miércoles, diciembre 19, 2007

Felices fiestas


El lapsus ha sido muy largo... pero la vida vuelve a su curso normal.
La primera semana de enero continuarán las aventuras griegas... y todo lo demás.
Besos y felices fiestas
Alicia

miércoles, septiembre 19, 2007

Pausa

No es que no quiera; no es que no sepa cómo... es una pausa.

Hoy, este blog cumplió dos años y 18 días. Creo que abrir esta ventana me ha servido de mucho más de lo que esperaba. La ventana se abrió hacia dentro a la vez que hacia fuera, y en la mayoría de los escritos que aquí he ido dejando caer está la esencia de muchas cosas que han ocurrido. Puedo decir que estoy ahora en un lugar mejor que donde estaba ese 1 de septiembre del 2005, y precisamente por eso tengo más ganas que nunca de seguir.

Si embargo, las circunstancias a veces limitan. Mi primera reacción es dejarlo estar hasta "encontrar tiempo" y no decir nada, pero en estos dos años han ido y venido gente con quien, de una forma u otra, siento que he adquirido un compromiso. Sobre todo con los que se han quedado.

Estos días tengo a mi madre ingresada. Se recuperará, pero no es fácil sobrellevar la tensión. Paso muy poco tiempo aquí delante y menos aún con capacidad para hilvanar la historia. Lo "bueno" de esto es que sí tengo tiempo para pensar en las siguientes, y para darle formato a mis planes.

Aquí sigo, y os mando un saludo a todos. Hasta muy pronto.

Alicia

sábado, julio 28, 2007

En las nubes - X

10. Un paseo por el Olimpo y un descenso al Hades.

Estaba claro que había llegado a un lugar donde las reglas eran diferentes. Era curioso: pensé que todo lo que me había ocurrido había sido a causa de las drogas. Pero en realidad no era más que el mundo que se abría en todas sus facetas y yo, que nunca lo había visto tan de cerca, había saltado dentro de su espiral. Nada había cambiado, con la excepción de que mi cuerpo, tras haber vencido la enfermedad, me había devuelto una visión un poco menos manipulada de la realidad pero sí más lúcida. La realidad era muy diferente a como yo la había imaginado antes de aquel viaje.

Desperté de madrugada con el sonido de las campanas de la iglesia, salí al balcón y oteé las nubes danzantes de golondrinas en el cielo griego. Achinando los ojos, intenté adivinar – como Eurípides – dónde me llevarían ese día. Se lo pregunté a Yiannis.

- Deja de filosofar con tu vida y sé una turista de una vez por todas.

Le miré en silencio, metí mi cuadernillo en el bolso, escondí la cámara y salí con él a la calle. Nos despedimos en la plaza de Evangelismos, en la parada del autobús. Él se fue a su trabajo y yo a la Acrópolis.

En las primeras luces del día, caminando calle arriba, la ciudad se desperezaba a toda rapidez a mi paso. Al llegar a Syntagma, una ordenada tropa de soldados con vistosas mallas y camisas blancas repicaron sus botas en el cambio de guardia, cimbreando las orlas rojas en la breve brisa que moriría con el sol de verano. Las terrazas ya estaban pobladas de jóvenes sorbiendo frappés fríos y jugueteando con pulseras de cuentas de metal. Y en la Plaka, los comerciantes desempolvaban las mesas para alinear sus puestos de ropa y abalorios bajo los toldos multicolor. Me senté a desayunar a la puerta de un café, y esperé, escribiendo, a que pasara el rato hasta la hora de apertura.

A las diez de la mañana subí las escalinatas esquivando turistas como una ardilla. Lo primero que vi fue el Partenón, inmenso, abierto, roto, desgastado y cansado, pero igualmente inmenso. Sí, soy impresionable y entonces lo era aún más. ¡Había llegado al Olimpo! Y me lo tenía ganado.

A pesar de las masas que ya poblaban la zona a primera hora, pude disfrutar del entorno e imaginarme ahí entonces, en el principio de los tiempos. Es en lugares así que realmente se cobra conciencia de la historia e incluso del papel de cada uno de nosotros en ella.

