viernes, diciembre 29, 2006

En las nubes - V




5. El fenómeno de la globalización


El aeropuerto de Atenas no era entonces lo que es ahora: por esa época era un lugar pequeño y desconcertante. El hecho de que fuera medianoche seguramente influía, pero aún así había muy poca gente, un pequeño bar, apenas dos o tres empleados deambulantes y un par de cabinas de teléfono. Fui directa hacia una de ellas agitando mi agenda como una antorcha olímpica.

No sólo era la era pre-móvil; también era la era pre-euro. Las pequeñas rendijas del teléfono se alimentaban de dracmas. Miré hacia el cartel que proclamaba cambio de divisas en varios idiomas; estaba cerrado.

¿Cómo no se me había ocurrido antes? La respuesta era fácil: mi cerebro era un flan.

Me acerqué a un cajero automático e introduje mi tarjeta de crédito de Caja Madrid. Solicité el máximo permitido, sin duda bastante más de lo que tenía en el banco, cerré los ojos y le di al “ok”. El dinero griego apareció alegremente por la ranura. Ahora seguramente debía mi alma al banco. Pero, llegados a este punto, poco importaba.

En el bar le compré una botella de agua a la silenciosa camarera y regresé con unas exóticas monedas helenas en la mano.

El número de Yiannis funcionaba, pero no lo cogía nadie. Lo único que rebajó mi angustia fue escuchar su voz en el contestador automático. Dejé mi mensaje grabado:

- Yiannis, escucha: ya te lo explicaré todo; estoy en Atenas, acabo de aterrizar. Son las doce de la noche. Estoy en el aeropuerto. Voy a buscar una forma de llegar al centro y te volveré a llamar desde ahí, ya te diré dónde estoy. ¡Escucha esto, por favor!

Pensé en llamar a Madrid, para que al menos si me moría alguien tuviera constancia de mi paradero y no llegara todo como una gran sorpresa. Frente a mí flotaban los titulares en neón: “Joven española encontrada muerta de hambre a los pies del Partenón.” Suspirando, marqué el número de mi casa; me recibió el familiar contestador con mi voz y la de mis compañeras de piso en un cantarín unísono. Resignada, volví a hablar:

- Chicas, estoy en Atenas. Ya os lo explicaré todo. Si llaman mis padres, por favor decidles que estoy en Londres.

Me quedaban unos cuantos dracmas sueltos. Mordiéndome los labios recordé a mi querida Shazea, que por primera vez volvió a mi memoria para llenarme de sentimientos de culpabilidad. Marqué el número. Me encontré de nuevo con un contestador.

- Shazea, estoy en Atenas. No podré ir a tu boda. Ya te lo explicaré todo. Perdóname. Perdóname. Perdóname.

Me pregunté si realmente había muerto y me encontraba en una especie de limbo donde sólo había dos cabinas de teléfono que únicamente conectaban con los contestadores automáticos del mundo de los vivos. Imaginé a mis amigos escuchando cacofonías extrañas e incomprensibles en sus teléfonos, aturdidos y asustados.

Resignada, recogí mi maltrecha maleta y me dirigí a la salida.

Había dos taxis. Toqué en la ventanilla del primero y un hombre corpulento salió a recibirme. Le sonreí con ese tipo de expresión que se esboza cuando no se sabe cómo empezar una larguísima conversación. El hombre, sin mediar palabra, me arrebató la maleta y la introdujo rápidamente en el maletero. No sabía muy bien qué decir, así que mascullé un débil “thank you”. Sonrió rudamente y me abrió la puerta de atrás.

Una vez dentro, le dije que quería ir al centro. Entonces se dio media vuelta y por primera vez reparó en mí. Me miró con cara de fastidio. Por su expresión debía estar más que acostumbrado a llevar no-muertos en su coche.

- Center?
- Yes, center.
- Where in center?
- The center of the center.
- The center of the center of Athens?
- Yes
- O.K.

