sábado, octubre 13, 2012

¡Eco!

¿Hay alguien ahí?

Ahora estoy aquí.

Recuperaré las historias, poco a poco.

Hasta pronto.

lunes, diciembre 06, 2010

...

Tenía la intención de terminar esta historia hace mucho tiempo. Hace uno, dos años. Ya ni lo recuerdo.

Lo que empezó como un divertidísimo ejercicio de memoria y un viaje nostálgico a un pasado algo inefable, acabó convirtiéndose en un ejercicio de procrastinación continua. Lo que me hace sentir mal, por otra parte, porque realmente había unos cuantos buenos momentos en esta delirante historia casi épica y Odiseica.

Me pesa mucho admitir que en mi vida he dejado a medias muchísimas cosas.

Pero sin embargo lo único que no se puede dejar a medias es la propia vida, se quiera o no. Hay que aprender a retirarse de la fiesta cuando no quedan energías para seguir bebiendo ni más tonterías que decir al primero que se ponga por delante. A mí, por muchos motivos, se me acabó el fuelle y voy a necesitar un nuevo proyecto con el que pueda comprometerme de verdad.

Sea esta mi disculpa para todos. La historia terminará, antes o después. Pero no se cuándo.

En un par de semanas clausuraré este blog y también el otro. A los que me habéis acompañado en estos numerosos viajes, muchas gracias.

Alicia

sábado, abril 25, 2009

En las Nubes XII


12. La Jungla de hormigón


El mini amarillo avanzó alegremente por la ciudad iluminada con los colores de la noche. A esas alturas, ya no me asustaba nada; ni siquiera la conducción temeraria del gigante heleno. Al fin y al cabo, era policía. ¿No? No podíamos estar en mejores manos Yiannis y yo.

Esa noche tampoco iba a morir, pensé, mientras recorríamos temerosamente calles y calles atestadas de coches en igual estado de ansiedad festiva, atajando por callejones oscuros de dirección única y subiendo la cuneta al girar las esquinas.

Pero aún había cosas a las que no me había enfrentado.

Por fin deceleramos. Estábamos al noroeste de Atenas, en una zona semi industrial. El mini refiló la última acera para girar hacia un enorme aparcamiento que escondía en las sombras una algarabía de luces de neón parpadeantes. Con un chirrido, llegamos a nuestro destino.

Tras unas vallas de rejilla metálica se encontraba la mayor discoteca que había visto en mi vida. Olvídense de Ibiza o de Costa Polvoranca, o de los centros lúdicos más inmensos de Amsterdam. Esta era la madre de todas las discotecas: una gigantesca nave industrial que se extendía en un área de varios miles de metros cuadrados palpitantes al ritmo de una selección de house ferozmente cruel con los tímpanos incluso antes de entrar.

El calor de la noche de verano griega intensificaba los sentidos. Emparedada entre Stavros y Yiannis, me dejé empujar por la cola de gente hasta la entrada, donde un par de gorilas nos indicaron hacia dentro con cara de póker.

Una vez dentro, lo único que pude ver era el flash rítmico de los cuerpos bajo los fogonazos de la luz parpadeante, la mayoría desnudos de cintura para arriba, y la inmensa mayoría masculinos. Debía haber al menos dos mil personas, en una pista de baile inmensa bordeada por larguísimas barras de bebida cubiertas de gente. Nos detuvimos un momento a la entrada de la bacanal; me agarré los bordes de la camiseta de tirantes como si fuera un paracaídas.

Stavros le gritó algo al oído a Yiannis, que se volvió hacia mí y me gritó al oído:

- Si te pierdes, nos vemos donde el coche.

En ese momento la cabeza de Stavros se alzó por encima de los dos metros como saludando a alguien. Un tipo pálido de pelo castaño y rizado y aspecto algo desaliñado se acercó a nosotros con una media sonrisa. Se saludaron rápidamente y Stavros le gritó algo apuntándome a mí, lo que consideré que sería una presentación. El tipo nuevo me miró y me extendió la mano.

- Hello, I am name Genesis!

No tuve tiempo ni de contestar. Stravros se deshizo de su camiseta blanca para anudársela a la cintura. Con un hercúleo brazo me agarró a mí y con el otro a Yiannis, y nos introdujo en la pista de baile.

