domingo, julio 23, 2006

De santos, sangre y almidón. (II)

Capítulo II: Temores y bravura.


En la ciudad, Manoli imperaba sobre su casita molinera.

Cada vez que mis padres se marchaban de viaje Manoli me acogía entusiasmada. Yo aún era pequeña y me pasaba el día jugando en el jardín, subiéndome a la higuera y bañándome en el pilón. A menudo la veía espiándome desde una ventanita y enseguida retiraba la vista. Las dos nos hacíamos las locas, yo muy digna fingiendo independencia y ella muy digna intentando hacer parecer que no le importaba que le destrozase setos, rosales y macetas y le robara el jamón para dárselo a los perros.

Manoli me aplicaba el método Pavlov: cuando había algo rico para merendar salía al jardín con una campanilla. Automáticamente los perros y yo salivábamos porque tanto ellos como yo sabíamos que había un cuenco con maicena cubierta de miel esperándome en la cocina. Yo corría dando brincos a la mesa, merendaba y volvía a mis travesuras. Ella retomaba sus labores desde su puesto de vigía en la ventana hasta que caía la tarde.

Tampoco me decía nada cuando me veía ensartar garrapatas en un alfiler o pescar renacuajos del pilón. Pero una tarde me pilló intentando matar hormigas a balazos con el rifle de caza del tío Julián y me lo arrebató con una palidez repentina en su cara: “No deberías pegar tiros, hijita”. Yo la miraba y no comprendía por qué no me caía un buen bofetón.

A veces se lo preguntaba: “Tía, ¿por qué no me pegas cuando me porto mal?” Y ella me contestaba: “tú no te portas mal, la que se porta mal soy yo porque no te enseño lo que está mal”.

Manoli le temía a la sangre con terror primigenio.

Una tarde mi primo Ignacio se cortó el pulgar con un cuchillo, jugando a los piratas. Se le abrió una raja que vomitaba sangre como un geyser y dejaba a la vista el hueso. De camino a urgencias en el seiscientos verde de mi padre, Manoli pegaba tantos gritos que cuando llegamos los médicos fueron primero a por ella. A mi primo le dieron ocho puntos y a ella un valium.

Cuando yo sangraba por la nariz, que era a menudo, lloraba y gemía mientras me metía algodones en la fosa nasal hasta que ya no cabían más. “Ay, hijita, que te desangras, ay, mira cómo has puesto el suelo.” Y yo me reía de ella: “eres una miedica, mie-di-ca”. Manoli asentía, aspiraba por la nariz y me apretaba bien los algodones para que no saliese nada.

Les temía también a los monstruos mecánicos y voladores.

Manoli se negaba a usar las escaleras mecánicas de los grandes almacenes. Sólo usaba el ascensor o las escaleras normales. Una tarde mi prima Pili y yo le tendimos una trampa: bajamos corriendo por las escaleras mecánicas de la cuarta planta y le gritamos que si no bajaba detrás nos escaparíamos. Manoli nos miró aterrada desde arriba, se agarró bien con la derecha al pasamanos, con la izquierda se sujetó el bolso contra el pecho y se colocó sobre el primer peldaño temblando, las rodillas traqueteando un poco debajo de la falda marrón. Y así descendió, como una estatua, apretando las mandíbulas y los labios, los ojos fijos en nosotras. Al llegar abajo corrimos a ayudarla, y ella – humillada por las risas jocosas de la gente – nos miró muy seria, empezó a llorar y dijo: “¿Por qué me hacéis esto?”

