jueves, noviembre 30, 2006

En las nubes - II

2. El baile de los neones

Admito que el pánico había anulado mi sensatez: nunca había ingerido tal cantidad de química ilegal de una sentada. La idea de la muerte empezó a rondarme mientras esperaba a la vuelta del policía. Me imaginaba los titulares: “joven muerta en Barajas por una sobredosis de drogas de diseño. Entre sus pertenencias se encontró un poema que plagiaba flagrantemente a W. H. Auden.”

Me quedaban aproximadamente 45 minutos de vida, o de cordura.

Mi carcelero apareció diez minutos más tarde, acompañado de una robusta mujer policía de rostro rotundo y circunspecto. Me dejó a solas con ella y volvió a desaparecer, dando otro portazo. La mujer me miró y se cruzó de brazos, entornando los labios en una mueca ladeada.

- Qué, ¿ya está más tranquila?
- ¿Tranquila? Estoy retenida y a punto de perder un avión.
- Creo que ya le han explicado que esta comisaría no puede hacerse cargo de sus documentos caducados.
- Es decir, que no me va a ayudar.
- Abra la maleta. Y el bolso.
- ¿De verdad no me va a ayudar?

La mujer agarró mi maleta, la abrió con un certero y rápido RASSS, como si estuviera destripando a una trucha, y lo sacó todo para volver a meterlo en un prodigio de desorden. Lo mismo ocurrió con el bolso.

Lo mejor era salir de ahí lo antes posible, para que no fueran testigos de lo que pudiera pasar después. Abandoné la resistencia y me dejé hacer. Mi carcelera revisó todas mis pertenencias, incluyendo mis malogrados y caducos documentos, y me sermoneó severamente por mentir acerca del robo de mi DNI. También me cacheó, aunque afortunadamente no consideró necesario inspeccionar mis partes más ocultas. Al término del ritual me devolvió mis cosas y me espetó:

- Por favor, márchese antes de que decida sancionarla.

No dudé ni un momento en obedecer.

Volví a los pasillos del aeropuerto justo cuando mi avión despegaba, y fui directa en busca de un baño. Me lavé la cara y las manos durante un buen rato mientras pensaba e intentaba poner en orden mis ideas. Podría llamar a Shazea y decirle que intentaría ir unos días después, ya con un documento válido, o rendirme y volver a casa, o...

De pronto, las luces del baño empezaron a bailar. Un cálido latigazo de ansiedad me recorrió desde los pies hasta la cabeza y la voz de megafonía parecía vibrar con nuevos registros. Miré a mi alrededor con los ojos entornados: estaba rodeada de nebulosas vivas de luz que se sobreponían como neones gigantescos. El cuarto de baño se había convertido en la Aurora Boreal. Era realmente hermoso, aunque cegador. Me miré en el espejo. Me había convertido en un dibujo Manga: dos esferas brillantes, enormes y negras acaparaban la parte superior de mi cara y, aunque no tenía control sobre mis gestos, sonreía radiantemente cual Heidi camino a las montañas.

Una mujer entró y empezó a pintarse los labios de rojo pasión. Me miró y sonrió. Quise ser su hermana, su confidente y su guía espiritual. Algo en mi expresión le debió de transmitir lo mismo porque me ofreció la barra de labios.

- Veo que te gusta. ¿Quieres?
- Sí, ¡gracias! De verdad que te agradezco tu amabilidad. Parece mentira con qué facilidad me has leído el pensamiento. Creo que tienes una percepción especial. En serio. Dentro de ti hay un ser luminoso.

Hice ademán de pintarme la sonrisa con esmero pero me temblaba la mano. Alcancé a marcar dos o tres puntitos y luego esparcir el carmín por el resto de los labios restregándolos con fruición. Sabía que estaba dando el espectáculo, pero importaba mucho menos que antes. Le pregunté dónde iba, a qué iba, y si le hacía feliz la idea de aquel viaje. La mujer se excusó rápidamente, me arrebató el carmín y se marchó.
La imaginé acudiendo espantada a aquella comisaría del Infierno, a delatarme. Pero yo tenía una misión. No sabía muy bien cuál, sólo que la primera fase era encontrar algo que beber. Busqué las gafas de sol y, debidamente camuflada, salí corriendo a cumplirla.

