jueves, abril 26, 2007

En las nubes - VIII


8. Resucitar entre ruinas


Los siguientes seis días transcurrieron entre el duermevela agitado de la fiebre y los dedicados cuidados de Yiannis.

Por las mañanas, antes de marchar rumbo a su trabajo de censor de programas de televisión, me dejaba una bandejita con el desayuno y la comida: manzanilla, yogur, un sándwich de jamón o queso y algo de fruta. Yo despertaba unas horas después, consumía lentamente el desayuno, me lavaba un poco y volvía a la cama. A veces, a media tarde, me sentaba con el sándwich y una manta en la terraza llena de enredaderas y campanillas violetas que presidía la calle principal del barrio de Pangkrati, ajena al espeso calor de julio. El apartamento de Yiannis era acogedor y muy mediterráneo, con paredes pintadas de colores vivos, alegres azulejos geométricos en el suelo y el olor a especias invadiendo los pasillos desde la cocina. La habitación de los invitados, que yo ocupaba, era azul. Azules eran las ventanas, las diáfanas cortinas y el dosel de mimbre de la cama, desde donde me pasaba las horas muertas leyendo, delirando, durmiendo, vomitando o viendo “Dinastía” doblada a griego.

Por las tardes, Yiannis volvía y se sentaba a mi lado con un mejunje nauseabundo a base de agua, aceite de oliva y ajos crudos machacados. Ante mis protestas, afirmaba orgulloso que lo había aprendido de su abuela Aikaterina y que sólo eso le había salvado de la muerte cuando él y su familia se escondieron en las montañas de Nicosia huyendo de la invasión turca.

Yo me lo tragaba resignada, imaginando que huestes feroces de turcos bigotudos hachablandientes reculaban mareados por los vapores de cada cucharada.

Yiannis seguía siendo muy guapo, con ese físico entre varonil y efébico de labios carnosos y ojos totalmente negros que tanto alaban los poemas de Anakreón.

Pero algo había cambiado: Su frente estaba algo más fruncida y su boca dibujaba un rictus más severo. Había adquirido unas levísimas arrugas alrededor de los ojos, que a sus veintiséis años podían considerarse prematuras. Me veía mirarle y se encogía de hombros:

- Ser chipriota en Grecia no es fácil.
- ¿Por qué?
- Somos como los “primos pobres”. No sabría explicarte...
- ¿Entonces, no eres feliz en Atenas?
- Claro que no.
- ¿Y por qué estás aquí?
- En Nicosia no podía ser gay.

Precisamente lo que nos había unido durante aquellos años universitarios en Canadá fue nuestra posición del lado de los “diferentes”, yo por española y él por chipriota. Eran los ochenta y se había desatado en todo su esplendor la liberación sexual a la ominosa sombra del SIDA. Yiannis se prodigaba en el campus con los demás estudiantes homosexuales y algunos profesores, entregado a fiestas desenfrenadas. Yo paseaba mucho. Una madrugada nos encontramos los dos caminando bajo las primeras nieves de noviembre y nos hicimos amigos. Yo le ayudé a enderezar un poco sus locuras y él me corrompió con mucho cariño.

Pero nos unía, sobre todo, la sensación permanente de “no ser de aquí”. Daba igual dónde estuviéramos: cuando el mundo está hecho con un patrón que te tira de las sisas, siempre eres un extraño.


Mientras me cuidaba, reconocí que el extraño en él había crecido y se había hecho más poderoso.

- Los turcos no son el problema, Yiannis. Ni los chipriotas.
- Me vas a hablar TÚ de problemas...
- Bueno, estoy aquí... solucionémoslos juntos.

Yiannis no me escuchaba. Me daba una palmadita en la cara y me decía que lo único que quería era ligar tanto como fuera posible hasta que se hiciera demasiado viejo.

- Mejórate pronto porque no puedo tener una vida sexual adecuada con una tía vomitando en mi casa.
- Pues me parece de un morbo refinadísimo.