Pero era también irónico que precisamente lo que ahí faltaba – los relieves de la fachada, las hermosas Cariátides del Ectereión y tantas otras reliquias - era falso. Las imitaciones eran casi perfectas, pero falsas. Los originales están alegremente custodiados por los londinenses – aquellos que no me abrieron las puertas al principio de mi viaje. Pasando mis dedos por las piedras de los templos violentados, me sentí como Byron dispuesto a morir en tierras helenas. ¿O era el sol? Una vez más, se me nubló la vista. Miré a mi alrededor: llevaba cuatro horas paseando de un lugar a otro de la Acrópolis, soportando empujones de rollizos americanos o de japoneses despistados, y mirando hacia las cúspides de las columnas aturdida. La ropa se me pegaba al cuerpo y el polvo me llenaba los ojos. Salí corriendo sin siquiera decir adiós a los dioses, y tracé con el dedo en el mapa una línea vertical hacia arriba, hacia el norte, donde aparecía el azul del mar.

Nunca se me dieron mal los mapas ni las guías, a pesar de mi condición femenina. Había líneas de autobuses que salían de Syntagma, y en media hora me planté en la parada. El truco de meter la cabeza entre el torrente de gente entrando en el autobús nada más abrir las puertas y gritar al conductor: “Beach?!” parecía funcionar: todos decían que no, pero que el siguiente autobús sin duda me llevaría. Una hora después, cuando casi había perdido toda esperanza, un conductor me miró directamente a los ojos y replicó:

- Yes. Beach. Limanaka. Very nice.

Very nice me venía muy bien. Me subí al autobús, conseguí un asiento a la sombra y apoyé la cabeza contra el cristal. Cuando empezó a aparecer la costa, una hora después, llegaba también la tarde. Yiannis debía estar volviendo a casa.

- Un bañito y vuelvo en el siguiente autobús - me dije.

Me bajé, bajo indicación del conductor, en las playas de Limanaka. Me dejó en una larga carretera polvorienta. Antes de arrancar agitó la cabeza hacia el mar: obedecí y cambié mi rumbo. A la izquierda, una ladera pedregosa y empinada descendía hasta una caleta tan azul que casi dolía mirarla. Compré una botella de agua en un tenderete y bajé cuidadosamente por la colina. No llevaba ni una toalla, pero la camisa serviría.



Viendo que todo el mundo estaba desnudo y estratégicamente desperdigado entre las rocas, hice nudismo por primera vez en mi vida. Al fin y al cabo, nadie me conocía y mi celulitis permanecería en el anonimato. Me tumbé sobre una roca y dormité un rato. Cuando desperté, escuché unas risas entrelazadas con chácharas ininteligibles. Lo primero que vi fue una serie de dunas redondas y tostadas al sol de la tarde. Por un momento, pensé que había muerto y resucitado en Arrakis. Pero luego comprobé que se trataba de cuatro culos. Cuatro chicos y una chica se habían tumbado, como Dios les trajo al mundo, a escasos centímetros de mi camisa, mi bolso y yo.





Me saludaron. Les saludé. Me ofrecieron un porro y me negué lo más elegantemente que mi desnudez podía permitírmelo. No parecían muy convencidos del hecho de que su presencia había desbaratado mi vida en ese momento. No sabiendo cómo reaccionar, sonreí tímidamente y, antes de entrar en una conversación para la cual no estaba aún preparada, escondí mis cosas bajo la camisa y bajé al agua. Ahí abajo nadie reparaba en mí: aquello era maravilloso. Chapoteé feliz un rato muy largo mirando al horizonte infinito del Egeo e intentando adivinar las siluetas de las Cíclades, hasta que empezó a oscurecer. Tendría que volver y coger otro autobús, aunque ello supondría salir del agua desnuda, cual Afrodita, y tal vez confraternizar con mis vecinos. La idea, ya despierta, no parecía tan mala. Pero cuando me aproximé a mi roca comprobé que ya no estaban.

Y comprobé otra cosa:

Se lo habían llevado todo, menos, piadosamente, mi ropa.

domingo, junio 03, 2007

En las Nubes - IX

10. ¡Bienvenida a Atenas!

