Es como uno de esos muñecos-tentetieso de antes, aquellos grandotes (tamaño niño, y como entonces todos éramos niños, pues eran grandotes), periformes, con un peso abajo, que cuando los empujabas se reincorporaban como un resorte-péndulo. Es realmente así, sin exageraciones, sólo que justo debajo de donde tendría el depósito de arenilla hay dos piernecitas que lo transportan de un pasillo a otro y de un despacho a otro serio, siempre serio, simulando ensimismamiento laboral.
Lleva gafitas finas y metalizadas, y un peinadísimo pelo castaño lacio que le cae sobre el ojo izquierdo como un proyecto de flequillo.
Viste con extremada pulcritud, sus corbatas son un alarde de laissez-faire y sus zapatitos siempre relucen. Y no sólo eso sino que también demuestra que, en algún lugar de la ciudad, es posible encontrar camisas cuatro tallas más pequeñas por arriba que por abajo y pantalones tres tallas más grandes por arriba que por abajo.
Pasa por mi mesa todos los días. De vez en cuando, pasa más veces de lo necesario. A veces se queda un minúsculo segundo de más en la esquina, acariciando el poliuretano del vaso de café y penduleando concupiscentemente entre la proximidad de mi hombro izquierdo y la pared. Y a veces, si coincidimos en un pasillo o en la cafetería, se atusa la corbata, aspira y barre en una visual vertical la línea que empieza en mis pies y acaba en mi cabeza. Y sonríe leve, muy levemente.
De cuando en cuando me saluda con efusividad proporcionalmente indirecta al número de personas que me rodean.
He aquí el ejemplo del saludo de hoy:
- Buenos días, ALÍCIA (siempre hace hincapié en poner gran énfasis en la primera “i” y apretando bien la puntita de la lengua entre los dientes al pronunciar la “c”)
- Buenos días, _______.
- Te noto cansada, ¿has dormido poco?
- He dormido lo justo.
- Necesitas descansar más, mujer. Y salir menos. Que luego SABEMOS lo que pasa.
(A continuación me mira directamente a los ojos, eleva la comisura izquierda de su boca dos milímetros, sacude la cabeza en un espasmódico ademán de retirarse el proyecto de flequillo del ojo izquierdo, y se va.)
- Hasta luego, ALÍCIA.
- Hasta luego, _______.
Vuelvo a mi trabajo. Me olvido por un instante del mundo y me adentro en el submundo. Me pierdo en doce mil procedimientos de pre-aprobación , quinientas solicitudes de visado, doscientos veintiocho mil requerimientos técnicos. Y justo cuando estoy a punto de creerme de verdad lo que estoy haciendo, me llega un flash retrospectivo como un estallido de imágenes. Fundido a blanco...
Finales de primavera, 1994. Madrid.
La casa del Pijolisto aquel.
Llevaba (él llevaba) bermudas de marca Panama Jack, sandalias Camper y camiseta Loreak Mendiak. Tenía un finísimo pelo castaño oscuro y lacio que le caía sobre un ojo derecho en proyecto de flequillo, y los ojos más impenetrables que había visto nunca.
Hacía cinco meses que nos conocíamos y su mayor cumplido hasta la fecha había sido hacia mi bolso con la foto de Audrey Hepburn. Pero yo me mantenía fiel a mi look “rastros del rastro”... creo que de ahí surgió el morbo. O lo que fuera que surgiese esa noche; tenía aún por añadir a mi lista de despropósitos a un pijolisto y a un joven cura católico, y ahí estaba la oportunidad para llegar casi al final de mi camino.
Cenamos algo encargado al Mallorca entre los candelabros y las figuritas pastoriles de Lladró delicadamente rodeadas de relucientes uvas de cristal (era la casa de sus padres, obviamente) y me cogió la mano.
- Creo que es la primera vez que te cojo la mano.
- ¿A que es una buena mano?
- Mujer, di algo más bonito.
- No, que luego sabemos lo que pasa.
- Hablas igual que mi amigo _________. ¿Te hablé alguna vez de él? Es como un tententieso.
- ¿Tienes un amigo tentetieso?
- Sí, trabajamos juntos. Siempre estamos contándonos nuestros asuntos con las mujeres. Y él siempre está diciendo “luego sabemos lo que pasa”.
- ¿Y qué es lo que pasa ahora?
Lo que pasó es largo de contar. Baste con decir que fue mi primer y último Pijolisto, y también la última vez que me autosometía a un experimento de tal calibre.
Cuando me incorporé a esta empresa aparecieron 20 ingenieros de otra, “de prestado”, para realizar una fase del proyecto. Uno era el Pijolisto. Nos encontramos por sorpresa un día frente a la máquina de refrescos, soportando el embarazoso momento con una cocacola fresquita. Él se apartó el frondoso flequillo del ojo derecho y yo hablé un poco del Comité de Gestión de Proyectos. Dos días después, para mi tranquilidad laboral, le destinaron a otro edificio.
Pero hoy resurgió aquella noche de la penumbra de mi subconsciente, al eco de las palabras:
- Luego SABEMOS lo que pasa.
- Siempre nos contamos nuestros líos con las mujeres.
Me levanté, corrí a la máquina de refrescos y saqué una cocacola.
Me sumí en un tierra-trágame:
¿Qué detalles escabrosos habrían llegado a los oídos de Tentetieso? ¿Qué insospechadas imágenes de mi persona atesoraría en su peinadísima cabeza? ¿Qué fuerzas motrices elevarían la comisura de su labio cada vez que me observaba?
Y ahí estaba, como invocado por la Ouija, detrás de mí. En la máquina de café.
Le miré.
Me miró.
Sonrió, y acarició el poliuterano.
Me decidí a levantar la tapa del foso:
- ¿Sabes, _______? No hace falta que finjas más.
Silencio...
- Creía que eras tú la que fingías. Ya sabes...
- ¿Eso te dijo?
- Entonces... ¿no?
- Estás muy mal informado.
- Si quieres, cuando salgamos, me lo explicas mejor.
Silencio....
De pronto, una fuerza misteriosa me provocó pegar un paso hacia delante y tropezar aparatosamente con su café.
El líquido humeante se deslizó por la camisa impoluta.
- ¿Ves? Esto es fingir. Ahora ya sabes lo que pasa.
Mañana, no sé qué pasará. Sólo que, mucho me temo, se volverá a poner tieso. Y yo tendré que volver a enterrar ciertos recuerdos en mi subconsciente.
viernes, noviembre 18, 2005
Luego ya sabes lo que pasa
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