... De nada servía quedarse esperando junto a la puertecita, así que volvió a la mesa, casi con la esperanza de encontrar sobre ella otra llave, o, en todo caso, un libro de instrucciones para encoger a la gente como si fueran telescopios. Esta vez encontró en la mesa una botellita («que desde luego no estaba aquí antes», dijo Alicia), y alrededor del cuello de la botella había una etiqueta de papel con la palabra «BÉBEME» hermosamente impresa en grandes caracteres.
Lewis Carroll, Alicia en el País de las Maravillas.
La tarde era radiante, con esa luz que traspasa las pupilas y lo adorna todo de iridescencias.
Todavía en el portal, se quedó observando el cielo mientras sus dedos se deslizaban lenta e inconscientemente por las letras grabadas en el cobre de la placa del psiquiatra.
“Doctor Doria”, recordaban sus dedos.
Lo había elegido por su nombre Wildeano.
El papelito, su pequeño pasaporte lejos del Vacío, estaba a salvo en el bolso de lana gris. Su pequeño pasaporte. Acarició también el bolso y se echó a andar.
Sí, imaginaba esa tarde iridescente. Quería que lo fuera. Deseaba intensamente que esa tarde de febrero no fuera como las demás tardes de febrero. Porque, andando por la calle, vestida de ciudadana estándar con su abrigo azul y su importante bolso de lana gris, rozando levemente los demás abrigos que pasaban a su lado transportando a los demás ciudadanos estándar de a pie, ahí, andando, en movimiento sobre el asfalto, imbuída en esa luz de mil diamantes sucios de polvo, se disponía a intercambiar su vida con la de otra mujer que aún no conocía.
Encendió el mp3, se ajustó los cascos y dejó que sus pies imitaran el ritmo candente de Chavela Vargas. Y así puso marcha a su camino, canturreando:
... por lo bajo, como si nadie fuera a darse cuenta. De todos modos daba un poco igual: el asfalto seguiría siendo asfalto, los ladrillos ladrillos, la gente seguiría mirándola al pasar, las miradas de sorpresa seguirían siendo las de siempre, las sonrisas disimuladas las de siempre, y ella simplemente otra muñeca rota, otra princesa sin diadema, otra puta sin clientes, otra niña vieja, otra anciana sin arrugas. Pronto sólo sería una de ellas o ninguna. O todas a la vez. Pero, sin duda, sería otra.
En todo caso, sabía que era un momento de adiós. Un adiós suave, gradual, escalonado, medido por veintenas de miligramos.
¿Cuántos obstáculos tienes que esquivar en la vida antes de pararte ante uno totalmente inesquivable? ¿Cómo reconocerlo? Cada uno mide su umbral con un baremo diferente, y hay hasta quienes encuentran una forma de vivir así, con los pies siempre fríos y temblando al borde del abismo. Sin puentes ni muletas.
Pero ella no podía con el vértigo. Era su obstáculo insalvable, y cruzar ese puente entre la placa de cobre del Dr. Doria y su destino era el mayor acto de humildad, valor o cobardía que había cometido en toda su vida.
Se imaginaba a su nuevo amante esperándola en casa, sentado en el sofá, con la mirada velada por el ala del sombrero. Sí, tenía que llevar sombrero, definitivamente, porque era su hipnotizador-gurú. Llevaría chistera. Y sería mucho más hábil que Houdini, más guapo que David Copperfield, más elegante que Anton LaVey, más sofisticado que Aleister Crowley, más erudito que Franz Mesmer.
Se lo imaginaba joven y entregado, vestido de oscuro, enarbolando una arrebatadora sonrisa ladeada mientras balanceaba el péndulo frente a sus ojos y la tomaba por la cintura delicadamente cuando ella cayera en ese largo sueño de ojos abiertos. Se imaginaba cómo, entonces, él volvería a sonreir y la llamaría, con la voz muy tenue, entre susurros, por un nombre que no era el suyo.
La tarde era radiante. El Vacío quedaba lejos. La derrota estaba firmada.
Se quitó los cascos y se paró frente a la pequeña puertecita. Y esperó un rato mientras la gente entraba y salía, envuelta en su cotidianeidad. Esperó hasta que se dio cuenta de que de nada servía.
Respiró hondo y entró en la farmacia.
1 comentario:
Es mejor un amante con chistera que sin ella.
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