Me senté un rato sobre el pedazo esférico de una de las columnas que habían caído al suelo cientos de años antes, a beber un poco de sol y regenerar mis marchitas células. Nunca había creído en el destino. Sin embargo, algo me decía que llegar a esta tierra extraña no había sido un mero accidente ni el simple resultado del caos: era una forma de ordenar el caos. Toda historia épica consiste en un problema por resolver, un viaje, un peligro, un enfrentamiento y un desenlace. ¿En qué parte me encontraba ahora? – me preguntaba yo. ¿Dónde habitaban las sirenas y los dragones marinos? ¿Qué más obstáculos tendría que afrontar?

Los mayores obstáculos nacen en el interior de nuestra cabeza: esa lección la tenía aprendida hacía mucho tiempo, pero evidentemente no estaba madurada. Mientras la ciudad se extendía frente a mí en su nube de polvo, su enjambre humano y el caos multisonoro del tráfico demente, apoyaba las manos sobre la piedra y recorría con los dedos las estrías milenarias. Cientos de fantasmas batían sus alas a mi alrededor, recordándome que hacía dos mil años alguien había tallado estas columnas para sostener el templo del dios, y que no debía fiarme del sol, ni del polvo de la calzada, ni siquiera de mis propios ojos, porque el mundo no es más que un círculo que termina en el mismo sitio donde empezó, un ciclo constante donde ir no necesariamente significa “marcharse” sino que a menudo es “volver”.

Tuve la impresión de que el tiempo se me hacía pequeño y se estrechaba entre mis manos, introduciéndose por mis venas para subir hasta el pecho. Mi corazón latía tiempo y la sangre lo iba desmenuzando minuto a minuto, día a día y siglo a siglo por cada una de mis arterias. Me tumbé boca arriba con los ojos cerrados y el sol hizo una cortina brillante de mis párpados, que bailaban en la luz como luciérnagas. Respiré tiempo un rato hasta que me llegó a las puntas de los dedos y los pies, cosquilleando repetitivamente de forma que casi me impulsaba hacia arriba. Creí levitar.

Abrí los ojos y recordé el “efecto flashback” del éxtasis. Me eché el resto de la botella de agua por la cabeza y me levanté.

Y así, medio flotando y empapada, fui a buscar el amparo de las sombras refrescantes de los Jardines Nacionales. Este parque, situado en el mismo centro de la ciudad, actúa de pulmón para la hiriente y tórrida sequedad del verano ateniense. Mis zapatillas de esparto me llevaron por las pequeñas avenidas cubiertas de árboles hasta un claro circular con bancos de hierro y pequeños parterres de romero. Me senté a escribir una breve y socorrida teoría del tiempo flexible en mi cuadernillo, y escuché un carraspeo frente a mí.

Era un hombre alto, de mediana edad y media melena salpimentada, vestido de negro. Mi entonces sencillo mecanismo de captación de interés se despertó. Me miraba fijamente y tuve que hacer un esfuerzo por vencer mi timidez y dedicarle una media sonrisa. Me dijo algo en griego. Al ver que no le entendía, me habló en inglés:

- Puedo sentarme a tu lado?

- Sí, claro.

- ¿De dónde eres?

- De Madrid.

- ¿Y qué haces aquí, perdida en el bosque?

Contestar “Esperar al lobo” parecía un poco por encima de mis límites en ese momento, así que me limité a encogerme de hombros.

- ¿No tienes miedo de que te pase algo?

- ¿Hay algo que temer?

- Mientras esté yo, no.

Le dejé sentarse y mirar por encima del hombro a lo que había escrito en la libreta. Me preguntó si era escritora o periodista. Mentí y le dije que ambas cosas. Sonrió con aprobación.

- Yo también soy periodista.

- ¿Sí?

- Sí, escribo una columna política en el Kathimerini.

Le miré asintiendo levemente. Mi interés se multiplicó. Le pregunté por la actualidad ateniense y me lanzó una diatriba larguísima sobre la evolución política del país desde la república de 1973, comparándola con el modelo clásico. Para impresionarle, hice breves anotaciones en mi libretilla. Me observaba con aprobación, aunque había un cierto rictus nervioso en su mirada.

