domingo, agosto 13, 2006

Haciendo listas


Esta es una foto de una de las cosas que NO me voy a llevar al pueblo mañana. Ahora mismo estoy en Valladolid, capital del glamour, esencia de Eau du Cid. Escribo desde un "ciber" porque tampoco me he traído el portátil. Ni siquiera el MP3. De hecho, apenas me he traído nada.



Pero, un momento, hablábamos de listas y no he puesto ninguna.

Aquí van:

1. LISTA DE COSAS QUE NO ME LLEVO MAÑANA AL PUEBLO

- Vibrador modelo "Talking Head"
- Portátil
- MP3
- Pistola
- Bollería industrial
- Drogas ilegales
- Dinero
- Zapatos de tacón
- Cámara de fotos
- Incertidumbre
- Ansiedad
- Melancolía
- Estupidez
- Bipolaridad


2. LISTA DE COSAS QUE SÍ ME LLEVO MAÑANA AL PUEBLO:

- Libros (Bukowski, Fante, Cooper, Wilde)
- Gafas de pasta roja para leer
- Cuadernito en blanco con tapas negras
- Dos bolígrafos
- Mis nuevas alpargatas rojas
- Gafas de sol
- Botecito para meter ramilletes de romero
- Cocacola light
- Energías renovables (no, no las nucleares)
- Paciencia
- Autoconfianza
- Engrasante mental de maquinaria atascada
- Capacidad de sorpresa

Deseadme suerte. Volveré, si todo va bien, a finales de mes.

jueves, agosto 03, 2006

De santos, sangre y almidón. (V)

Capítulo V: Y con el final llegó el caos.


A Manoli la mandaron a casa a morirse.

Durante aquellos días que languideció en la cama luchó por mantenerse despierta, los ojos siempre fijos en la puerta, como si quisiera salir corriendo por aquel umbral con su camisón blanco al vuelo. Atrás quedaron los rosarios, los misales, la resignación: Manoli miraba a mi madre cada mañana con desafío en los ojos, le agarraba el brazo, y abría mucho la boca para que la entendiera bien: “NO QUIERO MORIRME”.

El diecinueve de julio de 2006, el tumor se hinchó, pegó un brinco y le mordió la arteria. La hemorragia le brotó rabiosa y abundante por la boca, la traqueotomía, la nariz. Las sábanas se tiñeron por completo de rojo y Manoli, sentada en la cama, cubierta de sangre, balbuceaba silenciosa como una poseída mientras Chiqui, gimiendo nerviosa, le lamía los goterones que le iban cayendo por las manos.

Así la encontraron.

Y Manoli volvió a su pueblo.

Corrí en tren y autobús: ahí estaba ella. La lavaron y tendieron limpia y reluciente, como a la abuela, en un lugar preferente del salón, rodeada de lamparillas en aguaceite y de todas las mujeres del pueblo. De nuevo la vigilia nocturna a la luz de las candelas, de nuevo las plegarias y las novenas hasta el amanecer. Me retiré a escucharlas desde la segunda planta, como antaño hiciera con la abuela, para mecerme en el susurro de los cánticos hasta dormir.

Y, de pronto, nos visitaron los fantasmas.

Por la mañana, dos primos míos y un par de pastores fueron al cementerio con picos y palas. Desde que enterraran ahí a la abuela Florentina, quince años antes, nadie había tocado el panteón familiar. Pero un error de cálculo – o tal vez el incrementado índice de crecimiento de la población – habían provocado que el ataúd de Manoli fuera más grande que su fosa. Así que se pusieron a cavar.

Dos horas más tarde llamó el primo Ignacio: “que vamos a tener que tardar un poco más, hemos roto la tapa de la caja de la abuela y hay que volver a taparla.” La reacción entre mis primos fue unánime: “¡Vamos a ver a la abuela!” Yo, con el café del desayuno atragantado, les acompañé.

Eran las diez de la mañana. El minúsculo cementerio se llenó de gente, como si de una fiesta se tratara. Porque ahí, mirándonos fijamente desde su espacio y lugar del tiempo, estaban los huesos de mi abuela, con su mortaja raída y carcomida y el pelo de plata cayendo en oleadas secas sobre sus hombros.

“Mira, aún tiene un poco de pellejo en las mejillas”; comentaba Julio. “Y qué bien se conservan los zapatos”, decía Candelas. Apoyada en la lápida, yo miraba alucinada a la aparición y no acertaba a relacionar aquel esqueleto descompuesto con la apacible ancianita de ojos azules que me enseñaba a jugar a la brisca por las tardes cuando era muy niña. Pero ahí estaba, esplendorosa y muerta, mascullando en silencio “tapadme de una vez, malditos, y traedme a mi hija”.