Sin embargo, todavía le quedaba la prueba de fuego. La encerrona de todas las encerronas. Con la llegada de los años ochenta mis padres y yo nos mudamos a Canadá. Manoli lloró durante semanas antes de nuestra partida, sobre todo porque sabía que si quería visitarnos tendría que subirse a un avión. Tardó dos años en hacerlo, sin Julián, claro, que alegó dolor de oídos. Apareció en el aeropuerto de Toronto pálida como un fantasma, medio histérica, el rosario de la abuela Florentina bien sujeto en una mano y la maleta en la otra. Pasó un mes con nosotros, exponiéndose a experiencias límite tales como una comida en casa de una familia ucraniana, un viaje a las cataratas del Niágara, misas dominicales en inglés y un pow-wow tradicional de tribus indias. “Qué cosas, qué cosas”, decía sin parar. Y se agarraba a mi brazo intentando no fijarse en mi camiseta de los Rolling Stones y mis vaqueros raídos con los bolsillos llenos de hachís.

Volvíamos a menudo, en verano, y Manoli ya estaba tan lanzada que hasta se animaba a coger aviones a Mallorca con las amigas de la Asociación de Acción Católica. Yo por entonces estaba en mi fase siniestra y me sentaba meditabunda y taciturna en el patio de la casita molinera, con mi collar de perro y mis harapos negros. Manoli llegaba de Mallorca, dejaba las maletas en la cocina y se sentaba conmigo en la piedra del jardín con una enorme ensaimada y un vestido de verano amarillo. Sin rechistar, y para gran shock de mis padres, yo me ponía el vestido y me comía la ensaimada. “Es que la niña necesita que la quieran un poco, nada más”, les decía Manoli. Y yo asentía contenta mientras masticaba. “Ay,” decía Manoli, “ahora lo que necesitas es vivir en un sitio más cerca del cielo, no en esas casas tan frías donde vivís”.

Y Manoli subió a los cielos.

Un día de lucidez, el tío Julián empaquetó todas las cosas, vendió la casita molinera a un taxista de Burgos y se llevó a Manoli a la séptima planta de un edificio de pisos. Nosotros volvimos a España para quedarnos y nos enseñó orgullosa su salón-museo presidido por cuadros y tapices, aderezado con figuritas de Lladró y la Virgen de los Remedios en su urna de cristal. Mi madre decía que se estaba ahí mejor que en Canadá y Manoli asentía, llorando de felicidad, agarrándome la cara y diciendo, “hijita, hijita, hijita mía”.

Pero yo me empeñé en irme a vivir a Madrid. Manoli fue la única que no me abofeteó por mi decisión, aunque lloró mucho. Me cosió un montón de faldas y vestidos con su Singer reluciente y me preparó cuatro tarros de chorizo en aceite: “a ver si te van a hacer algo por ahí, eh, ¿hijita? Mira que no te ataque algún hombre malo por la calle, mira que no te pase nada. Y si no, voy a buscarte”.

Y sin embargo, Manoli no temía a la muerte.

Unos años más tarde, la abuela Florentina se murió como una campeona a los noventa y cinco años, En cuanto sonó el teléfono, Manoli levantó a Julián a las siete de la mañana para ponerse en marcha. Nosotros llegamos al pueblo esa misma tarde y ella ya estaba arremangada frente al cadáver de su madre, preparando pócimas, ungüentos y afeites. La abuela yacía con su blanquísima mortaja almidonada y un moño perfecto en el pelo de plata. Mi madre y mi otra tía se sentaron a su lado, temblando, le sujetaron el barreño y Manoli arregló a la abuela hasta hacerle rejuvenecer varias décadas “Ay, pero qué guapa que era madre”, decía entre sollozos, mientras le frotaba bien las mejillas con un algodón impregnado en alcohol para enrojecérselas un poquito. “Ay, pero qué bien huele aunque esté muerta”, suspiraba mientras le pegaba las pestañas con clara de huevo para que no se le abriesen los ojos azules.

Toda esa noche veló a la abuela junto con sus hermanas y las demás mujeres del pueblo, iluminadas tan sólo por la luz de las velitas-lamparillas flotando en aguaceite. Yo les escuché desde la cama, en aquella habitación que ella pulía las mañanas de verano y ahora olía al jazmín mustio de la abuela muerta. Y por la mañana me vino a buscar con un vestido negro recién planchado en las manos. “Ahora sí, hijita, ahora sí tienes que ponerte ropa triste.”