- ¿Las mujeres españolas sois todas así de inteligentes?

- Bueno – risita nerviosa – no lo sé.

- Tengo que volver a Madrid; desde los ochenta no he estado. Parece que es un lugar donde percibir mucha belleza. Las griegas son feas y apocadas.

- ¡No puede ser!

- Sí, te lo digo yo. No están a la altura. Este es un país que desde hace siglos ha ensalzado lo masculino. Tal vez por eso se han quedado pequeñas y bigotudas.

Me reí un poco, educadamente, aunque si hubiera sido griega seguramente le habría propinado una bofetada.

Supongo que debería haberlo visto venir.

Tras esta iniciativa de mi interesante interlocutor, se hizo un silencio un poco incómodo. Fingí revisar mis anotaciones. Un minuto después me preguntó:

- ¿Quieres tocarme?

Le miré sorprendida y, al descender la mirada, pegué un pequeño salto sobre el asiento.

Se había desenfundado el pene, que sobresalía rojo, erecto y henchido de venas entre su mano derecha.

Levantarme como impulsada por un retoque, murmurar “tengo que irme” y atravesar los Jardines Nacionales como alma que lleva el diablo fue todo uno. Eran las seis de la tarde, y el sol me dio un respiro mientras subía las calles empinadas de vuelta a casa de Yiannis. Llegué jadeando y entré dando un portazo.

Yiannis estaba en la cocina con un coqueto delantal rojo, rellenando tomates con arroz y carne picada.

- Yiannis! ¡Yiannis! ¡No te imaginas lo que ha ocurrido!

- ¿Qué?

- Fui a los Jardines Nacionales. Me senté en un banco. Apareció un...

- ¿..un hombre de apariencia normal?

- ¡No sólo normal! ¡Parecía un tipo culto e interesante!

- ..Eso no tiene nada que ver. ¿Se la sacó, a que sí?

- Er...

- Bienvenida a Atenas. Hoy para cenar, un poco de yemistá.

(Foto: Jardines Nacionales, Atenas)

jueves, abril 26, 2007

En las nubes - VIII


8. Resucitar entre ruinas


Los siguientes seis días transcurrieron entre el duermevela agitado de la fiebre y los dedicados cuidados de Yiannis.

Por las mañanas, antes de marchar rumbo a su trabajo de censor de programas de televisión, me dejaba una bandejita con el desayuno y la comida: manzanilla, yogur, un sándwich de jamón o queso y algo de fruta. Yo despertaba unas horas después, consumía lentamente el desayuno, me lavaba un poco y volvía a la cama. A veces, a media tarde, me sentaba con el sándwich y una manta en la terraza llena de enredaderas y campanillas violetas que presidía la calle principal del barrio de Pangkrati, ajena al espeso calor de julio. El apartamento de Yiannis era acogedor y muy mediterráneo, con paredes pintadas de colores vivos, alegres azulejos geométricos en el suelo y el olor a especias invadiendo los pasillos desde la cocina. La habitación de los invitados, que yo ocupaba, era azul. Azules eran las ventanas, las diáfanas cortinas y el dosel de mimbre de la cama, desde donde me pasaba las horas muertas leyendo, delirando, durmiendo, vomitando o viendo “Dinastía” doblada a griego.

Por las tardes, Yiannis volvía y se sentaba a mi lado con un mejunje nauseabundo a base de agua, aceite de oliva y ajos crudos machacados. Ante mis protestas, afirmaba orgulloso que lo había aprendido de su abuela Aikaterina y que sólo eso le había salvado de la muerte cuando él y su familia se escondieron en las montañas de Nicosia huyendo de la invasión turca.

Yo me lo tragaba resignada, imaginando que huestes feroces de turcos bigotudos hachablandientes reculaban mareados por los vapores de cada cucharada.

Yiannis seguía siendo muy guapo, con ese físico entre varonil y efébico de labios carnosos y ojos totalmente negros que tanto alaban los poemas de Anakreón.