El suelo vibraba. Las paredes vibraban. Diríase que hasta el techo vibraba. Era evidentemente una discoteca de ambiente, y no muy bien ambientada a todo esto, pues el aire acondicionado brillaba por su ausencia. En unos pocos minutos, Yiannis también se había despojado de su camiseta y estaba restregándose como una anguila contra el inmenso pectoral de Stavros. Estaba claro que no iban a bailar conmigo, al menos de momento. Y bueno, yo tampoco podía realizar una gran variedad de movimientos ya que la densidad de la sudorosa población a mi alrededor lo hacía bastante difícil.

- ¡Me voy a la barra a pedir algo! – grité a mis compañeros. Yiannis dejó de lamerle el pezón izquierdo a Stavros para asentir con la cabeza.

Necesitaba cualquier cosa líquida. Simplemente el esfuerzo de llegar hasta la barra me dejó al borde de la deshidratación. Aprovechando mis reducidas proporciones en comparación con los musculados patronos que tapaban el acceso, me introduje como pude entre los huecos hasta poder captar la atención de un camarero.

Si alguna vez viajan a Grecia en verano, apréndanse esta frase:

Ένα ποτήρι νερού, παρακαλώ (ena potiri neró, paracaló) – Un vaso de agua, por favor.

Pero luego prueben a decirlo en un en un lugar poblado de gente en variantes estados de desenfreno, a 45 grados centígrados y con un nivel sonoro por encima de cualquier aeropuerto internacional.

El camarero, cada vez más impaciente, se limitaba a encogerse de hombros y negar con la cabeza. Probé en inglés, con la misma suerte. Cuando ya iba a empezar a darme por vencida y contemplar la muerte, alguien se puso a mi lado y le gritó al camarero:

Ένα ποτήρι νερού, παρακαλώ!!!!!!!!!!!!!!!!!!

… que inmediatamente se dio la vuelta para reaparecer con un vaso de agua y un gesto de aburrimiento en la mirada.

Sin preocuparme por mirar a mi salvador, me bebí de un trago el preciado líquido, y entonces pude empezar a ver menos borroso.

Era el tipo pálido de pelo rizado. Me sonreía. Mucho.

- Thank you! – le grité

- Ok! Ok! – me gritó. Y le pegó un lingotazo a lo que parecía un vaso de whiskey o similar.

En ese momento, se acabó mi poder de inventiva para hacer conversación. El tipo me seguía mirando como esperando a que dijera algo más. No se me ocurría nada, así que le sonreí, me di media vuelta y avancé a duras penas hasta la puerta de salida. Necesitaba aire.

Los gorilas me miraron con cara de aburrimiento. Estaba claro que yo no era objeto de interés en un lugar como ese. Aún así, me alegraba por Yiannis y por el buen rato que, suponía, debía estar pasando con Robocop. De hecho, yo misma podría haberlo pasado bastante bien de no ser porque necesitaría apoyo químico o etílico, y tenía demasiado recientes mis últimas aventuras en el Lado Oscuro.

Me apoyé contra una columna de hormigón mientras intentaba respirar un poco de aire caliente. En un rato iría hacia el coche y les esperaría ahí pacientemente.

Unos pasos detrás de mí me hicieron darme la vuelta.

Ahí estaba, sonriente, el tipo pálido. Con una mano me saludaba mientras parecía esconder algo con la otra por detrás de la espalda.

- Me very man – dijo.

- What?

- Me very, very man! – y para ilustrarlo, se golpeó el pecho con los puños haciendo una onomatopéyica imitación de Tarzán.

- Oh.

- Me policeman.

Le sonreí. ¿Qué otra cosa hacer? Estaba atrapada, destinada a esperar quién sabe cuántas horas para poder volver a casa, con un ¿policía? loco llamado Genesis que, por suerte para él, era muy hombre.

- I love you – volvió a decir.

Le miré sin encontrar una respuesta apropiada. Y entonces se sacó de dentro de la camiseta una botella de vodka y una bolsa de cocaína.


miércoles, abril 02, 2008

Arte y pico


Si hay dos cosas que no soporto en esta vida son: a) el autobombo; y b) los memes. Lo primero por eso que dicen de "dime de qué presumes y te diré de qué careces" - o algo así. Lo segundo porque los memes son un martirio auténtico, la nueva plaga de la blogosfera.

