sábado, julio 28, 2007

En las nubes - X

10. Un paseo por el Olimpo y un descenso al Hades.

Estaba claro que había llegado a un lugar donde las reglas eran diferentes. Era curioso: pensé que todo lo que me había ocurrido había sido a causa de las drogas. Pero en realidad no era más que el mundo que se abría en todas sus facetas y yo, que nunca lo había visto tan de cerca, había saltado dentro de su espiral. Nada había cambiado, con la excepción de que mi cuerpo, tras haber vencido la enfermedad, me había devuelto una visión un poco menos manipulada de la realidad pero sí más lúcida. La realidad era muy diferente a como yo la había imaginado antes de aquel viaje.

Desperté de madrugada con el sonido de las campanas de la iglesia, salí al balcón y oteé las nubes danzantes de golondrinas en el cielo griego. Achinando los ojos, intenté adivinar – como Eurípides – dónde me llevarían ese día. Se lo pregunté a Yiannis.

- Deja de filosofar con tu vida y sé una turista de una vez por todas.

Le miré en silencio, metí mi cuadernillo en el bolso, escondí la cámara y salí con él a la calle. Nos despedimos en la plaza de Evangelismos, en la parada del autobús. Él se fue a su trabajo y yo a la Acrópolis.

En las primeras luces del día, caminando calle arriba, la ciudad se desperezaba a toda rapidez a mi paso. Al llegar a Syntagma, una ordenada tropa de soldados con vistosas mallas y camisas blancas repicaron sus botas en el cambio de guardia, cimbreando las orlas rojas en la breve brisa que moriría con el sol de verano. Las terrazas ya estaban pobladas de jóvenes sorbiendo frappés fríos y jugueteando con pulseras de cuentas de metal. Y en la Plaka, los comerciantes desempolvaban las mesas para alinear sus puestos de ropa y abalorios bajo los toldos multicolor. Me senté a desayunar a la puerta de un café, y esperé, escribiendo, a que pasara el rato hasta la hora de apertura.

A las diez de la mañana subí las escalinatas esquivando turistas como una ardilla. Lo primero que vi fue el Partenón, inmenso, abierto, roto, desgastado y cansado, pero igualmente inmenso. Sí, soy impresionable y entonces lo era aún más. ¡Había llegado al Olimpo! Y me lo tenía ganado.

A pesar de las masas que ya poblaban la zona a primera hora, pude disfrutar del entorno e imaginarme ahí entonces, en el principio de los tiempos. Es en lugares así que realmente se cobra conciencia de la historia e incluso del papel de cada uno de nosotros en ella.

Pero era también irónico que precisamente lo que ahí faltaba – los relieves de la fachada, las hermosas Cariátides del Ectereión y tantas otras reliquias - era falso. Las imitaciones eran casi perfectas, pero falsas. Los originales están alegremente custodiados por los londinenses – aquellos que no me abrieron las puertas al principio de mi viaje. Pasando mis dedos por las piedras de los templos violentados, me sentí como Byron dispuesto a morir en tierras helenas. ¿O era el sol? Una vez más, se me nubló la vista. Miré a mi alrededor: llevaba cuatro horas paseando de un lugar a otro de la Acrópolis, soportando empujones de rollizos americanos o de japoneses despistados, y mirando hacia las cúspides de las columnas aturdida. La ropa se me pegaba al cuerpo y el polvo me llenaba los ojos. Salí corriendo sin siquiera decir adiós a los dioses, y tracé con el dedo en el mapa una línea vertical hacia arriba, hacia el norte, donde aparecía el azul del mar.

Nunca se me dieron mal los mapas ni las guías, a pesar de mi condición femenina. Había líneas de autobuses que salían de Syntagma, y en media hora me planté en la parada. El truco de meter la cabeza entre el torrente de gente entrando en el autobús nada más abrir las puertas y gritar al conductor: “Beach?!” parecía funcionar: todos decían que no, pero que el siguiente autobús sin duda me llevaría. Una hora después, cuando casi había perdido toda esperanza, un conductor me miró directamente a los ojos y replicó:

- Yes. Beach. Limanaka. Very nice.

Very nice me venía muy bien. Me subí al autobús, conseguí un asiento a la sombra y apoyé la cabeza contra el cristal. Cuando empezó a aparecer la costa, una hora después, llegaba también la tarde. Yiannis debía estar volviendo a casa.

- Un bañito y vuelvo en el siguiente autobús - me dije.

Me bajé, bajo indicación del conductor, en las playas de Limanaka. Me dejó en una larga carretera polvorienta. Antes de arrancar agitó la cabeza hacia el mar: obedecí y cambié mi rumbo. A la izquierda, una ladera pedregosa y empinada descendía hasta una caleta tan azul que casi dolía mirarla. Compré una botella de agua en un tenderete y bajé cuidadosamente por la colina. No llevaba ni una toalla, pero la camisa serviría.



Viendo que todo el mundo estaba desnudo y estratégicamente desperdigado entre las rocas, hice nudismo por primera vez en mi vida. Al fin y al cabo, nadie me conocía y mi celulitis permanecería en el anonimato. Me tumbé sobre una roca y dormité un rato. Cuando desperté, escuché unas risas entrelazadas con chácharas ininteligibles. Lo primero que vi fue una serie de dunas redondas y tostadas al sol de la tarde. Por un momento, pensé que había muerto y resucitado en Arrakis. Pero luego comprobé que se trataba de cuatro culos. Cuatro chicos y una chica se habían tumbado, como Dios les trajo al mundo, a escasos centímetros de mi camisa, mi bolso y yo.





Me saludaron. Les saludé. Me ofrecieron un porro y me negué lo más elegantemente que mi desnudez podía permitírmelo. No parecían muy convencidos del hecho de que su presencia había desbaratado mi vida en ese momento. No sabiendo cómo reaccionar, sonreí tímidamente y, antes de entrar en una conversación para la cual no estaba aún preparada, escondí mis cosas bajo la camisa y bajé al agua. Ahí abajo nadie reparaba en mí: aquello era maravilloso. Chapoteé feliz un rato muy largo mirando al horizonte infinito del Egeo e intentando adivinar las siluetas de las Cíclades, hasta que empezó a oscurecer. Tendría que volver y coger otro autobús, aunque ello supondría salir del agua desnuda, cual Afrodita, y tal vez confraternizar con mis vecinos. La idea, ya despierta, no parecía tan mala. Pero cuando me aproximé a mi roca comprobé que ya no estaban.

Y comprobé otra cosa:

Se lo habían llevado todo, menos, piadosamente, mi ropa.