sábado, julio 22, 2006

De santos, sangre y almidón.

In Memoriam: Manuela Alonso Aragón
1928 - 2006

Image and video hosting by TinyPic

Capítulo I: Jabón, luces, sombras y sombreros de fieltro.

Manoli querría haber sido monja. Nunca un convento hubiera estado más reluciente.

Desde jovencita fue muy creyente y religiosa. Los domingos era la primera en llegar a la iglesia en cuanto sonaban las campanas de misa. Se colocaba siempre en la segunda fila junto a su madre y hermanos, de punta en blanco, almidonada, orgullosa y reluciente.

Su padre, como todos los hombres del pueblo, se fumaba un puro a la puerta durante la misa y hacía breves comentarios sobre la próxima cosecha de trigo y hortalizas.

Manoli, correctamente piadosa, lo amonestaba suavemente a la salida: "Padre, padre, usted debería entrar en la iglesia, que al menos se está más fresco a la sombra del Señor".

Tenía la mayor colección de rosarios de todo el pueblo: el rosario de los domingos, el de las novenas, el de navidad... y los misales nacarados con bordes de pan de oro siempre limpios y brillantes.

Manoli era de esas mujeres que aireaban las habitaciones cada mañana y les daba un buen repaso de bayeta, escoba y jabón.

Nunca usaba fregona: se arrodillaba y frotaba, frotaba, frotaba. “Las fregonas manchan más que limpian”, decía. Cada una de aquellas mañanas, con la ventana inundando las habitaciones de luz, apoyaba la mano izquierda sobre el suelo de baldosas de barro y con la derecha dibujaba vigorosos círculos concéntricos rebosantes de espuma. Baldosa a baldosa.

Las camas del pueblo eran grandes, duras y señoriales. Tenían colchones de lana que había que airear y ventilar cada día por el balcón, golpeándolos con un palo gordo y alargado que terminaba en una especie de raqueta de madera. Manoli nunca dejaba un solo colchón sin ventilar. Tenía los bíceps de acero y las rodillas peladas.

Manoli se casó con Julián porque había que casarse.

Porque a pesar de que iba para monja, por encima de todo quería ser madre.

Julián era un señorito de la ciudad alto, bien plantado y muy pulcro, con trabajo fijo en la fábrica de Renault. Una tarde ella fue a las fiestas de invierno de otro pueblo con unas amigas. Julián la vio desde lejos y se quitó el sombrero de fieltro. A Manoli nunca se le habían quitado el sombrero, y menos de fieltro, así que le permitió sacarla a bailar un pasodoble. De ahí a casarse fue cuestión de poco tiempo.

Pero Manoli siguió abrillantando sus misales y rosarios, planchándose los velos de puntillas de las novenas de noviembre, y rezando cada noche a San Pantaleón.

Vivían en la ciudad en una pequeña casita molinera pintada de blanco, con un jardín, un pilón y una higuera. Mi madre había pasado con ellos los inviernos para asistir a la escuela preparatoria, y una tarde mi padre, otro señorito de la ciudad, la vio y se quitó el sombrero de fieltro. Así que también ella se mudó. Y yo nací.

Cada verano nos refugiábamos las tres en el pueblo como gallinas, en la casa de la abuela. Yo me levantaba muy pronto para sentarme en lo alto de las escaleras de madera que llevaban a la segunda planta y espiar a Manoli. La oía y la olía. Me encantaba escuchar el clack-clack de sus zapatillas corriendo de un lado a otro mientras cepillaba los muebles, sacudía las sábanas y abrillantaba los espejos. Me encantaba aspirar el olor a jabón de glicerina, lejía y colonia que se deslizaba por los peldaños puliéndolo todo a su paso.

Aquellas mañanas de verano en el pueblo siempre olía a limpio, a café y a magdalenas recién hechas. Mis madrugones se veían compensados con esos momentos, la tía Manoli ventilando las habitaciones en su nube de jabón, la abuela Florentina espolvoreando azúcar en el horno y mi madre barriendo la entrada de la casa. Era todo radiante y reluciente como un cristal al sol, y aunque las tres siempre estaban enfadadas (por las mañanas cuando se limpia la casa en el pueblo, tienes que enfadarte un poco, para dar buena impresión) yo gozaba con su ajetreo mientras esperaba a que alguien me encontrase para echarme la bronca por mancharme el vestido.

De lunes a viernes mi padre atendía su negocio y el tío Julián montaba piezas de coches en la Renault. Los fines de semana se reunían con nosotras y el revoloteo de limpieza era aún mayor, para mi gran regocijo. Pero apenas los veíamos: mi padre dormitaba todo el día en la sombra del cuarto de estar con el periódico y el tío Julián salía desde madrugada a cazar al monte, con el perro.

