Por las mañanas, antes de marchar rumbo a su trabajo de censor de programas de televisión, me dejaba una bandejita con el desayuno y la comida: manzanilla, yogur, un sándwich de jamón o queso y algo de fruta. Yo despertaba unas horas después, consumía lentamente el desayuno, me lavaba un poco y volvía a la cama. A veces, a media tarde, me sentaba con el sándwich y una manta en la terraza llena de enredaderas y campanillas violetas que presidía la calle principal del barrio de Pangkrati, ajena al espeso calor de julio. El apartamento de Yiannis era acogedor y muy mediterráneo, con paredes pintadas de colores vivos, alegres azulejos geométricos en el suelo y el olor a especias invadiendo los pasillos desde la cocina. La habitación de los invitados, que yo ocupaba, era azul. Azules eran las ventanas, las diáfanas cortinas y el dosel de mimbre de la cama, desde donde me pasaba las horas muertas leyendo, delirando, durmiendo, vomitando o viendo “Dinastía” doblada a griego.
Por las tardes, Yiannis volvía y se sentaba a mi lado con un mejunje nauseabundo a base de agua, aceite de oliva y ajos crudos machacados. Ante mis protestas, afirmaba orgulloso que lo había aprendido de su abuela Aikaterina y que sólo eso le había salvado de la muerte cuando él y su familia se escondieron en las montañas de Nicosia huyendo de la invasión turca.
Yo me lo tragaba resignada, imaginando que huestes feroces de turcos bigotudos hachablandientes reculaban mareados por los vapores de cada cucharada.
Yiannis seguía siendo muy guapo, con ese físico entre varonil y efébico de labios carnosos y ojos totalmente negros que tanto alaban los poemas de Anakreón.
Pero algo había cambiado: Su frente estaba algo más fruncida y su boca dibujaba un rictus más severo. Había adquirido unas levísimas arrugas alrededor de los ojos, que a sus veintiséis años podían considerarse prematuras. Me veía mirarle y se encogía de hombros:
- Ser chipriota en Grecia no es fácil.
- ¿Por qué?
- Somos como los “primos pobres”. No sabría explicarte...
- ¿Entonces, no eres feliz en Atenas?
- Claro que no.
- ¿Y por qué estás aquí?
- En Nicosia no podía ser gay.
Precisamente lo que nos había unido durante aquellos años universitarios en Canadá fue nuestra posición del lado de los “diferentes”, yo por española y él por chipriota. Eran los ochenta y se había desatado en todo su esplendor la liberación sexual a la ominosa sombra del SIDA. Yiannis se prodigaba en el campus con los demás estudiantes homosexuales y algunos profesores, entregado a fiestas desenfrenadas. Yo paseaba mucho. Una madrugada nos encontramos los dos caminando bajo las primeras nieves de noviembre y nos hicimos amigos. Yo le ayudé a enderezar un poco sus locuras y él me corrompió con mucho cariño.
Pero nos unía, sobre todo, la sensación permanente de “no ser de aquí”. Daba igual dónde estuviéramos: cuando el mundo está hecho con un patrón que te tira de las sisas, siempre eres un extraño.
- Los turcos no son el problema, Yiannis. Ni los chipriotas.
- Me vas a hablar TÚ de problemas...
- Bueno, estoy aquí... solucionémoslos juntos.
Yiannis no me escuchaba. Me daba una palmadita en la cara y me decía que lo único que quería era ligar tanto como fuera posible hasta que se hiciera demasiado viejo.
- Mejórate pronto porque no puedo tener una vida sexual adecuada con una tía vomitando en mi casa.
- Pues me parece de un morbo refinadísimo.
Como toda respuesta, él me metía en la boca otra cucharada del ungüento diabólico. Funcionaba. Pronto descubrí el secreto de la poción: el cuerpo se recuperaba a toda velocidad para evitar tener que tomarla.
Cuando se me pasó la fiebre, me daba la impresión de haber cruzado una frontera nueva, no solamente en espacio y tiempo sino también en que, por primera vez, me obligué a admitir mis errores. Llamé a toda la gente a quien debería haber llamado e intenté dar una explicación coherente de los hechos. No fue fácil, especialmente con mis padres. Ni tampoco con Shazea, que se mostró bastante ofendida por mi falta de previsión.
Las buenas noticias eran que no estaba muerta, y que había aprendido dos lecciones muy importantes: que las drogas de diseño son un poco peligrosas, y que mi sentido de la responsabilidad dejaba bastante que desear.
Curiosamente, en cuanto me sentí de nuevo con fuerzas, dejé de sentirme culpable.
Mientras Yiannis censaba, el primer día de mi resucitación, me hice con un mapa y subí calle arriba rumbo al centro. La vida iba volviendo a mis huesos mientras recorría el paseo de Erastothenous junto al Estado Olímpico. Cuando llegué a Konstantinou, la vena principal de la ciudad, ni el calor, ni el polvo del tráfico desmadrado, ni la sed pudieron evitar arrancarme un grito de admiración al encontrarme en plena urbe griega, desatendido y solitario, ajeno a todo, y recogiendo los rayos de la mañana entre las grietas de sus columnas, las ruinas del templo de Zeus.
(Foto: Ruinas del Templo de Zeus Olímpico)