Pero algo había cambiado: Su frente estaba algo más fruncida y su boca dibujaba un rictus más severo. Había adquirido unas levísimas arrugas alrededor de los ojos, que a sus veintiséis años podían considerarse prematuras. Me veía mirarle y se encogía de hombros:

- Ser chipriota en Grecia no es fácil.
- ¿Por qué?
- Somos como los “primos pobres”. No sabría explicarte...
- ¿Entonces, no eres feliz en Atenas?
- Claro que no.
- ¿Y por qué estás aquí?
- En Nicosia no podía ser gay.

Precisamente lo que nos había unido durante aquellos años universitarios en Canadá fue nuestra posición del lado de los “diferentes”, yo por española y él por chipriota. Eran los ochenta y se había desatado en todo su esplendor la liberación sexual a la ominosa sombra del SIDA. Yiannis se prodigaba en el campus con los demás estudiantes homosexuales y algunos profesores, entregado a fiestas desenfrenadas. Yo paseaba mucho. Una madrugada nos encontramos los dos caminando bajo las primeras nieves de noviembre y nos hicimos amigos. Yo le ayudé a enderezar un poco sus locuras y él me corrompió con mucho cariño.

Pero nos unía, sobre todo, la sensación permanente de “no ser de aquí”. Daba igual dónde estuviéramos: cuando el mundo está hecho con un patrón que te tira de las sisas, siempre eres un extraño.


Mientras me cuidaba, reconocí que el extraño en él había crecido y se había hecho más poderoso.

- Los turcos no son el problema, Yiannis. Ni los chipriotas.
- Me vas a hablar TÚ de problemas...
- Bueno, estoy aquí... solucionémoslos juntos.

Yiannis no me escuchaba. Me daba una palmadita en la cara y me decía que lo único que quería era ligar tanto como fuera posible hasta que se hiciera demasiado viejo.

- Mejórate pronto porque no puedo tener una vida sexual adecuada con una tía vomitando en mi casa.
- Pues me parece de un morbo refinadísimo.

Como toda respuesta, él me metía en la boca otra cucharada del ungüento diabólico. Funcionaba. Pronto descubrí el secreto de la poción: el cuerpo se recuperaba a toda velocidad para evitar tener que tomarla.

Cuando se me pasó la fiebre, me daba la impresión de haber cruzado una frontera nueva, no solamente en espacio y tiempo sino también en que, por primera vez, me obligué a admitir mis errores. Llamé a toda la gente a quien debería haber llamado e intenté dar una explicación coherente de los hechos. No fue fácil, especialmente con mis padres. Ni tampoco con Shazea, que se mostró bastante ofendida por mi falta de previsión.

Las buenas noticias eran que no estaba muerta, y que había aprendido dos lecciones muy importantes: que las drogas de diseño son un poco peligrosas, y que mi sentido de la responsabilidad dejaba bastante que desear.

Curiosamente, en cuanto me sentí de nuevo con fuerzas, dejé de sentirme culpable.

Mientras Yiannis censaba, el primer día de mi resucitación, me hice con un mapa y subí calle arriba rumbo al centro. La vida iba volviendo a mis huesos mientras recorría el paseo de Erastothenous junto al Estado Olímpico. Cuando llegué a Konstantinou, la vena principal de la ciudad, ni el calor, ni el polvo del tráfico desmadrado, ni la sed pudieron evitar arrancarme un grito de admiración al encontrarme en plena urbe griega, desatendido y solitario, ajeno a todo, y recogiendo los rayos de la mañana entre las grietas de sus columnas, las ruinas del templo de Zeus.



(Foto: Ruinas del Templo de Zeus Olímpico)

viernes, abril 06, 2007

En las nubes - VII

7. Un dulce despertar

La sorpresa, la alegría, el milagrosamente recuperado sentido del pudor y la feroz resaca se mezclaron en mi cabeza de tal forma que sólo acerté a formar una “o” con los labios y abrir mucho los ojos.

Un niño moreno, de unos ocho años, se deslizó por la derecha de Yiannis y, sonriente, me entregó una taza llena de café humeante. Luego, dijo algo que no conseguí descifrar.