Mi padre a veces se daba un paseo por la casa y soltaba algun chiste, pero Julián, que se iba al monte bien provisto de bocadillos de chorizo, no aparecía hasta la noche.

Debía cazar mucho y montar muchos coches, porque nunca le hizo un niño a Manoli.

“Ni quiere, ni puede”, fue todo lo que la escuché decir al respecto una noche que me desperté y la encontré de confidencias con mi madre. Yo me quedé rezagada en la puerta del cuarto de estar, y ellas me vieron antes de que pudiera escaparme. La luna llena le daba de pleno a mi tía, que estaba especialmente guapa. Tenía los ojos verdes claros, muy claros, como la hierba al principio de la primavera. Me miró y giró la cara avergonzada. Mi madre se rió un poco y le dijo “no te preocupes, que la niña es muy pequeña para entender estas cosas”. Pero yo sabía que aquella frase pronunciada en susurros tenía algo que ver con el hecho de que la tía Manoli siempre me abrazase tanto y me diera besos como mordiscos, apretándome contra su pecho y llamándome “hijita, hijita mía”.

Manoli se casó porque había que casarse. A los pocos años Julián empezó a enfermar. Nadie sabía qué tenía, ni siquiera los médicos, pero siempre estaba enfermo. Siempre le dolía algo. Siempre estaba deprimido. Ella, muy abnegada, le preparaba cada mañana con esmero su desayuno: tazón de leche caliente con tropezones de pan; y cada noche su tortilla francesa con jamón. Le tenía muy limpio y resplandeciente, planchadísimo e impecable, bañado en colonia. Él se quejaba de su ciática, de su dolor de riñones, de sus jaquecas, y ella le peinaba, le daba golpecitos en la cabeza y le decía: “hijito, hijito mío”.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Solo alguien que educo su mirada entre aromas de espumoso jabon, colonias de cristal tallado y un recio sol lavandero, es capaz de componer un In Memoriam tan hermoso como el leido, mi querida y admirable Anilibis.

Algun dia me atrevere a extraerle a la virtualidad todo el jugo de sus posibles, y prometo que morire, aunque tan solo sea por el privilegiado agasajo de disfrutar del posible lapidario que mi simulada muerte pueda arrancarle a su pluma.

¿Sabe? de entre todas las miserias como encajona la muerte, no hay otra peor que la de apagarnos la mirada privandola de ese agitar de pañuelos en que vienen convirtiendose las postreras loas.

Mi mas sentido y reconfortante abrazo, querida. Y no olvide que este sufrimiento suyo de ahora, es el sinonimo mismo de la felicitacion de haber vivido.

La felicito doblemente: Por la fortuna que tuvo de haber vivido a Manoli, y por practicar ese endemico arte del compartir, tanto como revivir.

Alicia Liddell dijo...

Suscribo todo lo que dice Tritacora. Es más, revivo mis propios veraneos en casa de los abuelos, el olor a paja y estiercol de los establos, la leña con la que se encendía el horno para hacer las madalenas y los amarguillos ...

Analibis, qué suerte haber tenido a Manoli cerca y qué suerte tuvo Manoli con tenerla a usted para recordarla con tanta belleza.

Miguel Sanfeliu dijo...

Anilibis.
Vuelves con fuerza.
Me pusiste un nudo en la garganta.
Este relato evocador, este recuerdo perfectamente narrado, es, para mí, de lo mejor que he leído. No es coña. Lo digo muy en serio. El susurro final de Manoli encierra tantos mensajes...
Me gustó mucho, de verdad.
Un saludo.

anilibis dijo...

Tritacora:

sabe usted que si se muere le escribiré un epitafio como es debido, pero como ya le dije espere un poquito antes, al menos déjeme acabar esta historia. De todos modos, si así lo desea, podríamos "escenificar" su muerte, yo le escribo su correspondiente epílogo y luego - tras su milagrosa resucitación - una sorprendida loa a sus poderes divinos.

Alicia Liddell, tocaya:

Muchas gracias por tus palabras. Creo que mi tía, como la mayoría de sus congéneres castellanas, fue una mujer normal con una vida muy normal. Pero hace falta verla con los ojos desde un prisma diferente para poder extraer la esencia que le hizo diferente a todos los demás. Creo que todos tenemos ese poder en nuestras manos.

Kafkaprocesado:

Jo, me dejas muda. Muchas gracias.

(se aceptan críticas despellejadas, que lo sepáis).