domingo, junio 03, 2007

En las Nubes - IX

10. ¡Bienvenida a Atenas!

Me senté un rato sobre el pedazo esférico de una de las columnas que habían caído al suelo cientos de años antes, a beber un poco de sol y regenerar mis marchitas células. Nunca había creído en el destino. Sin embargo, algo me decía que llegar a esta tierra extraña no había sido un mero accidente ni el simple resultado del caos: era una forma de ordenar el caos. Toda historia épica consiste en un problema por resolver, un viaje, un peligro, un enfrentamiento y un desenlace. ¿En qué parte me encontraba ahora? – me preguntaba yo. ¿Dónde habitaban las sirenas y los dragones marinos? ¿Qué más obstáculos tendría que afrontar?

Los mayores obstáculos nacen en el interior de nuestra cabeza: esa lección la tenía aprendida hacía mucho tiempo, pero evidentemente no estaba madurada. Mientras la ciudad se extendía frente a mí en su nube de polvo, su enjambre humano y el caos multisonoro del tráfico demente, apoyaba las manos sobre la piedra y recorría con los dedos las estrías milenarias. Cientos de fantasmas batían sus alas a mi alrededor, recordándome que hacía dos mil años alguien había tallado estas columnas para sostener el templo del dios, y que no debía fiarme del sol, ni del polvo de la calzada, ni siquiera de mis propios ojos, porque el mundo no es más que un círculo que termina en el mismo sitio donde empezó, un ciclo constante donde ir no necesariamente significa “marcharse” sino que a menudo es “volver”.

Tuve la impresión de que el tiempo se me hacía pequeño y se estrechaba entre mis manos, introduciéndose por mis venas para subir hasta el pecho. Mi corazón latía tiempo y la sangre lo iba desmenuzando minuto a minuto, día a día y siglo a siglo por cada una de mis arterias. Me tumbé boca arriba con los ojos cerrados y el sol hizo una cortina brillante de mis párpados, que bailaban en la luz como luciérnagas. Respiré tiempo un rato hasta que me llegó a las puntas de los dedos y los pies, cosquilleando repetitivamente de forma que casi me impulsaba hacia arriba. Creí levitar.

Abrí los ojos y recordé el “efecto flashback” del éxtasis. Me eché el resto de la botella de agua por la cabeza y me levanté.

Y así, medio flotando y empapada, fui a buscar el amparo de las sombras refrescantes de los Jardines Nacionales. Este parque, situado en el mismo centro de la ciudad, actúa de pulmón para la hiriente y tórrida sequedad del verano ateniense. Mis zapatillas de esparto me llevaron por las pequeñas avenidas cubiertas de árboles hasta un claro circular con bancos de hierro y pequeños parterres de romero. Me senté a escribir una breve y socorrida teoría del tiempo flexible en mi cuadernillo, y escuché un carraspeo frente a mí.

Era un hombre alto, de mediana edad y media melena salpimentada, vestido de negro. Mi entonces sencillo mecanismo de captación de interés se despertó. Me miraba fijamente y tuve que hacer un esfuerzo por vencer mi timidez y dedicarle una media sonrisa. Me dijo algo en griego. Al ver que no le entendía, me habló en inglés:

- Puedo sentarme a tu lado?

- Sí, claro.

- ¿De dónde eres?

- De Madrid.

- ¿Y qué haces aquí, perdida en el bosque?

Contestar “Esperar al lobo” parecía un poco por encima de mis límites en ese momento, así que me limité a encogerme de hombros.

- ¿No tienes miedo de que te pase algo?

- ¿Hay algo que temer?

- Mientras esté yo, no.

Le dejé sentarse y mirar por encima del hombro a lo que había escrito en la libreta. Me preguntó si era escritora o periodista. Mentí y le dije que ambas cosas. Sonrió con aprobación.

- Yo también soy periodista.

- ¿Sí?

- Sí, escribo una columna política en el Kathimerini.

Le miré asintiendo levemente. Mi interés se multiplicó. Le pregunté por la actualidad ateniense y me lanzó una diatriba larguísima sobre la evolución política del país desde la república de 1973, comparándola con el modelo clásico. Para impresionarle, hice breves anotaciones en mi libretilla. Me observaba con aprobación, aunque había un cierto rictus nervioso en su mirada.

- ¿Las mujeres españolas sois todas así de inteligentes?

- Bueno – risita nerviosa – no lo sé.

- Tengo que volver a Madrid; desde los ochenta no he estado. Parece que es un lugar donde percibir mucha belleza. Las griegas son feas y apocadas.

- ¡No puede ser!

- Sí, te lo digo yo. No están a la altura. Este es un país que desde hace siglos ha ensalzado lo masculino. Tal vez por eso se han quedado pequeñas y bigotudas.

Me reí un poco, educadamente, aunque si hubiera sido griega seguramente le habría propinado una bofetada.

Supongo que debería haberlo visto venir.

Tras esta iniciativa de mi interesante interlocutor, se hizo un silencio un poco incómodo. Fingí revisar mis anotaciones. Un minuto después me preguntó:

- ¿Quieres tocarme?

Le miré sorprendida y, al descender la mirada, pegué un pequeño salto sobre el asiento.

Se había desenfundado el pene, que sobresalía rojo, erecto y henchido de venas entre su mano derecha.

Levantarme como impulsada por un retoque, murmurar “tengo que irme” y atravesar los Jardines Nacionales como alma que lleva el diablo fue todo uno. Eran las seis de la tarde, y el sol me dio un respiro mientras subía las calles empinadas de vuelta a casa de Yiannis. Llegué jadeando y entré dando un portazo.

Yiannis estaba en la cocina con un coqueto delantal rojo, rellenando tomates con arroz y carne picada.

- Yiannis! ¡Yiannis! ¡No te imaginas lo que ha ocurrido!

- ¿Qué?

- Fui a los Jardines Nacionales. Me senté en un banco. Apareció un...

- ¿..un hombre de apariencia normal?

- ¡No sólo normal! ¡Parecía un tipo culto e interesante!

- ..Eso no tiene nada que ver. ¿Se la sacó, a que sí?

- Er...

- Bienvenida a Atenas. Hoy para cenar, un poco de yemistá.

(Foto: Jardines Nacionales, Atenas)