- Dice que si quieres leche – comentó Yiannis, que seguía apoyado en la puerta.
- Pues.. dile que sí.

Adivinando mi afirmación el niño salió corriendo y volvió inmediatamente con un “brick” de leche, vertiendo un poco en mi café. Me lo bebí sin rechistar ni hacer una sola pregunta. Realmente, no quería saber nada, sólo quería que me devolverían el universo tal y como yo lo conocía hacía poco más de un día.

Con un gran esfuerzo, me levanté a la vez que me envolvía concienzudamente en la sábana, como una cariátide. Yiannis y el niño me miraban curiosos, el segundo tal vez algo más que el primero.

- ¿Habrá un cuarto de baño aquí?

Yiannis volvió a dirigir unas rápidas palabras al niño, que directamente me cogió por la muñeca y me llevó por un pasillo oscuro hasta el baño. Yo, que iba sujetándome la sábana enrollada, sólo podía dar cortos pasitos de geisha, pero el chaval tiraba de mí con tal delicadeza y su sonrisa era tan dulce que cuando llegué al final del pasillo no pude resistir hacerle una carantoña.

Cerré la puerta del cuarto de baño blanco y azul, lleno de toallas y jabones de colores, me puse directamente en standby y, sin dejarme espacio para pensar, me dediqué a ducharme, restregarme y adecentarme mecánicamente, lo mejor posible dadas mis penosas circunstancias físicas.

Salí del baño, esta vez envuelta en una toalla, y escuché voces y risas en alguna de las habitaciones de la casa. Corrí hasta el dormitorio, que estaba vacío, y conseguí localizar mi ropa, mi abrigo y mi bolso de viaje. La maleta no estaba, pero no me veía con fuerzas para adentrarme en aquella casa y exponerme a la siguiente sorpresa del día. El loro se había posado sobre la ventana abierta y yo le seguí el ejemplo para otear, no sin cierta envidia, la ruidosa calle llena de gente y comercios. Estaba en una tercera planta y bastante me dolía la cabeza como para saltar. La voz de Osvaldo a mis espaldas me dio tal susto que a punto estuve de caer de todos modos, lo que – ahora que lo pienso – hubiera sido un redondo colofón a mi periplo.

- ¿Ya estás lista? ¡ tu amigo lleva una hora esperándote!
- !!!
- Eh, ¡no quería asustarte! Venga, mujer, que no pasa nada. Estuviste bien divertida.
- ¿Sí?
- Sí. Ahora ven, que te presento a mi familia.
- ¿Tu....?


Osvaldo, que vestía una bonita túnica blanca y parecía sacado de una estampa bíblica, me agarró del otro brazo y se volvió a repetir el ritual... pasillo oscuro y puerta iluminada al final. Me encontré en una cocina pintada de amarillo, atestada de sartenes, cajas, frutas y gente. En la mesa desayunaban una mujer rubia de unos treinta y cinco años, el niño del café y una niña castaña de unos diez años vestida de colegiala. Y Yiannis, que parecía haberse integrado como uno más.

Todos me saludaron encantados.

- Esta es mi mujer, Artemis. A mi hijo, Osvaldo Junior, le conoces ya. Y esa de ahí es mi niña, Mariana.
- Oh...

La mujer me hizo amables ademanes para que me sentara en la mesa con ellos, pero yo me mantenía clavada al suelo como por arte de magia. Miré a Yiannis implorando ayuda. Éste se levantó, me pasó un brazo por los hombros, y dirigió unas palabras al resto de la gente en tono de disculpas. Sonrieron, y siguieron desayunando. Yiannis cogió mi maleta de una esquina de la cocina y me empujó hasta la puerta.

Antes de salir, Osvaldo apareció y nos entregó un paquete.

- Galletas caseras. Están muy ricas, las hace Artemis.
- Muchas gracias – fue lo único que se me ocurrió contestar.
- ¡Bienvenida a Atenas! Pásate por el bar cuando quieras.
- Claro... claro...

La puerta se cerró, bajamos las escaleras y de pronto era de día, muy de día, y había mucha gente. Me quité el abrigo, me agarré al bolso y miré a Yiannis, que estalló en carcajadas.

