Hacía tiempo que lo venía pensando: el lobo es tonto. Es fácil engañarlo. Hacía mucho tiempo que lo venía pensando y ni siquiera se había atrevido a admitirlo, porque es tan sencillo echarle la culpa de todo... “El lobo me ha obligado”. “El lobo lo hizo”. “El lobo lo sabía desde el principio”.
“Duerme”, le decía por las mañanas. Y el lobo se despertaba.
“Duerme”, le decía por las mañanas. Y el lobo se despertaba.
“Duerme”, le decía por las noches. Y el lobo no se dormía.
Pero el lobo siempre esperaba a que ella durmiera para dejar de gruñir.
Cada vez que se echaba a la calle, sabía que lo sabían. Sabía que sólo bastaba con mirarle a la cara para que detectaran su polizón. “Esa chica – se susurraban unos a otros al pasar a su lado – lleva un lobo en las entrañas. Qué descaro”.
Otros la miraban con un poco de lástima. “Ella se lo habrá buscado”, pensaban.
Otros se asustaban; cruzaban a la otra acera disimulando y, a menudo, si llevaban niños pequeños, les tapaban los ojos.
Ella les miraba e intentaba decírselo con los ojos: “En realidad lo tengo domado, no os preocupéis. Y cualquier día de estos, lo echaré.”
Pero las miradas eran esquivas siempre.
En el trabajo, en los bares, en el cuarto de baño, en la cama, donde fuera, el lobo gruñía de forma aleatoria. Abría las fauces desde dentro, bostezaba, y sonreía. Y ella lo notaba sonreir en su cabeza. Eran sonrisas de sorna. “¿Qué te crees, que voy a hacerte caso?” le decía a veces cuando se sentía por encima de todo. Y el lobo sonreía más. Y de pronto gruñía, “¡¡GRRRRRRRWWWWLLL!!” enviando oleadas de voracidad por sus poros. Y ella rechinaba los dientes, cerraba los ojos, intentaba mantenerse incólume, impávida, absorta en otra cosa que no fuera el dolor.
“¡¡GRRRRRRWWWWLLLL!!” volvía a gruñir.
Y ella se limpiaba la boca con el dorso de una mano y salía a la calle, vampirizada, los ojos en blanco.
El lobo mordía su estómago y aullaba. La sangre fluía hasta la garganta. Ella se paraba frente al cristal de un escaparate y veía como iba cayendo un hilillo rojo por la esquina derecha de sus labios.
Y volvía a casa con una patética presa: un gato asustado, un pájaro con un ala rota, un niñito perdido.
Durante días, semanas, el resquemor de la culpabilidad le producía pesadillas dantescas. Se despertaba en medio de la noche, ponía una mano en su vientre y gritaba.
Hasta que una vez más olvidaba todo y empezaba a echarle la culpa al lobo.
“El lobo me obligó. El lobo es el dueño de mi voluntad y el guardián de mis demonios”.
Pero venía pensando desde hacía tiempo que el lobo es tonto.
Tuvo un sueño una noche en el que ambos bailaban en un gran salón, años cincuenta, big band, chaqué y vestidos blancos vaporosos. El lobo con una chistera y zapados de charol, y ella con un ceñido corpiño y tacones plateados. Bailaban y claqueaban al ritmo de Artie Shaw, y una chica negra con una flor detrás de una oreja cantaba susurrante como una paloma:
It must have been Moonglow,
Way up in the blue,
It must have been Moonglow,
That led me straight to you.
Y en medio del baile, en medio de la undécima pirueta, sostuvo la mano del lobo y le miró directamente a los ojos. El lobo no se inmutó; pasó una mano por el borde de la chistera y sonrió. Ella lo entendió, cerró los ojos, se clavó un tacón de plata en la espinilla y despertó gritando una vez más.
“¡Despierta!”
El lobo dormía.
“¡Despierta!”
El lobo dormía.
¡”Despierta!”
El lobo despertó.
