domingo, marzo 16, 2008

En las Nubes XI



11. La Llegada del Héroe


Me vestí rápidamente y, aturdida por la situación, me senté sobre una roca a pensar. Si algo había aprendido durante ese viaje, era que la actividad de “pensar”, a la larga, siempre trae beneficios. Miré hacia la puesta de sol y recapitulé.

Me encontraba en la boca de una cala rocosa y semidesierta a las afueras de Atenas, sin dinero ni ningún tipo de identificación, a unos 30 kilómetros de la casa de Yiannis. La realidad se me desplomó encima. Sabía que sólo tenía una posibilidad: encontrar la forma de regresar, como fuera. Pero, mientras me organizaba mentalmente para ello, no pude evitar que una oleada de angustia chocara contra mi pecho hasta desembocar en forma de llanto.

Llorar amargamente frente a una puesta de sol en el Egeo es algo que, quieras que no, se hace con naturalidad. El entorno propiciaba saltos imaginativos involuntarios, y a ello me entregué momentáneamente mientras me lamentaba de mi suerte.

Me imaginé cual Psique, esperando a su amante escamoso y reptil.

Una voz grave me hizo abrir los ojos y alzar la vista: frente a mí, bordeado por la cálida luz anaranjada del sol moribundo, adornado con ricas pedrerías y joyas, un largo y grueso anfibio rosado me observaba con su único ojo.

Difícil es expresar mi incapacidad para pronunciar palabra en ese momento. Le miré enmudecida, aterrorizada, hipnotizada. Afortunadamente la voz volvió, esta vez más grave y cercana.

- τι κάνει λάθος?

Parecía venir del cielo. Lentamente subí los ojos, que fueron bordeando una ancha silueta humana y erguida, con los brazos en jarra y las piernas separadas. Desde muy muy arriba alguien más me estaba mirando. La contraposición del sol no me permitía ver sus facciones, exceptuando una barbita de chivo que se balanceaba al ritmo de sus palabras.

- χρειάζεστε τίποτα?

Me llevó unos minutos comprender que me encontraba ante un nudista más, decorado con múltiples tatuajes tribales y luciendo una alegre ristra de argollas y piedras azules en el glande. Otro tanto le colgaba de los lóbulos de las orejas, y también lucía sendos piercings en las cejas. Tendría unos cuarenta años y debía pesar aproximadamente ciento veinte kilos, que gracias a su altura estaban bien repartidos. Pero era humano. Me sequé las lágrimas e, hipando, me puse en pie.

- Do you speak English?

El hombre me miró un poco confundido.

- Yes – cabeceó – a little.

Esa fue la parte más fluida de nuestra conversación. A partir de ahí nos comunicamos por señas, palabras sueltas y frases rotas. A pesar de su aspecto atemorizante, parecía entender mi problema y situación.

Stavros, mi nuevo amigo, se puso unos pantalones cortos que sacó de una mochila, me agarró la mano como quien coge la bolsa de la compra y tiró hacia arriba. Llegamos a la carretera y diez minutos después, me introducía llena de polvo en su mini amarillo y desvencijado. Parecía absurdo un coche tan pequeño para un tipo tan grande, pero Stavros lo conducía con facilidad, cada movimiento economizado y coreografiado. Entre breves frases que apenas entendíamos, hicimos el camino entero por la carretera pedregosa de Limanaka, hasta Erastothenous. Me dejó en la mismísima puerta de la casa de Yiannis, y yo – sorprendida – quise agradecérselo.

A este punto ya había llegado a una conclusión, que algunos supondrán vanidosa, pero que – creedme – en ese contexto, era lógica:

El tipo no se había intentado aprovechar de mi lamentable situación, y por tanto, era gay.

Por una vez en mi vida, estaba en lo cierto. Le invité cándidamente a subir a casa de Yiannis, para al menos darle las gracias con una cerveza fría, y se quedó. Se quedó a tomar la cerveza, a cenar, y a dormir. Con Yiannis, por supuesto. Los gritos y jadeos que traspasaron la pared toda la noche dificultaron un poco mi sueño, pero al menos estaba en casa – sana y salva.

Por la mañana, Yiannis apareció en mi habitación sonrosado y feliz, con una copiosa bandeja de desayuno.

- Stavros vuelve luego, ha ido a su despacho a mirar unos papeles.
- ¿Su despacho?
- Sí, es policía. Al parecer, uno de los que te robaron ayer es ya algo conocido en comisaría. Va a buscar sus datos y hacerle una “visita”.
- ¿Qué me dices?
- Oh, ¿no es maravilloso? Es como un guerrero troyano, tan grande y tan atento él.

Dicho y hecho: cuatro horas más tarde, nuestro Héroe apareció con mi bolso. A falta del dinero estaba todo lo demás, incluida la cámara de fotos y mis documentos. Yo no sabía qué decir, ni tampoco qué sangre se podía haber derramado en ese intercambio. Pero, esto último, he de admitir, me daba totalmente igual.

Yiannis me enseñó a dar las gracias en griego:

- ¡Efharisto polí!

Parecía el final feliz de una película: yo tenía mis cosas, Yiannis estaba enamorado... y los “malos” habían recibido su merecido. Por eso, cuando Stavros, durante la cena, pegó un gran trago de Ouzos, eructó y gritó:

- Θέλω να πάω τρελλός απόψε!!

Yo también alcé mi copa y brindé, repitiendo como un loro sus palabras. Yiannis me miró de reojo.

- ¿Qué he dicho?
- Que quieres una noche loca.
- ¿Eso qué quiere decir?
- Tendrás que verlo por ti misma.

A las 11 de la noche, Stavros se pasó a recogernos en su mini amarillo. Yiannis iba vestido para matar, y yo – qué queréis que os diga – yo también.



miércoles, marzo 05, 2008

La voz callada






A veces, la voz interior se calla.



Se

calla

del

todo



Como un niño castigado

contra la pared.



Como un juguete olvidado

en la oscuridad del cráneo entre la niebla,

Se queda ahí rezagada,

silenciosa,

oculta.



se calla.



Me pregunto: "¿de qué sirve,

a dónde lleva

decir nada?"



¿De qué valen las excusas?

Denme un precio,

¡Yo lo pago!

Tanto silencio


hace demasiado ruido,

y eco


eco

eco

eco



mucho eco en el vacío.