- Ya, si a mí también me parece gracioso.
- No me lo puedo creer. ¡Tres años sin verte!
- Y ya ves, aparezco con gran despliegue de medios.
- No me lo puedo creer.
- Oye, ¿y lo de la familia?
- Les dijo que te había encontrado en malas condiciones y que te había traído a su casa para pasar la noche. Al parecer llegaron esta mañana de viaje.
- Tampoco les mintió.
- Oh, son encantadores, ¿no crees? Por cierto, les dijo que soy tu novio.
- ¿Tú?
- Claro
- Ya... y... ¿cómo me encontraste?
- Me llamó tu amiguito por la mañana, al parecer tenías mi número escrito varias veces en la palma de la mano.
- Y..¿qué fue eso que les dijiste para que nos pudiéramos ir?
- Que debía llevarte a casa, que estás de tres meses.
- ¿Qué?
- No te preocupes, te sobran unos kilitos. Daba el pego.
- Serás c...

En cuanto di el primer paso hacia delante, vomité medio estómago encima de la acera.

Yiannis llamó a un taxi y ni si quiera tuve tiempo de ver su casa. Me desvistió y me acostó, colocándome una palangana al lado de la cama exactamente como hiciera mi madre cuando era pequeña y tenía indigestiones. “¡Treinta y nueve de fiebre!” fue lo único que recuerdo escuchar antes de volver a entrar en un larguísimo letargo.


Iban a ser unas estupendas vacaciones.


(Foto: la Akropolis desde una calle principal de Atenas.)

miércoles, febrero 14, 2007

Interludio

Os preguntaréis, "¿Cuál es la excusa esta vez?"

Porque, evidentemente, mi espalda vuelve a estar (razonablemente) bien.

Podría escribir una lista inmensa, pero me limitaré a resumir, por orden de importancia:

- Estoy de mudanza: me mudo a otro cuchitril, pero al menos no tendré que soportar las estruendosas obras de rehabilitación, las descargas eléctricas, los cortes de luz, la Radio-Cumbia de los obreros y algunos fenómenos paranormales.

- No duermo bien por las noches.

- He sufrido un caso de desajuste emocional que está en camino de resolverse.

- Los métodos poco ortodoxos que he utilizado para soliviantar lo anterior han sido algo agotadores.

- Como soy reincidente, seguramente todo lo anterior (menos la mudanza, espero) ocurrirá varias veces durante este año.

Todo esto es para decir que muy, muy, muy pronto volveremos a Atenas.

Besos.

lunes, enero 22, 2007

En las nubes - VI


6. El bodeguero

Cuando me senté a la barra del enorme y luminoso bar de dos plantas, sólo quería pasar el rato hasta que ocurrieran una de dos cosas: que amaneciera o que se obrara un milagro.

Lamento decir que no ocurrieron ninguna de las dos aquella noche, al menos no del modo que yo hubiera querido. Pero no nos adelantemos.

Pedí la primera copa al camarero mulato, que me miró como si fuera una aparición mariana. Supongo que no todos los días aparecía a las dos de la mañana, maleta en mano, una chica ojerosa y lánguida con cara de conocer la fecha exacta del Apocalipsis. Pero como hablábamos la misma lengua – aunque yo arrastraba la mía – le conté de carrerilla mi aventura para convencerle de que me dejara utilizar un teléfono.

Osvaldo – así se llamaba mi nuevo mentor – me acercó el teléfono con una gran sonrisa que, no vamos a negarlo, soy castellana, me producía cierto recelo. El mismo contestador automático que me había saludado en el aeropuerto me saludó una vez más. Dejé un nuevo mensaje a voces, con un alegre son de fondo, y las señas del lugar.

- No te preocupes, m’ija. Aquí cerramos en dos horas, y si no viene tu amigo te vienes a mi casa.
- ¿Y dónde está tu casa?
- Aquí cerquita, mi amol. En la Plaka.
- ¿Y qué te debo?
- Nada, nada. A las gallegas no les cobro estancia.