Tanto en el funeral como en el entierro Manoli fue la primera de la fila, ocultando sus ojeras con un poco de maquillaje. De pronto, justo cuando el ataúd descendía en la fosa, comenzó a sangrar por la nariz y las lágrimas se le mezclaron con la sangre cayéndole en goterones rosados por la barbilla. Yo le acerqué un pañuelo, pero ella lo rechazó. Desesperada, medio ahogada, tosiendo con fuerza y apretando mucho las mandíbulas, me agarró la mano y me dijo, carraspeando dolorosamente con la garganta, “déjame que sangre, hija mía, déjame, que es la pena por mi madre que se ha muerto y ya no me importa”.

8 comentarios:

Miguel Sanfeliu dijo...

Sigo con interés tu historia.
La primera parte funcionaba como relato cerrado.
Ésta sigue estando muy bien escrita y tiene el interés añadido de saber que pasaste por una etapa "siniestra", con collar de perro y todo. Vaya.
Tu tía, como personaje, resulta muy vívida, casi la puedo ver en esas escaleras mecánicas, aterrada.
Los detalles,bien escogidos, van completando el retrato. Se nota que era una persona que ejerció una importante influencia sobre ti y a la que querías mucho. Le estás brindado un respetuoso y bonito homenaje.
A tu tía le habrían gustado tus letras. Seguro.
(Supongo que habrá una tercera parte).

Laura Diaz dijo...

Me encanta tu relato, y espero ansiosa la tercera entrega. Las tías, para ciertas generaciones, han sido personas trascendentales.

A veces me apeno pues la vida que vivo no me permite acercarme lo que desearía a mis sobrinos...

Un saludo

anilibis dijo...

Kafkaprocesado:

Es verdad que la primera parte funcionaba como un relato en sí... pero la historia no ha acabado ahí, así que no puedo por menos de seguir. Manoli era de esas mujeres que en apariencia podrían parecer "normales" y "corrientes", y seguramente lo era... pero - como ocurre con cualquier persona - sólo con poner el foco desde su lado más especial sale a la lud su esencia. Y este es mi tributo.

La saga continuará, por supuesto. Al menos dos capítulos más.

En cuanto a lo de la época siniestra.. eso no es nada. ¡¡He tenido más épocas que Picasso!!


Laura Díaz:

Las tías siguen siendo importantes, al menos en algunos casos. Sobre todo una tía sin hijos propios, que se convierte en la madre secundaria de todos sus sobrinos. Y yo, que soy hija única y no tengo hijos, a ver cómo me lo monto. ¡Tendré que comprarme sobrinos!

anilibis dijo...

Bueno, tengo un sobrino, el hijo de una gran amiga, pero vive en Londres.... :(

Alicia Liddell dijo...

Las épocas oscuras son necesarias, son procesos de crecimiento. Creo que son etapas que hay que superar. Es bueno atravesar esos periodos, lo jodido es quedarse atrapado en ellos.

Y tiene razón Analibis cuando asegura que hay personas corrientes que tienen su propia luz. Yo también tuve una mujer así en mi vida. Justamente ahora se cumplen 33 años de su muerte y sigue, para mí, estando presente.

Isabel Barceló Chico dijo...

Hola anilibis: has hecho un retrato entrañable no sólo de tu tía, sino también de esos retazos de niñez que nunca se olvidan y, con el paso del tiempo, aparecen más y más luminosos.Y la vida de Manoli, justo porque enfocas esos momentos en que es diferente, adquiere una significación especial, una humanidad vibrante. Es un homenaje precioso que, en cierto modo, abarca a todas las tías. Un beso muy fuerte.

anilibis dijo...

Gracias, Isabel. :)

Anónimo dijo...

I like it! Good job. Go on.
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