Son como la versión moderna de los amiguetes que venían de vacaciones y te traían como regalo una torre Eiffel de palillos para poner encima de la tele. O aquellos regalos de boda de familiares con los que había que quedar más o menos bien (jarrones iridescentes, por ejemplo, que yo los he visto).

Pero bueno, en este caso el premio viene de mi amigo Hugo Izarra, un gran narrador/poeta cuyo criterio siempre ha sido una gran referencia para mí. Por eso se lo agradezco infinito.

No voy a poner una lista de diez más, sin embargo. Y no es porque no conozca diez blogs que merezcan esta magna condecoración, que los hay y muchos más. Lo voy a dejar en uno, porque así la cadena no es tan larga ni se expande hasta el infinito.

Así, imparcialmente, y a ciegas entre los candidatos de los blogs que frecuento.

Sin pensarlo ni un momento:

Escriba su propia novela de Dan Brown

¡Felicidades!

domingo, marzo 16, 2008

En las Nubes XI



11. La Llegada del Héroe


Me vestí rápidamente y, aturdida por la situación, me senté sobre una roca a pensar. Si algo había aprendido durante ese viaje, era que la actividad de “pensar”, a la larga, siempre trae beneficios. Miré hacia la puesta de sol y recapitulé.

Me encontraba en la boca de una cala rocosa y semidesierta a las afueras de Atenas, sin dinero ni ningún tipo de identificación, a unos 30 kilómetros de la casa de Yiannis. La realidad se me desplomó encima. Sabía que sólo tenía una posibilidad: encontrar la forma de regresar, como fuera. Pero, mientras me organizaba mentalmente para ello, no pude evitar que una oleada de angustia chocara contra mi pecho hasta desembocar en forma de llanto.

Llorar amargamente frente a una puesta de sol en el Egeo es algo que, quieras que no, se hace con naturalidad. El entorno propiciaba saltos imaginativos involuntarios, y a ello me entregué momentáneamente mientras me lamentaba de mi suerte.

Me imaginé cual Psique, esperando a su amante escamoso y reptil.

Una voz grave me hizo abrir los ojos y alzar la vista: frente a mí, bordeado por la cálida luz anaranjada del sol moribundo, adornado con ricas pedrerías y joyas, un largo y grueso anfibio rosado me observaba con su único ojo.

Difícil es expresar mi incapacidad para pronunciar palabra en ese momento. Le miré enmudecida, aterrorizada, hipnotizada. Afortunadamente la voz volvió, esta vez más grave y cercana.

- τι κάνει λάθος?

Parecía venir del cielo. Lentamente subí los ojos, que fueron bordeando una ancha silueta humana y erguida, con los brazos en jarra y las piernas separadas. Desde muy muy arriba alguien más me estaba mirando. La contraposición del sol no me permitía ver sus facciones, exceptuando una barbita de chivo que se balanceaba al ritmo de sus palabras.

- χρειάζεστε τίποτα?

Me llevó unos minutos comprender que me encontraba ante un nudista más, decorado con múltiples tatuajes tribales y luciendo una alegre ristra de argollas y piedras azules en el glande. Otro tanto le colgaba de los lóbulos de las orejas, y también lucía sendos piercings en las cejas. Tendría unos cuarenta años y debía pesar aproximadamente ciento veinte kilos, que gracias a su altura estaban bien repartidos. Pero era humano. Me sequé las lágrimas e, hipando, me puse en pie.

- Do you speak English?

El hombre me miró un poco confundido.

- Yes – cabeceó – a little.

Esa fue la parte más fluida de nuestra conversación. A partir de ahí nos comunicamos por señas, palabras sueltas y frases rotas. A pesar de su aspecto atemorizante, parecía entender mi problema y situación.

Stavros, mi nuevo amigo, se puso unos pantalones cortos que sacó de una mochila, me agarró la mano como quien coge la bolsa de la compra y tiró hacia arriba. Llegamos a la carretera y diez minutos después, me introducía llena de polvo en su mini amarillo y desvencijado. Parecía absurdo un coche tan pequeño para un tipo tan grande, pero Stavros lo conducía con facilidad, cada movimiento economizado y coreografiado. Entre breves frases que apenas entendíamos, hicimos el camino entero por la carretera pedregosa de Limanaka, hasta Erastothenous. Me dejó en la mismísima puerta de la casa de Yiannis, y yo – sorprendida – quise agradecérselo.