No dije ni sí ni no, porque esperaba un milagro. Cada vez que mi nuevo amigo se apartaba para atender a alguien, volvía a llamar a Yiannis. Las mismas frases rápidas en griego y el mismo “biiip” al final. Cuando le dejé el último mensaje, ya ni siquiera había “biiip”: le había saturado el contestador.

Osvaldo me miraba y se reía mucho, con carcajadas pegadizas que acabaron por contagiarme. Medí el tiempo en mojitos y chupitos de ron: cuatro copas, una hora.

Debían ser ya las cuatro de la mañana, porque había contado ocho copas. Sólo quedábamos Osvaldo y yo, y un hombre anciano y muy serio que se marchó rápidamente sin decir palabra en cuanto se encendieron las luces del local y se paró la música. Pensé en marcharme, pero - ¿a dónde? En ese momento mi plan magistral de dejarme llevar parecía poco efectivo, pero sin duda el único posible.

Además, no era capaz ni de trazar media línea recta en dirección a la puerta.

Y la puerta estaba cerrada.

Hay un momento en el que la fatiga es tal que de pronto desaparece, como si tu cuerpo no fuera tuyo y alguien lo moviera desde arriba como un guiñol. Mientras Osvaldo limpiaba la barra y recolocaba las botellas me coloqué en medio de la pista de baile y empecé a contonearme. La reacción del sonriente cubano fue darle otra vez al botón del equipo de música e iluminarme con un foco amarillo. Me quité los zapatos y me encomendé a todos los diablos.


Siempre en su casa, presente está
El Bodeguero y el cha-cha-chá
Vete a la esquina y lo verás
Y atento siempre te servirá
Anda enseguida córrete allí
Que con la plata lo encontrarás
Del otro lado del mostrador
Muy complaciente y servidor.

Cuando quise darme cuenta, Osvaldo estaba bailando conmigo y cantándome la canción al oído. Yo no paraba de reír.

- ¿De qué te ríes, mamita?
- De que ni siquiera me gusta la salsa.
- Pues cualquiera lo diría.

Así, de pie y de cerca, era bastante imponente. Le sentaba de maravilla la camiseta negra. Lo último que recuerdo decirle, antes de entablar lazos más íntimos, fue:

- Espero que tengas una ducha.

Si conseguí o no ducharme, fue cosa del azar. Sólo recuerdo que las mesas del bar eran un poco duras y se me clavaban en las costillas. Pero doy fe de que todas eran resistentes, al menos tres o cuatro. También los asientos acolchados de la segunda planta.
Cuando salimos a la calle sonaban las campanas de la iglesia con bravío llamando al alba, y varias mujeres vestidas de negro se nos cruzaron por la plaza mirándonos con cierto recelo.

Y si la fiesta continuó o no al llegar a casa de Osvaldo, también será un misterio para los restos. En el momento en que mis malogrados huesos rozaron un colchón, se apagó el mundo.

No me sorprendió tanto el hecho de despertarme desnuda en una habitación pintada de amarillo chillón, ni de que el ambiente oliera a coco y a té. Ni siquiera que se posara una cacatúa encima de la mesilla justo en el momento que abría los ojos: desde que saliera de mi casa en Madrid, todo era posible. Lo que más me sorprendió fue el agudísimo dolor de cabeza que me martilleaba con golpes secos las paredes del cráneo. Entrecerré los ojos para protegerme de cualquier agresión sensorial y supuse que, con toda seguridad, este era el momento en que iba a morirme. Me estaba bien merecido.
Pero no, no habría esa suerte. Una voz nueva me hizo reaccionar y giré la cabeza dolorosamente hacia el lugar de donde provenía:

- Si no lo veo, no lo creo.

Era Yiannis, mirándome estupefacto desde el marco de la puerta.

domingo, enero 14, 2007

¡ay! - dos

Mi contractura va mejorando... estoy ya casi viva. Reescribo sobre esta misma entrada para no romper el equilibrio de los capítulos.

Mi primera entrevista en el mundo mundial: Pon a dormir el lenguaje

Creo que será la última, también.

Pronto, muy pronto, volverán las aventuras.

Besos.