3. Marvin
Me atusé la ropa, sacudiéndome a duras penas el polvo de la cama. Cogí mis cosas y fui al cuarto de baño comunitario de aquella segunda planta que era todo un largo largo pasillo, decenas de puertas blancas a lo largo del suelo de madera, troc, troc, troc, andando con cuidado para no despertar a los estudiantes alemanes, a los mochileros suecos, a los homeless de siete dólares la noche que se habían rendido al sueño a pesar de vivir en The City that Never Sleeps como cantaba el Tío Frankie. Fus, fus, fus, hacían los ventiladores del techo, y en alguna de las habitaciones una tos, un suspiro, un ronquido, un gemido.
En el baño me hice polvo los ojos al tirar del cordoncito que encendía el neón.
Me duché a media luz pegando manotazos entre el vapor del agua lacerante y las baldosas rajadas. Cuando salí, tuve que frotar el espejo con la toalla para ver algo.
El espejo.
- ¿Quién anda ahí? – pregunté a mi reflejo.
Busqué al conejo blanco con la mirada mientras me cepillaba el pelo, me lavaba la cara, le daba un poco de color a mi sonrisa. Ahí estaba, al oeste de todo. Ahí estaba para prefabricar emociones y darle otro capricho a la mirada infantil que no cesa en su empeño de sorprenderse. Habían vuelto las mariposas, y al otro lado del espejo la cara que me observaba era, al menos esa mañana, reconocible.
- Entrada triunfal en la Gran Manzana, pequeña – le dije .
Me acabé de lavar el jet-lag y bajé a la recepción.
Marvin estaba sorbiendo un café en vaso de plástico a la puerta y fumando. Con ademanes de gran ceremonia me cedió su sitio en el surtidor de agua. Compré un café en la máquina y me senté con él a recibir el alba. Hacía frío y el café nos protegía con una mampara de vapor.
Me contó su vida durante tres horas, su larga figura apoyada sobre la verja de la entrada, con un Chesterfield permanentemente colgando de la boca y los ojos achinados por el humo bajo una boina negra.
Marvin, el poeta, la vieja gloria. El cansadísimo hombre que cada mañana, con su café de 80 céntimos de la convenience store de más abajo de la calle, se sentaba a la puerta del hotel sobre el surtidor de agua que era su trono y recordaba a cada uno que quisiera escucharle que no pasa nada, que él está ahí porque quiere, que sus días como cantante y lacónico poeta beat en los antros más chic de la City volverían muy pronto. Que su sobrino en Detroit le estaba preparando una maqueta tecno de sus temas.
- Hay que modernizarse, oye, - les decía - y el Village no es un lugar donde puedas perder el tiempo pudriéndote con un estilo apolillado. La gente pide cambios, cambios, muchos cambios, y aquí estoy yo preparando mi cambio, sister. Mi gran salto de nuevo al estrellato. ¿Te acuerdas de la luna llena que hubo anoche, la que aparecía pintando rayas de plata sobre los tejados de Bowery Street? Pues así seré yo cuando vuelva, sister. Tendrás que volver a Nueva York para verme. ¿Sabes? tú estás de paso y a lo mejor no lo vas a ver, pero yo no, yo me quedo, y te espero. Cualquier día de estos llegará mi maqueta y volverán las musas. Haré un número especial, con nuevos versos y poemas, un rap, ¿qué te parece? Rapearemos sobre la amargura de la vida, sister. Tú y yo. ¿Por qué no, no te apuntas? Te dejaré elegir otro tema, si quieres. Y si es que tienes esperanza, como yo, podremos pensar en algo mejor. Hay esperanza en todo, hasta en las heridas de esta ciudad, sister. No te olvides de mí.
Marvin el vividor. Lo mejor que había hecho en la vida, contaba, era dejar atrás su Carolina del Sur y venirse a la City. Atrás quedaban sus cuatro hermanas y sus tardes de sol en los maizales. Atrás quedaban las miradas de soslayo de los blancos, ese Old World Feeling que te hace recordar que aún vibran en la memoria los latigazos del amo en los campos de algodón.
