(Para Asmadeus, con fe.)
Hans Ibsen se despertó más dolorido y nervioso de lo normal. Cierto es que en el infierno no puedes darte el lujo de una tranquilidad contemplativa, porque las jodidas llamas y los tridentes son altamente molestos, y escuecen. Sobre todo a la hora de la siesta.
Y tampoco es muy fácil dormir entre los espantosos gritos de agonía de los vecinos.
Se había acostumbrado a medir el tiempo en el infinito según la época, y en esa lo hacía a golpe de eructos – 4 eructos: 1 hora.
Eructó, y decidió que debía ser por la tarde. Ahí estaba, tumbado sobre su roca habitual al borde del cráter habitual, intentando evitar los habituales salpicones de lava candente que se empeñaban en destrozarle los dedos del pie.
- Malditos abismos infernales – se dijo, mientras encendía una colilla con un trozo de carbón encendido y sacudía asqueado la pierna derecha para liberarse de una cucaracha gigante que había empezado a alimentarse con su gemelo.
Sobre la superficie rojiza del suelo apareció una sombra familiar, una figura ominosa y humanoide coronada por dos tremendas astas encorvadas.
Sonrió con un poco de amargura y miró hacia arriba, tapándose la frente con una mano para evitar el destello de aquellos ojos en llamas.
- Buenas tardes, Belfegor. Ya se te echaba de menos. ¿Cuánto ha sido? ¿Dos, tres años?
- Algunos más, me temo. Mueve el culo y levántate.
Belfegor era un tipo feo. Siempre lo había sido. Pero tenía carisma. Se podría incluso decir que escondía un matiz de bondad bajo su piel negruzca y escamosa y, por algún motivo, sus cuatro metros de altura no eran del todo intimidantes. O tal vez es que le había cogido cariño.
¿Se puede tener el síndrome de Estocolmo en el infierno?
Se desperezó como pudo y se puso en cuclillas, sin importarle en absoluto que el Demonio milenario viera sus chamuscadas partes pudendas oscilando sobre las rocas.
- ¿Qué va a ser ahora, querido? ¿desollación? ¿descuartizamiento? ¿Partida de bridge?
- No me provoques, Hans. Levántate o te saco de aquí arrastrándote por los pocos pelos que te quedan hasta que acabe hundiéndote las uñas en los sesos.
- En los cuarenta años que llevo aquí no me habías dicho nunca nada tan romántico.
- Ni tú me has invitado a cenar.
- Normal, he estado bastante ocupado devorando mis propios intestinos.
- Levántate. No te lo voy a repetir más.
Se levantó, raspándose las palmas de las manos contra las piedras afiladas. Un hilillo de sangre se deshizo entre sus dedos. Le ofreció una uña ensangrentada a Belfegor y sonrió.
- ¿Quieres un poco o vas a darte un festín con mi hígado?
Agarrándolo por un brazo, el demonio empujó a Hans por un camino cubierto de cal y vísceras. Al fondo, las siluetas de los cráteres y volcanes en erupción dibujaban bonitas sombras rojizas sobre el cielo gris. Cuerpos empalados sobre postes negruzcos se retorcían a su paso. Algunos le saludaron.
- Hans, ¿dónde te llevan?
- No sé, Minnie. Supongo que volveré. ¿Te duele mucho eso?
- Aguanto como puedo. Es molesto, sobre todo cuando me llega la punta a la glotis. Oye, Hans, cuando vuelvas, si puedes, a ver si me traes algo de agua.
- Haré lo que pueda, Minnie. Aguanta ahí.
Al final del camino estaba la puerta. Hacía al menos tres años desde la última vez que lo habían llevado al umbral, desde aquel día que las huestes del séptimo círculo se habían cebado con él en una de sus orgías. Todavía le dolía el costado por donde Abaddon le había arrancado los riñones a bocados, y la tráquea a menudo se le desprendía después de haber sido masticada por el glotón de Haborimo.
- ¿Qué va a ser esta vez, viejo amigo? Dame al menos una pista, no me mantengas en la intriga... que vivo sin vivir en mí.
- Calla, Hans. Ya estoy harto de ti. Largo.
Belfegor le pegó un empujón en la espalda con una de sus zarpas dejándole un bonito surco rojo, extendió las alas de murciélago y salió volando.
Las Puertas del Infierno eran bastante más prosaicas de lo que uno se imaginaría. Nada de orlas doradas ni grabados luciferinos en el acero: Un par de viejos tablones de madera roída algo cochambrosos, sujetos con una barra de hierro.
Se sentó en el suelo y esperó, sumiso, a que vinieran a buscarle.
Al cabo de unas cuantas horas, y viendo que nadie aparecía, se levantó y observó las puertas con detenimiento. Colocó una mano tímidamente sobre la barra de hierro y empujó hacia la izquierda: se deslizó suavemente y dejó al descubierto ambas puertas, que se abrieron con un leve gemido.
Miró atrás: no aparecía nadie por aquel camino calcinado.
- Que les den a todos por el culo – se dijo.
Y salió.