La sala del aeropuerto pasó a mi lado como un tren en movimiento, dejando estelas de luz y color difusos. Corrí hacia la primera máquina de refrescos, pasándome la lengua por los labios rojos como si estuviera en el desierto. Saqué una botella de agua de litro y medio, y me bebí la mitad de un par de tragos.

Todavía por aquel entonces dejaban fumar en Barajas. Me senté en otro banco y encadené un cigarrillo con otro, mientras respiraba. A veces, de pronto uno es totalmente consciente de que respira, y nunca lo fui tanto como en ese momento: mi caja torácica se abría y cerraba, se abría y cerraba, en rítmicas de cadencia cada vez más profunda. Me costaba pensar. Una vocecita que provenía de algún lugar de mi cabeza aún cuerdo me repetía que saliera de ahí cuanto antes. Cuanto antes. A ser posible, a algún lugar oscuro con música de fondo. Pero no era capaz de guiarme. No era capaz. Me levanté de nuevo, y mientras intentaba formarme un esquema medianamente lógico de la realidad en la cabeza paseé por los pasillos abarrotados del aeropuerto, arrastrando la maleta, hasta llegar a las ventanillas de las líneas aéreas.
Ahí me paré, escudriñando tras las gafas y mordiéndome los labios como un niño a la puerta de una pastelería.

Tenía un mes de vacaciones, algo de dinero, y muy pocas ganas de enfrentarme a más policías. De todas las cosas que se me ocurrían en el mundo, lo último que quería hacer era ver la cara de un poli. Y menos aún hacer el tortuoso viaje de vuelta a casa, sobre todo porque era de día y el sol brillaba amenazante. Pensé en llamar a alguien, pero no quería dar explicaciones. Una llamada de socorro desde Barajas, y especialmente desde el mundo de Nunca Jamás, hubiera espantado a cualquiera. La mera idea me hacía reír.

- ¡Me voy de aquí!

La gente a mi alrededor sonrió. “Ahí va otra turista entusiasta”, debieron pensar. Les sonreí abiertamente. Respiré. Bebí.

Tenía que haber algún sitio donde ir. El mundo era muy grande. Y la mejor salida de aquel aeropuerto tan cruelmente luminoso, aun con gafas de sol, era hacia arriba.

Me acerqué a la ventanilla de KLM. Siempre me había gustado la letra K.

Empecé a pedir precios como si fuera la frutería.

Había una oferta muy tentadora a Estambul, y otra a Ámsterdam. También ofrecían viajes baratos a Viena, a Praga y a Moscú.

Ah, pero Moscú no está en la Comunidad Europea...todavía recordaba las palabras de aquel policía.

- ¿Y no hay nada realmente económico para salir hoy mismo? ¿A Europa?

La perpleja azafata miró el catálogo.

- Atenas, veinticinco mil pesetas.
- ¿Grecia es de la Comunidad Europea?
- Sí, señorita.
- ¿Seguro?
- Seguro.

Entonces recordé a Yiannis, el chipriota que había sido mi mejor amigo en la facultad y que se había recluido en Atenas para vivir su homosexualidad libremente. ¡El dulce Yiannis! De pronto necesitaba verlo. De pronto, la Acrópolis se extendía frente a mi en todo su esplendor. Me imaginé durmiendo a la sombra de los viñedos y escuché a Zorba cantar en la lejanía al ritmo de un sirtaki. Era mi destino. Todo encajaba, todo tenía una explicación factible. Yiannis me esperaba.

Compré un billete a Atenas con escala en Roma. Sólo tendría que esperar dos horas.

sábado, noviembre 25, 2006

En las nubes - I


1. Un despiste

Mil novecientos noventa y tres fue el año en que mi íntima amiga Shazea se marchó a vivir a Londres con aquel inglés rubio, sonriente y sonrosado que se había adosado. Habíamos sido inseparables desde primero de facultad, y sin ella me sentía huérfana. Atrás quedaron nuestras largas noches en las barras más sórdidas de Malasaña, consumiendo tequilas e incitando a los camareros; nuestras tardes literarias en el suelo de su piso en la Calle del Tesoro, con velas, marihuana y la compañía de Nina Simone, The Cult o Violent Femmes; los desayunos de bocatacalamares y cañas en el Rastro antes de irnos a la cama; las interminables discusiones que siempre acababan bien y a menudo en las mismas barras sórdidas y con los mismos camareros. Atrás quedaban años de confidencias, locuras compartidas y empatía.