Eso fue todo. Durante el viaje, se limitó a mirar de reojo al retrovisor para encontrarse con mi tímida sonrisa. Atravesamos calles y carreteras durante una larguísima media hora; el paisaje no era mucho más diferente de cualquier barrio limítrofe de Madrid; de hecho, me daba la impresión de estar recorriendo Alcorcón o Parla. Respiré hondo. Me relajé. No había nada peor que entrar en pánico en una situación en la que una ya no tiene control.

Os preguntaréis, ¿Por qué no le pedí que me llevara a un hotel? Buena pregunta. Pues es sencillo: porque tenía muy poco dinero y quería intentar contactar con Yiannis una vez más. Y porque aunque estaba totalmente exhausta no tenía aún ni pizca de sueño, a causa del atracón de éxtasis. Y porque soy una temeraria.

Al fin y al cabo, era la una de la mañana. En unas cinco horas saldría el sol y podría empezar a tomar decisiones. Mientras tanto, ya se me ocurriría algo. Grecia era un país civilizado. ¡La cuna de la civilización clásica! Nada malo podía ocurrir en el país que vio nacer a Sócrates y a Platón.

El taxi paró inesperadamente en medio de una plaza. El sablazo fue halagadoramente leve. Digamos que a la altura de un turista alemán. Le di las gracias y salí a la calle; el hombre sacó mi maleta y la dejó en el suelo, luego hizo un gesto con el brazo como abarcando la plaza y me dijo, muy despacito:

- Monastiraki. Mo-nas-ti-ra-ki.

Asentí, repitiendo el nombre por lo bajo. El taxista me miró como si quisiera preguntarme algo, pero inmediatamente después se encogió de hombros y se volvió a subir al taxi. Le observé marchar por una calle desierta.

Miré a mi alrededor: Me encontraba en una plaza amplia y diáfana, alumbrada por la luz de las farolas. El aire de la noche era cálido y se percibía un leve olor a frutas y a romero.

A mi derecha había una estación de puertas acristaladas, aparentemente cerrada. Unos jóvenes sentados en los escalones compartían un cigarro y reían. Frente a mí, una pequeña iglesia bizantina me miraba majestuosa sobre unas amplias escalinatas. A la derecha de ésta, las farolas alumbraban levemente unas columnas corintias. Me quedé mirándolas embobada, y poco a poco elevé la vista. En lo alto de una colina lejana, bajo un cielo radiantemente estrellado y bañadas en una suavísima luz ámbar, se alzaban las ruinas de la Acrópolis.

Mi embeleso duró poco: apenas unos segundos después, a mis espaldas, Celia Cruz lanzó su grito de guerra:

- ¡Asúuuuuuuuuuuca!

Miré detrás de mí. Tras la puerta de un bar, unas luces parpadeaban alegremente al rimo de la música. Dos chicas se contoneaban a la puerta, festivamente decorada con lamparitas de papel. Sobre sus cabezas, un cartel con grandes letras rojas:



CUBANITA HABANA CLUB



Un mojito: Justo lo que necesitaba.

Foto: Plaza de Monastiraki, Atenas.

miércoles, diciembre 20, 2006

En las nubes - IV

4. Un número y poco más.


Cuando llegaron los enfermeros, mi mundo se derretía como un helado al sol. Todo lo que antes había sido un aliciente ahora era un negro foco de ansiedad. Cerré los ojos para hundirme en el mar de exclamaciones y preguntas, para no ver las caras de los curiosos que se paraban a observar el espectáculo. Una mano me sostuvo el brazo y me tomó el pulso, otra me abrió la boca y me introdujo algo frío y metálico, otra me subió un párpado y lo inundó de luz. Yo me dejaba hacer, fláccida como una muñeca de goma.

Abrí un ojo y busqué a Enea con la mirada. Le dije, no recuerdo en qué idioma, que por favor me llevara a morirme a las Termas de Caracalla, porque Shelley se había inspirado ahí para escribir “Prometeus Unbound”. No sé por qué, a los enfermeros les hizo muchísima gracia. Me volvieron a tomar el pulso, me auscultaron, y me dijeron que viviría, pero que comiera algo.

- Mangi, mangi cualquosa!