Como toda respuesta, él me metía en la boca otra cucharada del ungüento diabólico. Funcionaba. Pronto descubrí el secreto de la poción: el cuerpo se recuperaba a toda velocidad para evitar tener que tomarla.

Cuando se me pasó la fiebre, me daba la impresión de haber cruzado una frontera nueva, no solamente en espacio y tiempo sino también en que, por primera vez, me obligué a admitir mis errores. Llamé a toda la gente a quien debería haber llamado e intenté dar una explicación coherente de los hechos. No fue fácil, especialmente con mis padres. Ni tampoco con Shazea, que se mostró bastante ofendida por mi falta de previsión.

Las buenas noticias eran que no estaba muerta, y que había aprendido dos lecciones muy importantes: que las drogas de diseño son un poco peligrosas, y que mi sentido de la responsabilidad dejaba bastante que desear.

Curiosamente, en cuanto me sentí de nuevo con fuerzas, dejé de sentirme culpable.

Mientras Yiannis censaba, el primer día de mi resucitación, me hice con un mapa y subí calle arriba rumbo al centro. La vida iba volviendo a mis huesos mientras recorría el paseo de Erastothenous junto al Estado Olímpico. Cuando llegué a Konstantinou, la vena principal de la ciudad, ni el calor, ni el polvo del tráfico desmadrado, ni la sed pudieron evitar arrancarme un grito de admiración al encontrarme en plena urbe griega, desatendido y solitario, ajeno a todo, y recogiendo los rayos de la mañana entre las grietas de sus columnas, las ruinas del templo de Zeus.



(Foto: Ruinas del Templo de Zeus Olímpico)

viernes, abril 06, 2007

En las nubes - VII

7. Un dulce despertar

La sorpresa, la alegría, el milagrosamente recuperado sentido del pudor y la feroz resaca se mezclaron en mi cabeza de tal forma que sólo acerté a formar una “o” con los labios y abrir mucho los ojos.

Un niño moreno, de unos ocho años, se deslizó por la derecha de Yiannis y, sonriente, me entregó una taza llena de café humeante. Luego, dijo algo que no conseguí descifrar.

- Dice que si quieres leche – comentó Yiannis, que seguía apoyado en la puerta.
- Pues.. dile que sí.

Adivinando mi afirmación el niño salió corriendo y volvió inmediatamente con un “brick” de leche, vertiendo un poco en mi café. Me lo bebí sin rechistar ni hacer una sola pregunta. Realmente, no quería saber nada, sólo quería que me devolverían el universo tal y como yo lo conocía hacía poco más de un día.

Con un gran esfuerzo, me levanté a la vez que me envolvía concienzudamente en la sábana, como una cariátide. Yiannis y el niño me miraban curiosos, el segundo tal vez algo más que el primero.

- ¿Habrá un cuarto de baño aquí?

Yiannis volvió a dirigir unas rápidas palabras al niño, que directamente me cogió por la muñeca y me llevó por un pasillo oscuro hasta el baño. Yo, que iba sujetándome la sábana enrollada, sólo podía dar cortos pasitos de geisha, pero el chaval tiraba de mí con tal delicadeza y su sonrisa era tan dulce que cuando llegué al final del pasillo no pude resistir hacerle una carantoña.

Cerré la puerta del cuarto de baño blanco y azul, lleno de toallas y jabones de colores, me puse directamente en standby y, sin dejarme espacio para pensar, me dediqué a ducharme, restregarme y adecentarme mecánicamente, lo mejor posible dadas mis penosas circunstancias físicas.