Me dolió mucho su emigración, pero en el fondo me alegré por ella, porque sabía que era feliz aunque fuera sin mí.

Por eso, cuando un año después me llegó la invitación a su boda, empecé a organizarme desde un mes antes: acomodé mis vacaciones de verano, pedí un préstamo, me compré un vestido extravagante de los años cincuenta, me corté el pelo, me puse a dieta, y saqué un billete de avión muy barato a Londres. Iría una semana antes, para celebrar su despedida de soltera las dos solas con el escándalo entusiasta que nos caracterizaba.

Preparé dos regalos: para los novios, un poema que leería en la ceremonia; para nuestra fiesta particular, cuatro pastillas de éxtasis en una pastillera de plata y arabescos que había pertenecido a mi abuela.

Barajas bullía con viajeros y las colas eran interminables. Pero yo había cumplido todas las leyes de la previsión y llegué tres horas antes del vuelo. Desayuné parsimoniosamente y luego me puse a esperar para facturar la maleta.

Cuando llegué al final de la cola de British Airways ya sólo quedaban dos horas. No había por qué preocuparse: seguía sobrando tiempo. Entregué mi DNI y mi billete.

La azafata me devolvió el DNI y me dijo que necesitaría enseñarle el pasaporte.

- ¿Por qué? – pregunté.
- Porque su DNI caducó ayer, señorita.

Recuerdo que entonces sentí esa leve sensación de calor en la parte inferior del estómago, la misma que precede a un mal presagio, a una mala noticia o a un orgasmo. Tragué y asentí. No pasaba nada: tenía mi pasaporte.

Después de un leve rebuscar nervioso en el bolso, saqué el preciado documento y se lo entregué a la azafata con una sonrisa. Tras una breve ojeada, me lo devolvió:

- Su pasaporte caducó hace dos semanas.
- ¿Cómo?
- Como le digo. Le ruego que retire su maleta de la báscula para que pueda atender al siguiente pasajero.
- Pero...
- No puedo hacer nada. Si necesita un documento de emergencia, vaya a la oficina de policía, al final de aquel pasillo.
- Pero...
- Retire su maleta, por favor. Gracias.

Era un veinticinco de julio. Santiago apóstol. Al menos la mitad de la plantilla del aeropuerto y del país estaba de vacaciones. En la oficina de la policía había un solo empleado, que evidentemente había tenido un mal día. Cuando llegué, estaba discutiendo con un turista americano al que le habían robado la cámara de fotos, intentándole convencer con un inglés alfredolandesco de que no podía hacer nada, ni siquiera cursar una denuncia.

- Nozing, nozing, sorry. Go to polís in sity.

El pobre turista intentaba razonar: la cámara se la habían robado en el aeropuerto, y el centro estaba a 40 Km. Pero el policía se mantenía en sus trece:

- Polís in sity.

El turista, que ya se había percatado de que no se estaba haciendo entender, aprovechó para espetar al policía con todo tipo de lindezas que en su país hubieran acabado con sus huesos en Guantánamo.

En un torpe intento de agilizar las cosas para solucionar lo mío, entré en la conversación y traduje al policía irritado una versión libre de insultos de lo que el turista estaba intentando explicarle.

- ¿Qué pasa, que me ves cara de tonto?

Me callé, y puse mi mejor cara de sumisión. Le dije al turista que mejor se olvidara de su cámara, que al fin y al cabo estaba en España. El hombre me miró de arriba abajo, esputó varias palabras empezando por F, y se marchó indignado.

Entonces ensayé una sonrisa, y me acerqué tímidamente a la ventanilla para exponer mi caso, aun sospechando por la cara de infinito hastío del policía que no iba a ser mucho más fácil de solucionar que el de mi predecesor. Pero ideé una estrategia de última hora.