A este punto ya había llegado a una conclusión, que algunos supondrán vanidosa, pero que – creedme – en ese contexto, era lógica:

El tipo no se había intentado aprovechar de mi lamentable situación, y por tanto, era gay.

Por una vez en mi vida, estaba en lo cierto. Le invité cándidamente a subir a casa de Yiannis, para al menos darle las gracias con una cerveza fría, y se quedó. Se quedó a tomar la cerveza, a cenar, y a dormir. Con Yiannis, por supuesto. Los gritos y jadeos que traspasaron la pared toda la noche dificultaron un poco mi sueño, pero al menos estaba en casa – sana y salva.

Por la mañana, Yiannis apareció en mi habitación sonrosado y feliz, con una copiosa bandeja de desayuno.

- Stavros vuelve luego, ha ido a su despacho a mirar unos papeles.
- ¿Su despacho?
- Sí, es policía. Al parecer, uno de los que te robaron ayer es ya algo conocido en comisaría. Va a buscar sus datos y hacerle una “visita”.
- ¿Qué me dices?
- Oh, ¿no es maravilloso? Es como un guerrero troyano, tan grande y tan atento él.

Dicho y hecho: cuatro horas más tarde, nuestro Héroe apareció con mi bolso. A falta del dinero estaba todo lo demás, incluida la cámara de fotos y mis documentos. Yo no sabía qué decir, ni tampoco qué sangre se podía haber derramado en ese intercambio. Pero, esto último, he de admitir, me daba totalmente igual.

Yiannis me enseñó a dar las gracias en griego:

- ¡Efharisto polí!

Parecía el final feliz de una película: yo tenía mis cosas, Yiannis estaba enamorado... y los “malos” habían recibido su merecido. Por eso, cuando Stavros, durante la cena, pegó un gran trago de Ouzos, eructó y gritó:

- Θέλω να πάω τρελλός απόψε!!

Yo también alcé mi copa y brindé, repitiendo como un loro sus palabras. Yiannis me miró de reojo.

- ¿Qué he dicho?
- Que quieres una noche loca.
- ¿Eso qué quiere decir?
- Tendrás que verlo por ti misma.

A las 11 de la noche, Stavros se pasó a recogernos en su mini amarillo. Yiannis iba vestido para matar, y yo – qué queréis que os diga – yo también.



miércoles, marzo 05, 2008

La voz callada






A veces, la voz interior se calla.



Se

calla

del

todo



Como un niño castigado

contra la pared.



Como un juguete olvidado

en la oscuridad del cráneo entre la niebla,

Se queda ahí rezagada,

silenciosa,

oculta.



se calla.



Me pregunto: "¿de qué sirve,

a dónde lleva

decir nada?"



¿De qué valen las excusas?

Denme un precio,

¡Yo lo pago!

Tanto silencio


hace demasiado ruido,

y eco


eco

eco

eco



mucho eco en el vacío.








miércoles, diciembre 19, 2007

Felices fiestas


El lapsus ha sido muy largo... pero la vida vuelve a su curso normal.
La primera semana de enero continuarán las aventuras griegas... y todo lo demás.
Besos y felices fiestas
Alicia

miércoles, septiembre 19, 2007

Pausa

No es que no quiera; no es que no sepa cómo... es una pausa.

Hoy, este blog cumplió dos años y 18 días. Creo que abrir esta ventana me ha servido de mucho más de lo que esperaba. La ventana se abrió hacia dentro a la vez que hacia fuera, y en la mayoría de los escritos que aquí he ido dejando caer está la esencia de muchas cosas que han ocurrido. Puedo decir que estoy ahora en un lugar mejor que donde estaba ese 1 de septiembre del 2005, y precisamente por eso tengo más ganas que nunca de seguir.

Si embargo, las circunstancias a veces limitan. Mi primera reacción es dejarlo estar hasta "encontrar tiempo" y no decir nada, pero en estos dos años han ido y venido gente con quien, de una forma u otra, siento que he adquirido un compromiso. Sobre todo con los que se han quedado.

Estos días tengo a mi madre ingresada. Se recuperará, pero no es fácil sobrellevar la tensión. Paso muy poco tiempo aquí delante y menos aún con capacidad para hilvanar la historia. Lo "bueno" de esto es que sí tengo tiempo para pensar en las siguientes, y para darle formato a mis planes.