- No olvides que tu abuelo fue un esclavo, chaval – decían las voces que hacían eco en el interior de su maleta aquel ocho de noviembre hacía más de veinte años, aquel día que se subió al Greyhound rumbo al Este - No lo olvides nunca, y no dejes que el odio desaparezca del todo. Deja un poco para alimentar tu espíritu.
El dèja-vú del tiempo. El sol meciéndose en las nubes del atardecer. El cinturón de cuero de su padre, bailando al mismo ritmo de los látigos. Las cicatrices de la espalda todavía se le hinchaban levemente cuando llovía, y llovía mucho en Nueva York. Cada ocho de noviembre recordaba aquel día de lluvia que se marchó y aquella picazón en la espalda. Y la lluvia que bañaba cada calle donde vivió, en Hell’s Kitchen, en East Harlem, en el más inhóspito cuchitril del Bronx. La lluvia le hacía recordar.
Pero hoy era un día de sol. Marvin estaba de buen humor; su angulosa cara triste se había llenado de curvas apuntando hacia su arrugada frente al verme amanecer en recepción.
Se atusó la boina, ladeándola hacia un lado en un elegante ángulo que ensombrecía su ojo derecho.
- Es el look francés, pequeña amiga. Los beats llevamos boina negra porque nuestra meca es la luna sobre París. Algún día iré a verla, y te veré a ti, seguro, en esa vieja Europa tuya. No te preocupes. En cuanto ahorre un poco, y será fácil, porque voy a ser rico de nuevo. Ya lo verás.
Siete dólares al día pagaba Marvin gracias a su acreditación de beneficiario del DHS (Department of Homeless Services). Siete dólares que apenas escarbaba de su mísera pensión de indigente oficial. Marvin tenía derecho a sus cuatrocientos dólares mensuales, pero nadie en sus cabales le contrataría jamás. Porque si llevas el estigma de la calle eso da miedo, mucho miedo en un lugar donde el miedo es el fuego que alimenta la comida. ¿Qué sería de Nueva York sin los pobres, los bag-people, los hurones urbanos? Hay que mantener el folclore. Con dinero justo para no poder salir adelante pero no morir de hambre. Para no poder pagarse un médico pero aún así poder comprar una aspirina cuando el hígado diga basta. Para ganarse un bonito nicho en el Cementerio de Pauper’s, la Cárcel de los Muertos. Para expiar los pecados y excesos del pasado con los restos de dignidad.
- Lo mejor que te puede pasar si pierdes tu gloria, pequeña amiga, es ser un homeless en Nueva York. Es lo peor y también lo mejor, porque ya estás en el infierno, con la cabeza en las fauces del demonio, y si sales de ahí nada podrá contigo. Por eso ahora que sé que van a volver mis días de gloria, quiero estar preparado. Ya no me meto con el demonio, ¿sabes? – y su boca se retorcía levemente hacia la derecha con ese mantra, ese susurro, “I ain’t fuckin’ with the devil no’ mo’’”.
- No fumo crack. No bebo. No robo. No duermo en la calle. En la calle me ahorraría siete dólares al día, pero no podría cuidar mi aspecto, ya lo ves, y en Detroit me están preparando esa maqueta. Voy a ser el viejo beat negro más moderno de todo Manhattan. ¡Cómete el corazón, Alan Ginsberg! Mi sobrino tiene buena cabeza para los negocios, ¿sabes? Vamos a crear un nuevo estilo. Tú puedes venirte si quieres. Volveremos al White Horse, al Sin-e, a las cuevas llenas de humo del Village. Me importa una mierda la prohibición anti tabaco. Cuando vuelva, todos fumarán y harán círculos en el aire al ritmo de mis palabras. Te lo digo yo. Y entre poema y poema, les tocaré un blues con mi vieja guitarra y llorarán de placer.
Y cuando me había dado media vuelta hacia la escalera para subir al oscuro pasillo y tomar posesión de mi propia habitación, pude ver con el rabillo del ojo como sacaba una vieja petaca plateada de un bolsillo y se la acercaba a la boca. No dije nada. Los viejos alcohólicos nunca mueren, como los viejos rockeros. Como los viejos beatniks de Bowery Street.
(Foto: Mañana fría en Bowery Street)