- Necesito un pasaporte de emergencia, el mío ha caducado y no me había dado cuenta.
- DNI.
- Pues... resulta que me han robado la cartera justo ahora, y con ella el DNI. Así que también tendré que poner una denuncia.
- Está claro que me ves cara de tonto. Aquí sólo estoy yo. No puedo hacer nada. Vete a la comisaría de Sol.
- Pero es que mi avión sale dentro de una hora.
- ¿Y qué?
- Por favor, haga algo. Voy a la boda de mi mejor amiga.
- ¿Dónde?
- En Londres.
- No puedes ir a Londres con un pasaporte caducado. Eso sí, puedes ir a cualquier otro país de la Unión Europea. Pero al Reino Unido no.
- Entonces, ¿me puede ayudar?
- No.
- Pero es que no me da tiempo a ir a comisaría...
- ¿Te lo explico otra vez? No puedo atenderte.

Detrás de mí se iba formando una pequeña cola: víctimas de carteristas, dueños de maletas robadas, etc.

Decidí que esa noche dormiría en Inglaterra como fuera. La diplomacia fue abandonándome para dar paso a la rebeldía.

- Esto es una comisaría. Creo que tengo derecho a exigir este trámite.
- Vamos a ver, ¿te vas a poner gallita como el yanqui?
- No me pienso ir sin que me tramite una denuncia y me emita un pasaporte de emergencia.
- Muy bien. Pasa por aquí.

El hombre salió de la oficina, me agarró por la muñeca con más fuerza de la necesaria, y me arrastró a una sala vacía, donde tan sólo había un par de sillas y una mesa. Una vez ahí, me dio un empujón en los hombros y caí sobre una de las sillas.

- Te esperas aquí hasta que yo venga, y hablamos. Y espero no tener que llamar a algún compañero.

Salió dando un portazo, y me dejó ahí sola.

La sensación de calor se había multiplicado y ya recorría todas mis entrañas. La idea de perderme aquel viaje por culpa de mi imperdonable doble despiste me sobrecogía. Empecé a llorar.

Y entonces fue cuando sopesé la situación: estaba encerrada en una sala de la comisaría del aeropuerto. Mis documentos no estaban en regla. Había mentido acerca de un robo, cosa que podrían comprobar fácilmente con sólo vaciarme el bolso.
De pronto, recordé algo.

La pastillera de la abuela.

Sorbiendo a toda prisa por la nariz, miré en el fondo del bolso: ahí estaban. Las había envuelto en plástico y a su vez las había enterrado en una bola de algodón impregnada de colonia, para evitar cualquier tipo de detección. Pero ahora estaba retenida por un sádico, y aunque sólo eran cuatro pirulas no quería arriesgarme a tener problemas de verdad.

Miré a mi alrededor: seguramente habría cámaras. Empecé a lloriquear, esta vez fingiendo puesto que la sensación de terror me había secado las lágrimas de golpe. Metí las manos en el bolso y, como si buscara algo, desenvolví el éxtasis. Saqué la mano de nuevo con un paquete de Kleenex, y mientras me sonaba la nariz me fui tragando las pastillas, una a una.

domingo, noviembre 19, 2006

El dios de barro


Perdí la fe en ese dios de barro.
Barrí la estela de sus milagros
Y de su estampa.
Guardé el rosario, cerré la urna,
Quemé el altar.
Olvidé los rezos y plegarias,
Rasgué los restos de devoción.
Me arranqué el pequeño escapulario,
Lo hice un nudo
Y lo tiré al mar.
Ahogué las ascuas de la pasión
En el recuerdo.
Y así, pagana,
Laica e infiel,
Lancé esa cruz sobre la cuneta
Y me puse a andar.
Allá el infierno, allá los cielos.
Allá ese limbo donde descansan
Los niños que nunca nacerán.
Allá el demonio con sus desvanes.
Que venga hasta aquí y que se me lleve
Porque mi fe ya no volverá.
Que venga Dios y me ponga un reto,
Porque si peco, peco sin culpa
Y mi inocencia es aún más pecado
Porque la niego. ¿Qué más me da?
Si ya no hay más barro en este patio,
Si ya mi sangre
No es de su sangre
Si ya mi carne no es de su carne.
Si ya no hay pan con qué comulgar.

jueves, noviembre 16, 2006

Pirata


He dado un paseo por el terreno que configura tu geografía.
El campo es liso, la tierra es llana.

Apenas baches.

Es casi imperceptible el viento,

Pero sí hay lluvia.
A menudo, tuve que guarecerme en un rincón
- el párpado izquierdo hizo de marquesina-
Para evitar el aguacero. Y no es que no me guste mojarme,
No…
Es que luego vengo a la oficina
Completamente empapada
Y me preguntan, “¿Está lloviendo?”
Y nunca sé qué contestar.
Me compraré un paraguas.