Aquí sigo, y os mando un saludo a todos. Hasta muy pronto.

Alicia

sábado, julio 28, 2007

En las nubes - X

10. Un paseo por el Olimpo y un descenso al Hades.

Estaba claro que había llegado a un lugar donde las reglas eran diferentes. Era curioso: pensé que todo lo que me había ocurrido había sido a causa de las drogas. Pero en realidad no era más que el mundo que se abría en todas sus facetas y yo, que nunca lo había visto tan de cerca, había saltado dentro de su espiral. Nada había cambiado, con la excepción de que mi cuerpo, tras haber vencido la enfermedad, me había devuelto una visión un poco menos manipulada de la realidad pero sí más lúcida. La realidad era muy diferente a como yo la había imaginado antes de aquel viaje.

Desperté de madrugada con el sonido de las campanas de la iglesia, salí al balcón y oteé las nubes danzantes de golondrinas en el cielo griego. Achinando los ojos, intenté adivinar – como Eurípides – dónde me llevarían ese día. Se lo pregunté a Yiannis.

- Deja de filosofar con tu vida y sé una turista de una vez por todas.

Le miré en silencio, metí mi cuadernillo en el bolso, escondí la cámara y salí con él a la calle. Nos despedimos en la plaza de Evangelismos, en la parada del autobús. Él se fue a su trabajo y yo a la Acrópolis.

En las primeras luces del día, caminando calle arriba, la ciudad se desperezaba a toda rapidez a mi paso. Al llegar a Syntagma, una ordenada tropa de soldados con vistosas mallas y camisas blancas repicaron sus botas en el cambio de guardia, cimbreando las orlas rojas en la breve brisa que moriría con el sol de verano. Las terrazas ya estaban pobladas de jóvenes sorbiendo frappés fríos y jugueteando con pulseras de cuentas de metal. Y en la Plaka, los comerciantes desempolvaban las mesas para alinear sus puestos de ropa y abalorios bajo los toldos multicolor. Me senté a desayunar a la puerta de un café, y esperé, escribiendo, a que pasara el rato hasta la hora de apertura.

A las diez de la mañana subí las escalinatas esquivando turistas como una ardilla. Lo primero que vi fue el Partenón, inmenso, abierto, roto, desgastado y cansado, pero igualmente inmenso. Sí, soy impresionable y entonces lo era aún más. ¡Había llegado al Olimpo! Y me lo tenía ganado.

A pesar de las masas que ya poblaban la zona a primera hora, pude disfrutar del entorno e imaginarme ahí entonces, en el principio de los tiempos. Es en lugares así que realmente se cobra conciencia de la historia e incluso del papel de cada uno de nosotros en ella.

Pero era también irónico que precisamente lo que ahí faltaba – los relieves de la fachada, las hermosas Cariátides del Ectereión y tantas otras reliquias - era falso. Las imitaciones eran casi perfectas, pero falsas. Los originales están alegremente custodiados por los londinenses – aquellos que no me abrieron las puertas al principio de mi viaje. Pasando mis dedos por las piedras de los templos violentados, me sentí como Byron dispuesto a morir en tierras helenas. ¿O era el sol? Una vez más, se me nubló la vista. Miré a mi alrededor: llevaba cuatro horas paseando de un lugar a otro de la Acrópolis, soportando empujones de rollizos americanos o de japoneses despistados, y mirando hacia las cúspides de las columnas aturdida. La ropa se me pegaba al cuerpo y el polvo me llenaba los ojos. Salí corriendo sin siquiera decir adiós a los dioses, y tracé con el dedo en el mapa una línea vertical hacia arriba, hacia el norte, donde aparecía el azul del mar.

Nunca se me dieron mal los mapas ni las guías, a pesar de mi condición femenina. Había líneas de autobuses que salían de Syntagma, y en media hora me planté en la parada. El truco de meter la cabeza entre el torrente de gente entrando en el autobús nada más abrir las puertas y gritar al conductor: “Beach?!” parecía funcionar: todos decían que no, pero que el siguiente autobús sin duda me llevaría. Una hora después, cuando casi había perdido toda esperanza, un conductor me miró directamente a los ojos y replicó:

- Yes. Beach. Limanaka. Very nice.

Very nice me venía muy bien. Me subí al autobús, conseguí un asiento a la sombra y apoyé la cabeza contra el cristal. Cuando empezó a aparecer la costa, una hora después, llegaba también la tarde. Yiannis debía estar volviendo a casa.