Salí del baño, esta vez envuelta en una toalla, y escuché voces y risas en alguna de las habitaciones de la casa. Corrí hasta el dormitorio, que estaba vacío, y conseguí localizar mi ropa, mi abrigo y mi bolso de viaje. La maleta no estaba, pero no me veía con fuerzas para adentrarme en aquella casa y exponerme a la siguiente sorpresa del día. El loro se había posado sobre la ventana abierta y yo le seguí el ejemplo para otear, no sin cierta envidia, la ruidosa calle llena de gente y comercios. Estaba en una tercera planta y bastante me dolía la cabeza como para saltar. La voz de Osvaldo a mis espaldas me dio tal susto que a punto estuve de caer de todos modos, lo que – ahora que lo pienso – hubiera sido un redondo colofón a mi periplo.

- ¿Ya estás lista? ¡ tu amigo lleva una hora esperándote!
- !!!
- Eh, ¡no quería asustarte! Venga, mujer, que no pasa nada. Estuviste bien divertida.
- ¿Sí?
- Sí. Ahora ven, que te presento a mi familia.
- ¿Tu....?


Osvaldo, que vestía una bonita túnica blanca y parecía sacado de una estampa bíblica, me agarró del otro brazo y se volvió a repetir el ritual... pasillo oscuro y puerta iluminada al final. Me encontré en una cocina pintada de amarillo, atestada de sartenes, cajas, frutas y gente. En la mesa desayunaban una mujer rubia de unos treinta y cinco años, el niño del café y una niña castaña de unos diez años vestida de colegiala. Y Yiannis, que parecía haberse integrado como uno más.

Todos me saludaron encantados.

- Esta es mi mujer, Artemis. A mi hijo, Osvaldo Junior, le conoces ya. Y esa de ahí es mi niña, Mariana.
- Oh...

La mujer me hizo amables ademanes para que me sentara en la mesa con ellos, pero yo me mantenía clavada al suelo como por arte de magia. Miré a Yiannis implorando ayuda. Éste se levantó, me pasó un brazo por los hombros, y dirigió unas palabras al resto de la gente en tono de disculpas. Sonrieron, y siguieron desayunando. Yiannis cogió mi maleta de una esquina de la cocina y me empujó hasta la puerta.

Antes de salir, Osvaldo apareció y nos entregó un paquete.

- Galletas caseras. Están muy ricas, las hace Artemis.
- Muchas gracias – fue lo único que se me ocurrió contestar.
- ¡Bienvenida a Atenas! Pásate por el bar cuando quieras.
- Claro... claro...

La puerta se cerró, bajamos las escaleras y de pronto era de día, muy de día, y había mucha gente. Me quité el abrigo, me agarré al bolso y miré a Yiannis, que estalló en carcajadas.

- Ya, si a mí también me parece gracioso.
- No me lo puedo creer. ¡Tres años sin verte!
- Y ya ves, aparezco con gran despliegue de medios.
- No me lo puedo creer.
- Oye, ¿y lo de la familia?
- Les dijo que te había encontrado en malas condiciones y que te había traído a su casa para pasar la noche. Al parecer llegaron esta mañana de viaje.
- Tampoco les mintió.
- Oh, son encantadores, ¿no crees? Por cierto, les dijo que soy tu novio.
- ¿Tú?
- Claro
- Ya... y... ¿cómo me encontraste?
- Me llamó tu amiguito por la mañana, al parecer tenías mi número escrito varias veces en la palma de la mano.
- Y..¿qué fue eso que les dijiste para que nos pudiéramos ir?
- Que debía llevarte a casa, que estás de tres meses.
- ¿Qué?
- No te preocupes, te sobran unos kilitos. Daba el pego.
- Serás c...

En cuanto di el primer paso hacia delante, vomité medio estómago encima de la acera.

Yiannis llamó a un taxi y ni si quiera tuve tiempo de ver su casa. Me desvistió y me acostó, colocándome una palangana al lado de la cama exactamente como hiciera mi madre cuando era pequeña y tenía indigestiones. “¡Treinta y nueve de fiebre!” fue lo único que recuerdo escuchar antes de volver a entrar en un larguísimo letargo.


Iban a ser unas estupendas vacaciones.


(Foto: la Akropolis desde una calle principal de Atenas.)