Colocaron la tapa recompuesta y corrimos de vuelta a la casa para quitarnos de encima el polvo de los muertos y comer.

El Padre Elpidio, primo lejano de Manoli y cura de cabecera de la familia, dirigió la misa funeraria a primera hora de la tarde, en la pequeña iglesia. Al comienzo, mientras íbamos entrando, el hombre se atusaba la casulla con tristeza mirando a la caja de ébano extra larga y suspiraba.

Aunque fuese miércoles, el pueblo en pleno se había congregado endomingado y repeinado. En los primeros asientos, la familia nos consolábamos y pasábamos pañuelos de mano a mano. Elpidio lanzó al aire su sermón y Manoli, rodeada de coronas de flores, lo escuchaba en silencio. No hubo necesidad de plañideras en su funeral: todos lloraban de una forma o de otra, alzándose y arrodillándose calladamente frente al altar en perfecta coreografía. Y yo me imaginaba a mi tía muy quietecita dentro de su ataúd forrado de blanco, susurrando: “que Dios me perdone, pero al final me he muerto y valiente la gracia que me hace.”

Al final de la misa, Manoli salió en volandas por la puerta de la iglesia a hombros de mis primos, precedida por el monaguillo que cargaba con la cruz de plata de las procesiones, seguida de Elpidio, de sus hermanos, de sus demás sobrinos y del resto del pueblo. La procesión fue lenta, porque el sol de media tarde aún castigaba justiciero. En cada esquina, nos parábamos a cantar y encomendar al alma de mi tía a todos los santos, ángeles y guardianes de los cielos. Y así, rodeados de una nube de polvo estival, recorrimos de nuevo el pequeño camino flanqueado de campos de trigo que llevaba al cementerio.

Con la abuela apropiadamente encerrada y la fosa debidamente agrandada, Manoli no tuvo dificultades para deslizarse hasta su lugar de reposo. El pueblo la despidió en una ola de silencio apenas perturbado por los sollozos y el clink-clink de la botellita de agua bendita que Elpidio iba esparciendo sobre el ataúd en su descenso.

No fue un entierro normal, no. Como en toda tragedia siempre hay un antihéroe, Elpidio sufrió un ataque de ansiedad al final del acto y acabó saltando dentro de la fosa cual Laertes intentando revivir a su maltrecha hermana Ofelia: “¡Este mundo está lleno de injusticias!”, gritaba mientras mis primos intentaban agarrarle de los brazos. “¡Dejadme aquí, dejadme aquí, y que Dios me perdone!”

Yo tuve que sonreír y comentarle a Manoli que había conseguido infectar con el virus de su apostasía hasta al mismísimo Padre Elpidio, el más ferviente regidor de todos los sacramentos de la familia durante los últimos veinte años. Le dije a mis primas que deberíamos dejarlo dentro y me miraron con cara de susto, como diciendo “Pero, ¿cómo se te ocurre pensar tal cosa? ¡Pobre hombre, si es que la quería mucho!”. Fue demasiado difícil explicarles que precisamente era por su bien, porque un entierro en vida es la mayor de las hazañas.

Pero rescataron al tardío amante de Manoli, que se llevaron a cuestas, y sellaron la fosa con su lápida de piedra y sus maceteros de hierro.

Yo volví a Madrid con todas estas palabras revoloteando como mariposas desorientadas contra las paredes del cráneo. Y si quise arrebatarle el anonimato a Manoli fue por un acto propio de rebeldía. Si quieres vivir cien mil años ponte en boca y ojos de los anónimos. Se lo hubiera dicho en sus últimas horas si hubiese sabido que este retrato vería la luz. Pero estas cosas no se saben nunca hasta el último momento.

Manoli está aquí, eternamente joven, en su hueco perdido del espacio-tiempo. Me toca el hombro y me regaña, porque dice que hay ciertas cosas que los muertos deberían llevarse en silencio. Pero en el fondo sé que le da igual. Creo que, con el accidente que ha sido su muerte, ha aprendido una de las lecciones más importantes de su vida.
A Chiqui la sacrificaron dos semanas más tarde porque nadie se pudo hacer cargo de ella. La perrita siempre había tenido pavor al veterinario. Sin embargo, esta vez entró en la sala contenta y meneando la cola a pesar de ser tan vieja y tan coja, como si tuviera ganas de emprender el viaje. Quién sabe. A veces pienso que fue Chiqui la única que realmente conoció de verdad a Manoli.

A veces pienso que lo único que perdurará en el recuerdo será el olor a santos, sangre y almidón.