Era una hermosa noche de luna llena, y salió al balcón. El lobo se quedó mirándola desde la cama, los ojos ámbar clavados en el entorno de su cuerpo bajo el fino algodón del pijama.
“Ven.”
Y se acercó sinuosamente, casi felino, pezuñeando la alfombra. Exhalando vapor blanco por el elegante hocico.
Ella se limpió el hilillo de sangre de la comisura de los labios y se agarró el agujero del estómago con ambas manos, intentando no desparramar nada. El lobo olisqueó la herida con la mirada hambrienta. Y se miraron durante mucho tiempo, absortos, incompasibles. El lobo era negro y ella muy blanca, muy blanca y muy roja. Se miraron.
“Come”.
“GRRWWWL”.
“Come.”
“GRRRWWWL.”
El lobo volvió a olisquear la herida, y ella apartó las manos. Tras los jirones de la piel pulsaban venas y arterias, músculos desgarrados, vísceras azuladas.
“Come”.
El lobo mordió un trozo de bazo y se pasó la lengua por las fauces.
“¡Come!”
El lobo tiró de un jirón de esófago y masticó tímidamente.
Y ella canturreó:
It must have been Moonglow,
Y en medio del baile, en medio de la undécima pirueta, sostuvo la mano del lobo y le miró directamente a los ojos. El lobo no se inmutó; pasó una mano por el borde de la chistera y sonrió. Ella lo entendió, cerró los ojos, se clavó un tacón de plata en la espinilla y despertó gritando una vez más.
“¡Despierta!”
El lobo dormía.
“¡Despierta!”
El lobo dormía.
¡”Despierta!”
El lobo despertó.
Era una hermosa noche de luna llena, y salió al balcón. El lobo se quedó mirándola desde la cama, los ojos ámbar clavados en el entorno de su cuerpo bajo el fino algodón del pijama.
“Ven.”
Y se acercó sinuosamente, casi felino, pezuñeando la alfombra. Exhalando vapor blanco por el elegante hocico.
Ella se limpió el hilillo de sangre de la comisura de los labios y se agarró el agujero del estómago con ambas manos, intentando no desparramar nada. El lobo olisqueó la herida con la mirada hambrienta. Y se miraron durante mucho tiempo, absortos, incompasibles. El lobo era negro y ella muy blanca, muy blanca y muy roja. Se miraron.
“Come”.
“GRRWWWL”.
“Come.”
“GRRRWWWL.”
El lobo volvió a olisquear la herida, y ella apartó las manos. Tras los jirones de la piel pulsaban venas y arterias, músculos desgarrados, vísceras azuladas.
“Come”.
El lobo mordió un trozo de bazo y se pasó la lengua por las fauces.
“¡Come!”
El lobo tiró de un jirón de esófago y masticó tímidamente.
Y ella canturreó:
It must have been Moonglow,
Way up in the blue,
It must have been Moonglow,
That led me straight to you.
El lobo, absorto, miró a la luna y aulló. Ella saltó al interior de la habitación y cerró el balcón.
El lobo la miró a través del cristal y empezó a aullar, golpeando la ventana con el hocico. Golpeando, golpeando, durante horas.
Pero ella ya dormía, ensangrentada, plácidamente.
Al día siguiente los vecinos no se explicaban el reguero de sangre en la calle, y tampoco el eco de un aullido todas las noches durante semanas.
El lobo, absorto, miró a la luna y aulló. Ella saltó al interior de la habitación y cerró el balcón.
El lobo la miró a través del cristal y empezó a aullar, golpeando la ventana con el hocico. Golpeando, golpeando, durante horas.
Pero ella ya dormía, ensangrentada, plácidamente.
Al día siguiente los vecinos no se explicaban el reguero de sangre en la calle, y tampoco el eco de un aullido todas las noches durante semanas.
Y ella, en el trabajo, en la oscuridad de su habitación, en los parques cuando llegó la primavera, en los cafés encendidos cuando llegó el invierno, a veces se quedaba absorta, cerraba los ojos, recordaba el vaivén del swing en el salón de baile y el claqueteo de sus tacones, y silbaba contenta.