domingo, diciembre 11, 2005

La luz de Neptuno


Fue todo tan típico.

El día que se le acabó el tiempo llevaba medias de rejilla, un vestido negro con imperdibles y las Doctor Martens apropiadamente desteñidas.

Aunque su madre vigilaba las irregularidades en su armario con el olfato de un lince, las Doctor Martens habían conseguido sobrevivir porque, al fin y al cabo, venían bien en invierno y la suela de goma evitaba deslizarse por el hielo en las carreras contrareloj para no llegar tarde al instituto. Pero sólo si estaban adecuadamente embetunadas y pulidas. Unas DocMartens no pueden pulirse ni embetunarse. No pueden sustituirse los cordones gruesos por otros. El desconchamiento se muestra como un pequeño trofeo y el empalme de los cordones con orgullo. Unas DocMartens bien gastadas son parte del alma.

Pero su madre no lo había entendido nunca.

El vestido lo había encontrado en una tienda del Ejército de la Salvación en un viaje a Toronto. Era muy sobrio, de lana fina gris oscura y algo pelada, con cuello abotonado y un poco de vuelo en la falda hasta las rodillas. Le gustaba pensar en la muchacha decente que lo habría donado tras usarlo en algún funeral. Seguramente se lo habría puesto con un collar de perlas jóvenes y zapatos de charol. Olía a polilla, y eso le encantaba. Su madre había insistido en tirarlo a la basura en cuanto lo vio.

- Me ha costado treinta dólares y no pienso dejarte que lo toques.
- Es horroroso. Seguro que tiene pulgas.
- Me lo pondré sólo en casa.

Esa mañana había rescatado el vestido de un arcón, había pegado varios tirejetazos a la falda sujetándolos con imperdibles, y se había puesto unos vaqueros por debajo, tapándolo todo con un enorme abrigo gris, el abrigo anteanorexia. Al salir de casa, se quitó el betún de las DocMartens con un pañuelo de papel y escarbó un poco en el cuero con una piedra. Había que estar a la altura de las circunstancias, porque una voz muda le susurraba que el tiempo se le había terminado.

La jornada escolar fue como cualquier otra, con la excepción de que era un día de luto.

Sin saberlo, se había despedido de todos en silencio. Uno a uno les había ido saludando con un leve ademán de la cabeza y una sonrisa congelada. No hubo más que un par de “qué hay” sorprendidos. No hacía falta más. Cuando el tiempo se te acaba no hay tiempo para las ceremonias. Las horas pasaron dentro de la rutina habitual, las clases sucediéndose como las paradas de un tren. A la hora de comer se comió su sándwich de pavo y su manzana y curiosamente no se sintió culpable. Ni siquiera tiró el pan. Se subió el cuello del abrigo, se acercó a un banco del parque, apartó un poco de nieve con la mano y se sentó a perseguir los destellos de las ramas congeladas de los árboles.En las tardes de invierno la luz parecía que no acababa de llegar. Se quedaba a medio camino, como atragantada entre los matices grises del cielo. Sólo aparecía en forma de destello sobre el hielo y se iba apagando poco a poco en el atardecer.

Dos clases más, dos últimas paradas. Entre medias compartió un cigarro clandestino en el lavabo con la rubita pecosa, que dos meses después moriría de asma. El chico pelirrojo, el otro amigo y final de la colección, les contó a la salida que le habían metido una ardilla muerta en la consigna. Ella se rió más de lo que debería.

- Métela en formol y regálasela a la profe de mates.
- Métetela tú donde te quepa.
- Me voy a casa. Acordaros de mi.
- ¿Para qué?
- Porque el tiempo se acaba.

Volvió a casa chapoteando en el aguanieve y siguiendo los distintos ángulos que las farolas proyectaban en su sombra.

Entró en su casa aterida de frío y corrió a despojarse del traje ceremonial antes de que la vieran.

Se duchó, se puso el camisón de algodón blanco, y se tumbó en la cama a mirar el techo durante dos horas.

Cuando su padre llamó a la puerta casi podía tocar el techo con la mano.

- Nos vamos a cenar con los tíos.
- Vale.
- ¿Vas a comer algo?
- Sí.
- Tu madre te ha dejado la cena en el horno.
- Vale.
- Ya tienes el teléfono si quieres algo.
- ¿Papá?
- ¿Sí?
- ¿Sabes que la luz que refleja Neptuno tarda 4,3 años en llegar hasta la tierra? Lo aprendí hoy en clase de ciencias.
- ¿Y vas a esperar ahí a que llegue?
- Sí.
- Vale.
- ¿Papá?
- ¿Sí?
- Tengo diecisiete años. En este tiempo la luz de Neptuno ha realizado el ciclo 3,95 veces. Falta muy poco para que llegue a cuatro. Está casi aquí.
- Nos vamos. Ya sabes dónde está el número de teléfono.
- Sí.

El silencio. El silencio siempre es el preludio de algo. En verano se sabía cuando había peligro de huracán por el silencio aterrador que cubría todo el pueblo bajo un cielo gris premonitorio y seco. El aire no se movía. Los animales se congelaban. Las ardillas se quedaban quietas, hechas una bolita en lo alto de los árboles; los zorros se agazapaban como estatuas a la entrada de sus madrigueras; los pájaros se juntaban en hileras estáticas sobre las ramas de los árboles, sujetándose unos a otros en silencio; los ciervos se escondían en los llanos del bosque. En esas ocasiones se encerraba en el sótano con sus padres, bajo las vigas de la casa, y su padre les contaba historias de cuando era niño durante la guerra y se escondía con sus hermanos bajo la mesa cada vez que sonaban los misiles.

Pensó en cien mil misiles volando por el cielo invernal.

Desde la cama podía ver los copos de nieve estrellándose contra la ventana y deslizándose como lágrimas que formaban surcos a lo largo del cristal.

Empezó a llover sobre sus mejillas.

Pensó en Neptuno.
Pensó en los ciclos infinitamente finitos del tiempo.

Le pesaba. Estaba aplastada como una hoja de árbol en otoño bajo los pies de quinientos caminantes perdidos. Las hojas caían, la nieve caía, el tiempo se deslizaba sobre las esquinas de los muebles como un sirope espeso.

Cuando se levantó para mirarse en el espejo tenía el cuello del camisón empapado. Se dirigió a la chica pálida de melena castaña y ojos tristes:

- Va a ser todo muy típico. Hagámoslo bien. Como Dios manda.
- Como Dios manda.

Bajó a la cocina y llenó un vaso de agua. En el cuarto de baño de sus padres había una caja y dentro de la caja un frasco que fue vaciando sobre su mano derecha. Se los tomó en cuatro puñados.

Al volver a la cama sacó “El Guardián entre el Centeno” de la mesilla y se durmió en el capítulo quinto, cuando Holden y sus amigos jugaban a tirarse bolas de nieve en Stancey.

Despertó del infinito con un tubo en la nariz y una jeringuilla en la muñeca izquierda. Sólo se escuchaba el bip-bip-bip acompasado del electrocardiógrafo.

De pronto las caras, las voces, las preguntas, los susurros, los gestos de angustia, la mano de su madre temblando sobre la suya.

El ciclo había terminado. Estaba al comienzo, bebiendo aturdida de la luz de Neptuno y pensando ya en otro planeta, mucho más lejano, mucho más inconcebible.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¿Tan cortos son los ciclos?
¿Tan largos son los circulos?