- Un bañito y vuelvo en el siguiente autobús - me dije.

Me bajé, bajo indicación del conductor, en las playas de Limanaka. Me dejó en una larga carretera polvorienta. Antes de arrancar agitó la cabeza hacia el mar: obedecí y cambié mi rumbo. A la izquierda, una ladera pedregosa y empinada descendía hasta una caleta tan azul que casi dolía mirarla. Compré una botella de agua en un tenderete y bajé cuidadosamente por la colina. No llevaba ni una toalla, pero la camisa serviría.



Viendo que todo el mundo estaba desnudo y estratégicamente desperdigado entre las rocas, hice nudismo por primera vez en mi vida. Al fin y al cabo, nadie me conocía y mi celulitis permanecería en el anonimato. Me tumbé sobre una roca y dormité un rato. Cuando desperté, escuché unas risas entrelazadas con chácharas ininteligibles. Lo primero que vi fue una serie de dunas redondas y tostadas al sol de la tarde. Por un momento, pensé que había muerto y resucitado en Arrakis. Pero luego comprobé que se trataba de cuatro culos. Cuatro chicos y una chica se habían tumbado, como Dios les trajo al mundo, a escasos centímetros de mi camisa, mi bolso y yo.





Me saludaron. Les saludé. Me ofrecieron un porro y me negué lo más elegantemente que mi desnudez podía permitírmelo. No parecían muy convencidos del hecho de que su presencia había desbaratado mi vida en ese momento. No sabiendo cómo reaccionar, sonreí tímidamente y, antes de entrar en una conversación para la cual no estaba aún preparada, escondí mis cosas bajo la camisa y bajé al agua. Ahí abajo nadie reparaba en mí: aquello era maravilloso. Chapoteé feliz un rato muy largo mirando al horizonte infinito del Egeo e intentando adivinar las siluetas de las Cíclades, hasta que empezó a oscurecer. Tendría que volver y coger otro autobús, aunque ello supondría salir del agua desnuda, cual Afrodita, y tal vez confraternizar con mis vecinos. La idea, ya despierta, no parecía tan mala. Pero cuando me aproximé a mi roca comprobé que ya no estaban.

Y comprobé otra cosa:

Se lo habían llevado todo, menos, piadosamente, mi ropa.

domingo, junio 03, 2007

En las Nubes - IX

10. ¡Bienvenida a Atenas!

Me senté un rato sobre el pedazo esférico de una de las columnas que habían caído al suelo cientos de años antes, a beber un poco de sol y regenerar mis marchitas células. Nunca había creído en el destino. Sin embargo, algo me decía que llegar a esta tierra extraña no había sido un mero accidente ni el simple resultado del caos: era una forma de ordenar el caos. Toda historia épica consiste en un problema por resolver, un viaje, un peligro, un enfrentamiento y un desenlace. ¿En qué parte me encontraba ahora? – me preguntaba yo. ¿Dónde habitaban las sirenas y los dragones marinos? ¿Qué más obstáculos tendría que afrontar?

Los mayores obstáculos nacen en el interior de nuestra cabeza: esa lección la tenía aprendida hacía mucho tiempo, pero evidentemente no estaba madurada. Mientras la ciudad se extendía frente a mí en su nube de polvo, su enjambre humano y el caos multisonoro del tráfico demente, apoyaba las manos sobre la piedra y recorría con los dedos las estrías milenarias. Cientos de fantasmas batían sus alas a mi alrededor, recordándome que hacía dos mil años alguien había tallado estas columnas para sostener el templo del dios, y que no debía fiarme del sol, ni del polvo de la calzada, ni siquiera de mis propios ojos, porque el mundo no es más que un círculo que termina en el mismo sitio donde empezó, un ciclo constante donde ir no necesariamente significa “marcharse” sino que a menudo es “volver”.

Tuve la impresión de que el tiempo se me hacía pequeño y se estrechaba entre mis manos, introduciéndose por mis venas para subir hasta el pecho. Mi corazón latía tiempo y la sangre lo iba desmenuzando minuto a minuto, día a día y siglo a siglo por cada una de mis arterias. Me tumbé boca arriba con los ojos cerrados y el sol hizo una cortina brillante de mis párpados, que bailaban en la luz como luciérnagas. Respiré tiempo un rato hasta que me llegó a las puntas de los dedos y los pies, cosquilleando repetitivamente de forma que casi me impulsaba hacia arriba. Creí levitar.