Y, del mismo modo que vinieron, se fueron. Los curiosos se repartieron las últimas dosis de codazos y también se fueron.

No sé muy bien por qué, pero aquella breve puesta en escena me curó del ataque de pánico y empecé a sentirme mejor. Aún temblando, me levanté y les acompañé en silencio hasta una cafetería donde a duras penas comí un trozo de sándwich. Renata no dijo nada durante el rato que estuvo mirándome intentar tragar. Enea parecía preocupado. Yo no tenía muchas ganas de hablar. No me llevarían a morirme a las Termas. Y tal vez, con un poco de suerte, ni siquiera me moriría. Comimos en silencio.

El resto del tiempo pasó despacio, tal vez por la sensación de que alguien me había tapado los oídos con algodón y me habían freído el cerebro a la parrilla. Tampoco lo entendieron cuando se lo intenté explicar a base de dibujitos en una servilleta. Mi padre, gran dibujante, siempre se había entendido así cuando no podía expresarse en el mismo idioma, y yo había agotado mis recursos mentales. Mediante pequeñas viñetas, les fui contando mis sensaciones como si pudieran comprenderme. Sólo Enea alcanzó a entenderlo. Le sonreí tímidamente mientras me acompañaban a la terminal de pasajeros, y le prometí escribir. Renata me dio dos palmaditas en los hombros. Y yo sólo quería escapar cuanto antes, esparciendo polvos de amnesia a mi alrededor para que no me recordasen como “la chica del gran flipe” (¿il grandissimo flipe?) y tuvieran un poco de esperanza por mi futuro como personaje cabal y ciudadana de a pie.

Tardé años en recuperar el contacto con mis amigos italianos. Durante mucho tiempo pensé que no podrían olvidar mi mirada ojiplática y mi palabrería inconexa, y me sentí un poco cohibida. Pero eso no lo sabíamos aún, así que les di un beso agradecido (también a Renata) y me perdí entre la cola. Cuando dejé la maleta en el detector de metales me temblaba tanto el pulso que estuve segura de que me retendrían. Me sentía un poco como el protagonista de “Midnight Express”, delatado por una gotita de sudor involuntario. Pero aguanté el tirón.

Al fin y al cabo, me iba a Atenas. Y aunque ahora parecía casi absurdo, el viaje había comenzado y no lo iba a abandonar. No, esta vez no. Llegaría a mi destino fuera lo que fuera que me esperaba unos miles de kilómetros más al este.

¿Alguna vez os habéis sentido tan infinitamente tristes que la tristeza produce un placer casi morboso? Me mecí al compás de mi melancolía mientras esperaba al segundo avión del día. Me perdí de nuevo por las calles de Londres con David Copperfield, esta vez silenciosa y tranquilamente. Daba todo un poco igual; la había liado hasta tal punto que sólo cabía seguir el plan y evitar tomar todo tipo de decisiones. Me envolví en la ataraxia y decidí que “ya se vería”.

Pero...¿Qué se vería?

El avión despegó al atardecer. A mitad del vuelo apoyé la frente contra la ventanilla y sólo acerté a ver la silueta ámbar de las nubes bañadas en los débiles rayos del sol que se desvanecía para dar paso a una noche incierta. Me froté los ojos, intenté razonar. Desperté.

Yiannis.

Hacía seis meses que no sabía nada de él. Lo único que tenía era su número de teléfono (de hacía seis meses) y poco más. Sabía que vivía en el centro de Atenas, pero... ¿Atenas tiene centro? ¿Qué forma tiene Atenas? ¿Es circular, cuadrada, oblonga? Cerraba los ojos, intentaba imaginar y sólo acertaba a ver sacerdotes ortodoxos mesándose las barbas, camareros morenos limpiándose las manos en sus delantales blancos, y muchas columnas tiradas por el suelo. Y, claro, a Anthony Quinn. Ningunas de esas imágenes incluían a Yiannis. Abrí la revista del avión y sólo conseguí dos datos, según una reseña sobre ciudades europeas: que la Plaka es el mejor sitio para comer dolmades y que las Cariátides de la Acrópolis son falsas.

