Hace cinco minutos, cuando subía en el ascensor de vuelta a mi despacho, de fumarme un cigarrito a la fría intemperie, con la nariz helada, pero aún así obediente con la Ley Nacional Antitabaco, ciudadana de no-a-pie, ciudadana volada, ciudadana aleteante en el mar de obligaciones ciudadaniles, hace cinco minutos, digo, compartí ascensor con dos chicas jóvenes y energéticas. Su conversación era la siguiente:
Chica A: Creo que tengo posibilidades. No sé, pero esta vez me da en la nariz.
Chica B: Si es que todavía te queda tabique, so guarra.
Chica A: Calla, tonta. Que ya me han llamado para la segunda prueba.
Chica B: ¿Y de qué era?
Chica A: Joder, pues te lo dije. Es de prostituta, con un par de frases muy graciosas.
Chica B: Vaya. Suena bien.
Chica A: Sí, me toca llorar también.
Y, no sé por qué, volví corriendo a mi mesa y miré el reloj de la esquina inferior derecha de la pantalla. Aunque ya sabía a qué venía y por qué miraba… exactamente veintiocho minutos para que se terminara la hora de la comida. Es decir, veintiocho minutos para ser yo.
Porque no se puede escribir bien si se piensa lo que se escribe. En estos próximos veintiocho minutos voy a ser yo, mil veces yo, sin un papel cojonudo que llevarme a la boca, sin un enfoque contrapicado para encuadrar bien la escena dramática de la violación a punta de navaja donde quedaría tan perfecto meter un breve monólogo tragicómico mirando directamente a la cámara para darle unas pinceladas almodovarianas a la situación. Sin misterios.
Porque le doy tanta cuerda a la materia gris antes de dejar que se licúe como un helado de vainilla (gris) al sol, que luego todo me sabe mal, me huele mal, me sienta mal. Escribir podría ser, efectivamente, una de las pocas experiencias a la vez dolorosas y placenteras en igual medida. Como un domingo por la tarde. Como un tamal lleno de guindillas. Como el brillo esplendoroso y rojo de la sangre recién vertida. Como una buena sesión de sado. Sólo nos queda esto, sufrir-reír, vivir tan rápido que nunca lleguemos a tiempo, y así quedarnos siempre jadeantes con la euforia de quien espera impaciente el momento de llegar a su destino.
He roto con la segunda persona. He roto con la tercera. Hoy soy yo. En primera persona y en estado de importancia supina, yo, subida a un autopedestal en un Hyde Park ficticio, verde y reluciente, recién sacado del hipocampo, yo saludando impaciente a un mar de yoes que pasean por la hierba preguntándose quién es esa yo que se ha atrevido a subirse a un pedestal de cartón-piedra. Being Yo Malkovich.
Y todo esto es para decir que no me gusta interpretar papeles, ni me gustan los impulsos que me lleva a desearlo, que no sé qué tiene de excitante poder envolverte en celofán de distintos colores según el tipo de reacción que quieras despertar en los demás. Sólo eso, que hoy soy yo y punto. Y tal vez mañana también, o tal vez el día de mañana. Así, a medio-camino-entre-hoy-y-nunca.
Pero, si no me quejo, en serio, no me quejo de nada.
Y el gusanillo del estómago se hincha, se mueve por dentro, abre las alas, se fisiona en doscientas mil mariposas que, absurdamente, van a provocarme un momento de felicidad efímera porque sí, por pura decadencia, porque hay un naranja, un azul y un verde y aunque hace un frío del carajo parece casi un cuadro de Van Gogh flotando tridimensionalmente tras los cristales, y yo que me he sentado aquí para ser yo me achico, me hundo en la silla, me diluyo, y me convierto en una pequeña pincelada más.