Mientras tanto, he descubierto un huequecillo
Muy resbaladizo en el iris derecho,
Donde, los días de sol, se abren los claros
Y se me entumecen los ojos de luz
verdiazulamarilla
Que parece taladrar el espacio
Desde las más recónditas estrellas de Orión.
Me compraré un pararrayos.

Me compraré una brújula.

Y no, no te preocupes.
Cuando tenga el mapa dibujado
Lo meteré en una botella y te lo enviaré

Con las coordenadas,
Y así te pongas el parche

El loro en el hombro

Y sepas cuántos pasos dar exactamente

En pos de tu botín

jueves, noviembre 02, 2006

Al oeste de todo - X y último


10. Like a motherless child




Cogí el metro hasta Harlem y me adentré entre las calles diáfanas, el olor a pollo frito y los niños jugando a la pelota contra los graffitis. Un precoz sol de mañana celebraba el ambiente dominical reflejándose en los vestidos y sombreros blancos de las ancianas endomingadas rumbo a la iglesia con su prole de hijas e hijos, cuñadas, cuñados y nietos, todos igualmente engalanados y ruidosos. Seguí a un grupo hasta la puerta de la Abyssinian Baptist Church, alisé como pude las arrugas de mi abrigo y entré, colocándome discretamente en un banco al fondo de la iglesia.

El pastor, alto y revestido de blanco inmaculado, pilotó el viaje a la exaltación mística. La gente asentía, respondía, se entusiasmaba cada vez más, como si no hubiera verdad más grande que sus palabras ni mal más despreciable que lo que se encontraba fuera de su discurso. Y, sin embargo, había un tono de enternecedora bondad en cada gesto. Cuando rompió a cantar el coro, cerré los ojos.


Sometimes I feel like a motherless child
Sometimes I feel like a motherless child
Sometimes I feel like a motherless child
A long way from home (*)


Hambre. La impermeabilidad, cuando va abandonando la piel, produce mucho hambre. Comí arroz creole en un restaurante abarrotado de gente, repetí dos veces el café, y me senté en un banco de Sugar Hill a mirar cómo el cielo se volvía cada vez más gris.

Y, aunque el viento aullaba al atardecer cuando volvía a Brooklyn a través de interminables venas subterráneas, aunque se podía sentir su látigo sobre las ventanas del vagón al cruzar el puente sobre el Hudson, y el skyline brillaba con una pálida luz grisácea bajo el cielo cargado de electricidad, las voces estaban calladas dentro del túnel y el polvo se iba levantando sobre las ruinas. Y pensar, volver a pensar, como si pensar fuera un juego nuevo, como si fuera un reto, como si el que una vez te quiso nunca te hubiera tenido para perderte ni el que te vio nacer hubiera vivido para morir. Como si la vida realmente no fuera más que subirse al tiovivo de un parque en plena verbena, y los cataclismos del destino la risotada de los cabezudos.

Sarah me recibió con mil preguntas, pero no fui capaz de contestar a casi ninguna. Sólo quería descansar. Alan, que aún estaba ahi, nos invitó a una tertulia literaria en la fundación donde trabajaba James.

- Nos llamó y dijo que te habías ido sin despedirte. ¿Tan mal fue?
- Fue maravilloso.
- ¿No vas a venir?
- No. Estoy cansada y hay tormenta.

Cuando se marcharon me quedé dormida como un bebé en el sofá del salón. No soñé nada.

Amanecí la mañana siguiente tapada con una manta, Sarah zarandeándome suavemente el hombro.

- Me voy a trabajar. No podré acompañarte al aeropuerto.
- No te preocupes. Nos veremos pronto, quién sabe dónde.

Nos abrazamos. Nos prometimos escribir. Prometí escribirles a todos, mandarles las fotos, tenerles al tanto de mi vida.

En el aerobús rumbo a JFK, apoyé la cabeza contra el cristal de la ventana y pensé en qué película pondrían en el avión.

(*) A veces me siento como un niño sin madre
A veces me siento como un niño sin madre
A veces me siento como un niño sin madre
Muy lejos de casa


Foto: Niños y cerdos en un camión, Harlem, NY