lunes, enero 22, 2007

En las nubes - VI


6. El bodeguero

Cuando me senté a la barra del enorme y luminoso bar de dos plantas, sólo quería pasar el rato hasta que ocurrieran una de dos cosas: que amaneciera o que se obrara un milagro.

Lamento decir que no ocurrieron ninguna de las dos aquella noche, al menos no del modo que yo hubiera querido. Pero no nos adelantemos.

Pedí la primera copa al camarero mulato, que me miró como si fuera una aparición mariana. Supongo que no todos los días aparecía a las dos de la mañana, maleta en mano, una chica ojerosa y lánguida con cara de conocer la fecha exacta del Apocalipsis. Pero como hablábamos la misma lengua – aunque yo arrastraba la mía – le conté de carrerilla mi aventura para convencerle de que me dejara utilizar un teléfono.

Osvaldo – así se llamaba mi nuevo mentor – me acercó el teléfono con una gran sonrisa que, no vamos a negarlo, soy castellana, me producía cierto recelo. El mismo contestador automático que me había saludado en el aeropuerto me saludó una vez más. Dejé un nuevo mensaje a voces, con un alegre son de fondo, y las señas del lugar.

- No te preocupes, m’ija. Aquí cerramos en dos horas, y si no viene tu amigo te vienes a mi casa.
- ¿Y dónde está tu casa?
- Aquí cerquita, mi amol. En la Plaka.
- ¿Y qué te debo?
- Nada, nada. A las gallegas no les cobro estancia.

No dije ni sí ni no, porque esperaba un milagro. Cada vez que mi nuevo amigo se apartaba para atender a alguien, volvía a llamar a Yiannis. Las mismas frases rápidas en griego y el mismo “biiip” al final. Cuando le dejé el último mensaje, ya ni siquiera había “biiip”: le había saturado el contestador.

Osvaldo me miraba y se reía mucho, con carcajadas pegadizas que acabaron por contagiarme. Medí el tiempo en mojitos y chupitos de ron: cuatro copas, una hora.

Debían ser ya las cuatro de la mañana, porque había contado ocho copas. Sólo quedábamos Osvaldo y yo, y un hombre anciano y muy serio que se marchó rápidamente sin decir palabra en cuanto se encendieron las luces del local y se paró la música. Pensé en marcharme, pero - ¿a dónde? En ese momento mi plan magistral de dejarme llevar parecía poco efectivo, pero sin duda el único posible.

Además, no era capaz ni de trazar media línea recta en dirección a la puerta.

Y la puerta estaba cerrada.

Hay un momento en el que la fatiga es tal que de pronto desaparece, como si tu cuerpo no fuera tuyo y alguien lo moviera desde arriba como un guiñol. Mientras Osvaldo limpiaba la barra y recolocaba las botellas me coloqué en medio de la pista de baile y empecé a contonearme. La reacción del sonriente cubano fue darle otra vez al botón del equipo de música e iluminarme con un foco amarillo. Me quité los zapatos y me encomendé a todos los diablos.


Siempre en su casa, presente está
El Bodeguero y el cha-cha-chá
Vete a la esquina y lo verás
Y atento siempre te servirá
Anda enseguida córrete allí
Que con la plata lo encontrarás
Del otro lado del mostrador
Muy complaciente y servidor.

Cuando quise darme cuenta, Osvaldo estaba bailando conmigo y cantándome la canción al oído. Yo no paraba de reír.

- ¿De qué te ríes, mamita?
- De que ni siquiera me gusta la salsa.
- Pues cualquiera lo diría.

Así, de pie y de cerca, era bastante imponente. Le sentaba de maravilla la camiseta negra. Lo último que recuerdo decirle, antes de entablar lazos más íntimos, fue:

- Espero que tengas una ducha.

Si conseguí o no ducharme, fue cosa del azar. Sólo recuerdo que las mesas del bar eran un poco duras y se me clavaban en las costillas. Pero doy fe de que todas eran resistentes, al menos tres o cuatro. También los asientos acolchados de la segunda planta.
Cuando salimos a la calle sonaban las campanas de la iglesia con bravío llamando al alba, y varias mujeres vestidas de negro se nos cruzaron por la plaza mirándonos con cierto recelo.

Y si la fiesta continuó o no al llegar a casa de Osvaldo, también será un misterio para los restos. En el momento en que mis malogrados huesos rozaron un colchón, se apagó el mundo.

No me sorprendió tanto el hecho de despertarme desnuda en una habitación pintada de amarillo chillón, ni de que el ambiente oliera a coco y a té. Ni siquiera que se posara una cacatúa encima de la mesilla justo en el momento que abría los ojos: desde que saliera de mi casa en Madrid, todo era posible. Lo que más me sorprendió fue el agudísimo dolor de cabeza que me martilleaba con golpes secos las paredes del cráneo. Entrecerré los ojos para protegerme de cualquier agresión sensorial y supuse que, con toda seguridad, este era el momento en que iba a morirme. Me estaba bien merecido.
Pero no, no habría esa suerte. Una voz nueva me hizo reaccionar y giré la cabeza dolorosamente hacia el lugar de donde provenía:

- Si no lo veo, no lo creo.

Era Yiannis, mirándome estupefacto desde el marco de la puerta.

domingo, enero 14, 2007

¡ay! - dos

Mi contractura va mejorando... estoy ya casi viva. Reescribo sobre esta misma entrada para no romper el equilibrio de los capítulos.

Mi primera entrevista en el mundo mundial: Pon a dormir el lenguaje

Creo que será la última, también.

Pronto, muy pronto, volverán las aventuras.

Besos.