Abrí los ojos y recordé el “efecto flashback” del éxtasis. Me eché el resto de la botella de agua por la cabeza y me levanté.

Y así, medio flotando y empapada, fui a buscar el amparo de las sombras refrescantes de los Jardines Nacionales. Este parque, situado en el mismo centro de la ciudad, actúa de pulmón para la hiriente y tórrida sequedad del verano ateniense. Mis zapatillas de esparto me llevaron por las pequeñas avenidas cubiertas de árboles hasta un claro circular con bancos de hierro y pequeños parterres de romero. Me senté a escribir una breve y socorrida teoría del tiempo flexible en mi cuadernillo, y escuché un carraspeo frente a mí.

Era un hombre alto, de mediana edad y media melena salpimentada, vestido de negro. Mi entonces sencillo mecanismo de captación de interés se despertó. Me miraba fijamente y tuve que hacer un esfuerzo por vencer mi timidez y dedicarle una media sonrisa. Me dijo algo en griego. Al ver que no le entendía, me habló en inglés:

- Puedo sentarme a tu lado?

- Sí, claro.

- ¿De dónde eres?

- De Madrid.

- ¿Y qué haces aquí, perdida en el bosque?

Contestar “Esperar al lobo” parecía un poco por encima de mis límites en ese momento, así que me limité a encogerme de hombros.

- ¿No tienes miedo de que te pase algo?

- ¿Hay algo que temer?

- Mientras esté yo, no.

Le dejé sentarse y mirar por encima del hombro a lo que había escrito en la libreta. Me preguntó si era escritora o periodista. Mentí y le dije que ambas cosas. Sonrió con aprobación.

- Yo también soy periodista.

- ¿Sí?

- Sí, escribo una columna política en el Kathimerini.

Le miré asintiendo levemente. Mi interés se multiplicó. Le pregunté por la actualidad ateniense y me lanzó una diatriba larguísima sobre la evolución política del país desde la república de 1973, comparándola con el modelo clásico. Para impresionarle, hice breves anotaciones en mi libretilla. Me observaba con aprobación, aunque había un cierto rictus nervioso en su mirada.

- ¿Las mujeres españolas sois todas así de inteligentes?

- Bueno – risita nerviosa – no lo sé.

- Tengo que volver a Madrid; desde los ochenta no he estado. Parece que es un lugar donde percibir mucha belleza. Las griegas son feas y apocadas.

- ¡No puede ser!

- Sí, te lo digo yo. No están a la altura. Este es un país que desde hace siglos ha ensalzado lo masculino. Tal vez por eso se han quedado pequeñas y bigotudas.

Me reí un poco, educadamente, aunque si hubiera sido griega seguramente le habría propinado una bofetada.

Supongo que debería haberlo visto venir.

Tras esta iniciativa de mi interesante interlocutor, se hizo un silencio un poco incómodo. Fingí revisar mis anotaciones. Un minuto después me preguntó:

- ¿Quieres tocarme?

Le miré sorprendida y, al descender la mirada, pegué un pequeño salto sobre el asiento.

Se había desenfundado el pene, que sobresalía rojo, erecto y henchido de venas entre su mano derecha.

Levantarme como impulsada por un retoque, murmurar “tengo que irme” y atravesar los Jardines Nacionales como alma que lleva el diablo fue todo uno. Eran las seis de la tarde, y el sol me dio un respiro mientras subía las calles empinadas de vuelta a casa de Yiannis. Llegué jadeando y entré dando un portazo.

Yiannis estaba en la cocina con un coqueto delantal rojo, rellenando tomates con arroz y carne picada.

- Yiannis! ¡Yiannis! ¡No te imaginas lo que ha ocurrido!

- ¿Qué?

- Fui a los Jardines Nacionales. Me senté en un banco. Apareció un...

- ¿..un hombre de apariencia normal?

- ¡No sólo normal! ¡Parecía un tipo culto e interesante!

- ..Eso no tiene nada que ver. ¿Se la sacó, a que sí?

- Er...

- Bienvenida a Atenas. Hoy para cenar, un poco de yemistá.

(Foto: Jardines Nacionales, Atenas)