Estupendo.

Mi billete de vuelta era para dos semanas después.

Hice recuento mental: tenía presupuesto para dos semanas, pero sólo si no tenía que pagar el alojamiento. En este último caso, tendría presupuesto para dos semanas de ayuno y abstinencia en el sitio más barato que pudiera encontrar. Pero el el avión aterrizaría sobre las doce de la noche...

El número de teléfono de Yiannis parecía ser mi única esperanza de dormir en una cama esa noche.




Nota: pido disculpas por la demora. Este último capítulo se ha hecho esperar... si alguien conoce una fórmula legal para deshacerse del estrés cotidiano y tener tiempo llano y vacío para escribir, ruego lo indique. Y aunque no sea legal, qué más da. Es más, si alguien tiene alguna proposición muy indecente que incluya tiempo llano y vacío para escribir, también me interesa.

Nota 2: Mi amigo Mariano Cruz ha comenzado una serie de entrevistas a "blogueros". Promete ser interesante, sobre todo porque la primera entrevistada es otra gran amiga y porque la próxima me temo que seré yo.

miércoles, diciembre 06, 2006

En las nubes - III

3. Dickens y los ángeles de la guarda

Por segunda vez en el día facturé mi maleta. La cola era excesivamente larga, mi sangre se había convertido en coca cola, y tenía que morderme los labios para no contarles mi vida a mis vecinos. Intenté solventarlo leyendo un libro, pero me costaba tremendamente concentrarme, y más aún tratándose de Charles Dickens. Cada descripción de las gélidas y misteriosas calles de Londres me exasperaba porque no podría pisarlas. Cada vez que el pobre huérfano Copperfield se zafaba de las garras de Mr. Murdstone, yo le alentaba a correr, correr, correr en pos de sus sueños, pero por favor, con un pasaporte en regla. Fue sólo al llegar al final de la cola cuando me di cuenta de que había estado leyendo y lanzando exclamaciones en voz alta, porque mis vecinos de atrás me agradecieron divertidos el buen rato que les había hecho pasar durante la espera.

Eran dos chicos italianos, Luigi y Enea, estudiantes de arquitectura que regresaban de unas vacaciones. Altos, guapos y morenos. Les amé desde el primer momento en que me dirigieron la palabra, y me pegué a ellos cual lapa. Ya en la puerta de embarque, les relaté mi peripecia en una mezcla de español, inglés e italiano macarrónico (valga la redundancia) que provocó lágrimas de risa en mis nuevos amigos.

Tengo que hacer un paréntesis aquí: yo soy muy tímida, y lo era más aún entonces. Mi nueva faceta de show-woman era algo tan inaudito en mí como toda aquella situación. Sin embargo, a pesar de estar totalmente ida, era consciente de mi vulnerabilidad. Del mismo modo que necesitaba un público, también necesitaba cómplices que me ayudaran a centrarme, porque temía que mi estado me hubiera convertido en el centro de atención, hasta el punto de que no me dejaran embarcar. Tuve suerte: se apiadaron de mí.

Se sentaron conmigo frente a la puerta de salida y me contaron sus peripecias en España mientras me sostenían las manos.

- Non preoccuparti. Siamo amichi.
- Claro, claro. Amichi.

Podrían haberse aprovechado de mí hasta límites insospechados, y yo –confieso- no hubiera puesto ninguna pega; pero tuve suerte: eran cabales a pesar de ser italianos. O tal vez no tuve suerte. Nunca lo sabré. De todos modos, algo me dice que fue mejor así.

Cada vez que necesitaba moverme, uno de ellos se levantaba conmigo y me “paseaba” por el pasillo como a un caniche. Me compraron agua. Me trajeron zumo de naranja (“la vitamina C è molto importante per la tua testa in questo momento”) y me obligaron a beberme dos tilas. Pero poco ganaron: mi estado no cambió demasiado. Cuando desaparecí casi media hora en el cuarto de baño pidieron a una mujer que entrara a buscarme: me encontró hablando con el dibujo Manga del espejo y acariciándome el cuello voluptuosamente.

