mi caja torácica se abría y cerraba, se abría y cerraba, en rítmicas de cadencia cada vez más profunda. Me costaba pensar. Una vocecita que provenía de algún lugar de mi cabeza aún cuerdo me repetía que saliera de ahí cuanto antes. Cuanto antes. A ser posible, a algún lugar oscuro con música de fondo. Pero no era capaz de guiarme. No era capaz. Me levanté de nuevo, y mientras intentaba formarme un esquema medianamente lógico de la realidad en la cabeza paseé por los pasillos abarrotados del aeropuerto, arrastrando la maleta, hasta llegar a las ventanillas de las líneas aéreas.
La sala del aeropuerto pasó a mi lado como un tren en movimiento, dejando estelas de luz y color difusos. Corrí hacia la primera máquina de refrescos, pasándome la lengua por los labios rojos como si estuviera en el desierto. Saqué una botella de agua de litro y medio, y me bebí la mitad de un par de tragos.
Todavía por aquel entonces dejaban fumar en Barajas. Me senté en otro banco y encadené un cigarrillo con otro, mientras respiraba. A veces, de pronto uno es totalmente consciente de que respira, y nunca lo fui tanto como en ese momento: mi caja torácica se abría y cerraba, se abría y cerraba, en rítmicas de cadencia cada vez más profunda. Me costaba pensar. Una vocecita que provenía de algún lugar de mi cabeza aún cuerdo me repetía que saliera de ahí cuanto antes. Cuanto antes. A ser posible, a algún lugar oscuro con música de fondo. Pero no era capaz de guiarme. No era capaz. Me levanté de nuevo, y mientras intentaba formarme un esquema medianamente lógico de la realidad en la cabeza paseé por los pasillos abarrotados del aeropuerto, arrastrando la maleta, hasta llegar a las ventanillas de las líneas aéreas.
Ahí me paré, escudriñando tras las gafas y mordiéndome los labios como un niño a la puerta de una pastelería.
Tenía un mes de vacaciones, algo de dinero, y muy pocas ganas de enfrentarme a más policías. De todas las cosas que se me ocurrían en el mundo, lo último que quería hacer era ver la cara de un poli. Y menos aún hacer el tortuoso viaje de vuelta a casa, sobre todo porque era de día y el sol brillaba amenazante. Pensé en llamar a alguien, pero no quería dar explicaciones. Una llamada de socorro desde Barajas, y especialmente desde el mundo de Nunca Jamás, hubiera espantado a cualquiera. La mera idea me hacía reír.
- ¡Me voy de aquí!
La gente a mi alrededor sonrió. “Ahí va otra turista entusiasta”, debieron pensar. Les sonreí abiertamente. Respiré. Bebí.
Tenía que haber algún sitio donde ir. El mundo era muy grande. Y la mejor salida de aquel aeropuerto tan cruelmente luminoso, aun con gafas de sol, era hacia arriba.
Me acerqué a la ventanilla de KLM. Siempre me había gustado la letra K.
Empecé a pedir precios como si fuera la frutería.
Había una oferta muy tentadora a Estambul, y otra a Ámsterdam. También ofrecían viajes baratos a Viena, a Praga y a Moscú.
Ah, pero Moscú no está en la Comunidad Europea...todavía recordaba las palabras de aquel policía.
- ¿Y no hay nada realmente económico para salir hoy mismo? ¿A Europa?
La perpleja azafata miró el catálogo.
- Atenas, veinticinco mil pesetas.
- ¿Grecia es de la Comunidad Europea?
- Sí, señorita.
- ¿Seguro?
- Seguro.
Entonces recordé a Yiannis, el chipriota que había sido mi mejor amigo en la facultad y que se había recluido en Atenas para vivir su homosexualidad libremente. ¡El dulce Yiannis! De pronto necesitaba verlo. De pronto, la Acrópolis se extendía frente a mi en todo su esplendor. Me imaginé durmiendo a la sombra de los viñedos y escuché a Zorba cantar en la lejanía al ritmo de un sirtaki. Era mi destino. Todo encajaba, todo tenía una explicación factible. Yiannis me esperaba.
Tenía un mes de vacaciones, algo de dinero, y muy pocas ganas de enfrentarme a más policías. De todas las cosas que se me ocurrían en el mundo, lo último que quería hacer era ver la cara de un poli. Y menos aún hacer el tortuoso viaje de vuelta a casa, sobre todo porque era de día y el sol brillaba amenazante. Pensé en llamar a alguien, pero no quería dar explicaciones. Una llamada de socorro desde Barajas, y especialmente desde el mundo de Nunca Jamás, hubiera espantado a cualquiera. La mera idea me hacía reír.
- ¡Me voy de aquí!
La gente a mi alrededor sonrió. “Ahí va otra turista entusiasta”, debieron pensar. Les sonreí abiertamente. Respiré. Bebí.
Tenía que haber algún sitio donde ir. El mundo era muy grande. Y la mejor salida de aquel aeropuerto tan cruelmente luminoso, aun con gafas de sol, era hacia arriba.
Me acerqué a la ventanilla de KLM. Siempre me había gustado la letra K.
Empecé a pedir precios como si fuera la frutería.
Había una oferta muy tentadora a Estambul, y otra a Ámsterdam. También ofrecían viajes baratos a Viena, a Praga y a Moscú.
Ah, pero Moscú no está en la Comunidad Europea...todavía recordaba las palabras de aquel policía.
- ¿Y no hay nada realmente económico para salir hoy mismo? ¿A Europa?
La perpleja azafata miró el catálogo.
- Atenas, veinticinco mil pesetas.
- ¿Grecia es de la Comunidad Europea?
- Sí, señorita.
- ¿Seguro?
- Seguro.
Entonces recordé a Yiannis, el chipriota que había sido mi mejor amigo en la facultad y que se había recluido en Atenas para vivir su homosexualidad libremente. ¡El dulce Yiannis! De pronto necesitaba verlo. De pronto, la Acrópolis se extendía frente a mi en todo su esplendor. Me imaginé durmiendo a la sombra de los viñedos y escuché a Zorba cantar en la lejanía al ritmo de un sirtaki. Era mi destino. Todo encajaba, todo tenía una explicación factible. Yiannis me esperaba.
Compré un billete a Atenas con escala en Roma. Sólo tendría que esperar dos horas.