Una vez en el avión, mis dos guardianes se las arreglaron para cambiar sus asientos por los de los pasajeros que me habían tocado al lado. Yo no paraba de hablar con mi particular potpurrí lingüístico. Ellos no paraban de hablar, para hacerme callar. Creo que nadie que volara en ese avión olvidará nunca a los tres locos de la fila 10.

El bajón del éxtasis suele aparecer aproximadamente a las dos horas, pero yo llegué a Roma prácticamente en el mismo estado en el que había despegado. Tras el aterrizaje, Luigi me quitó las gafas de sol; al verme los ojos, me las volvió a poner.

Aunque volvería en años sucesivos, aquella era la primera vez que pisaba suelo italiano. Estaba entusiasmada. La novedad pareció darle un nuevo empujón a mi estado alterado, y cada dos por tres me zafaba de mis acompañantes para corretear por los pasillos como Dorothy por el camino de baldosas amarillas. A duras penas consiguieron contenerme y llevarme a recoger la tarjeta de embarque para el avión a Atenas. Creo, sinceramente, que estaban deseando verme de nuevo en el aire. Sin ellos.

Había un retraso de cinco horas: el conductor del camión del catering estaba borracho; había abierto un boquete en la carrocería del avión y estaban reparándolo. Al parecer, no era un caso aislado (*).

Eran aproximadamente las tres de la tarde. El avión, si salía, saldría a las nueve de la noche. Luigi tenía que coger un tren a Nápoles, pero Enea se quedaba en Roma. Decidieron que, como no podían dejarme sola, éste último me acompañaría hasta la hora de mi siguiente avión. Su hermana le esperaba a la salida del aeropuerto, así que me llevaron con ellos, cual souvenir de sus vacaciones, a la zona de llegadas.

Ya por entonces me había acostumbrado al gesto de incredulidad de la gente hacia mi persona. Era algo nuevo, pero no me molestaba nada. Al contrario. Por eso, cuando Renata – la hermana de Enea – escuchó la historia y se giró para mirarme sorprendida, yo colaboré quitándome las gafas de sol y sonriendo de oreja a oreja. La chica tenía unos cuantos años más que su hermano y vestía como si acabara de atracar una tienda de Versace, y no, no parecía que le divirtiera en exceso mi presencia.

Nos despedimos de Luigi – yo me colgué de su cuello y le prometí escribir – y me sentaron mientras los dos hermanos debatían en un italiano meteórico un buen rato. Evidentemente intentaban decidir qué hacer conmigo durante las próximas cinco horas.

El “subidón” ya había empezado a remitir lentamente, pero ahora me encontraba en un estado de enajenación caprichosa e infantil. Me levanté como impulsada por un resorte y exclamé:

- Andiamo alla fontana di Trevi!

Renata me miró espantada, e hizo un gesto de esos que se ven mucho en las películas de gángsters: con la palma de la mano abierta, agitó enérgicamente y de arriba abajo la mitad del brazo, desde la mano hasta el codo. Enea me hizo sentar. Obedecí, intimidada.

Y de pronto, empecé a sentirme mal.

Me invadió un terrible sudor frío, y no sólo me costaba respirar: tampoco podía moverme. Era como si me hubieran llenado el cerebro de algodones, y me hubieran abandonado en medio de Siberia. Entre los dos me sacaron a la salida del aeropuerto para que me diera el aire.

No recuerdo bien cuánto tiempo estuve así; me sentaron en un banco, y me dieron pequeños sorbos de agua mientras secaban con pañuelos el sudor que me cubría la frente. El mundo se venía abajo de forma catastrófica, y yo con él. Estaba segura, completamente segura, de que iba a morir. Esta vez sí. Y en Roma.

También estaba completamente segura de que me abandonarían, me dejarían ahí, con un esparadrapo en la boca y un cartel colgando del cuello: SPAGNOLA. NON TOCARE.
(*) Hecho verídico, al igual que la mayoría de estos hechos. Se ruega no juzgar demasiado duramente a la autora, fue hace mucho mucho tiempo...