jueves, diciembre 01, 2005

¿Para qué quiero una ciudad cuando puedo tener un cementerio?



Hace años, cuando pasaba los veranos en el pueblo de mi madre, me presentaba una tarde en casa del alcalde y le pedía la llave del cementerio.

- Verá, es que pronto nos marchamos y quería pasar un tiempo rezando por los abuelos.

Nadie iba al cementerio solo. Como mucho, alguna visita de rigor para enderezar las flores desperdigadas por el viento en invierno. O la limpieza anual antes del Día de Todos los Santos, siempre a cargo de alguna de las primas de mi madre.

Claro que todos en el pueblo eran primos. Se podía trazar una línea zigzagueante desde el primero hasta el último de los doscientos habitantes, y siempre mantener la consanguinidad. Pero había otra línea más fina que proseguía y languidecía en el camposanto, entre las hojas muertas y los cipreses.

Algunas noches de verano de luna llena me subía al pequeño cerro que llamaban “La Mota”, la cúspide del pueblo, y me sentaba sobre la hierba. Siempre hacía viento en la cima de la Mota, aún en los agostos más crueles. Me sentaba ahí, apartándome el pelo de la cara, y seguía con mi vista de pájaro la pequeña carretera que acababa en el cementerio. Se podían trazar con claridad la pared cuadrada de piedra, los árboles meciéndose en la brisa y el brillo negro de la verja de hierro. Era pequeño y muy abarrotado, y las tumbas formaban cuadraditos ordenados en filas como una pequeña ciudad. Pero lo que realmente perseguía aquellas noches de luna era el destello. No sé si alguien lo llegó a saber, pero justo antes de la medianoche la luna estaba lo suficientemente alta como para proyectar un rayo sobre una losa de mármol, de forma que se producía un destello fantasmal, una luz blanca que flotaba quedamente en el centro de las tumbas.

Era mi secreto.

Al día siguiente, habiéndome asegurado del pequeño milagro y sabiendo que la luna aún estaría lo suficientemente llena, preparaba mi excursión.

Tenía que estar todo muy estudiado: como todo se sabía y comentaba en el pueblo, no podía limitarme a pedir las llaves para ir a rezar. Tenía que convencer a mi madre y a mi tía de que mi hondo sentimiento de piedad y reveración hacia el alma de los familiares muertos me provocaba una necesidad imperiosa de pasar un rato a solas con ellos. Mi madre, que me conocía bien, tenía la elegante deferencia de simular que se lo creía. Mi tía protestaba un poco, insistía en acompañarme y, ante mi negativa, se hacía la ofendida durante unas horas.

Pedía la llave en una hora prudente, antes de la cena, llamando a la puerta y poniendo la cara más amable que me podía inventar. Siempre me la daban. Creo que estaban preavisados, como los que le dan siempre la razón a los locos por miedo a las represalias.

- Toma. Mañana me la traes, ¿eh? No vayas a perderla por ahí. Y cuidadito con los fantasmas.

Cuando cerraban la puerta podía escuchar los cuchicheos en el fondo del pasillo:
- Otra vez ha venido a por la llave.
- Déjala, será que tiene algún muerto que velar.
- Pues que los vele en el entierro.
- Es que ya sabes, como viven ahí tan lejos....
- Quién sabe.

Era de esas llaves antiguas, pesada y gruesa, de hierro escamado por el tiempo. Me gustaba llevarla en la mano, bien agarrada, jugueteando con los dientecillos del extremo. Era la primera parte del ritual.

Como en todos los pueblos pequeños de Castilla, siempre había mujeres sentadas a la puerta de sus casas. Me miraban en silencio a mi paso hacia la carretera. Y, aunque me habían visto crecer, siempre me miraban como miraban a los forasteros. Yo les sonreía, llave en mano, luna en mente, y ellas asentían con la cabeza tímidamente, y saludaban:

- Qué, ¿hace calor, eh? No te vayas muy lejos.
- Ya está empezando a refrescar.
- Bueno, pues a ver si te vas a poner mala de tanto pasear por ahí tú sola.
- Si yo no voy a ningún sitio, me voy a cenar.
- Bueeeeno, hala, hasta luego, hala.

La casa de la abuela, donde pasábamos los veranos, estaba justo en la entrada de la carretera. Entraba, cenaba rápida e impaciente en la cocina, les recordaba levemente dónde iba y me marchaba antes de que pudieran decir nada más.

Creo que alguna vez me debieron seguir. Pero eso me daba igual

El camino era corto: apenas cinco minutos entre campos de trigo y henares amarillentos. Alguna vez me acompañó, curioso y cola-agitante, el perro de caza de mi tío. Yo le dejaba venir, le contaba lo bonita que era la noche, le daba palmaditas. Pero, al llegar a la verja de hierro, se daba media vuelta y volvía a casa como si oliera algo que no era de este mundo.

Siempre tocaba un poco la verja de barrotes antes de abrirla. Estaba muy oxidada, herrumbrosa y verdecina. Luego introducía la llave, que cada vez se resistía más, y la puerta lanzaba un profundo gemido para darme paso al cementerio.

Y ahí estaba, en el centro, envuelto entre las sombras de los cardos y la hierba salvaje, transparente a ratos y descaradamente opaco a otros, el destello lunar.

La losa ya no era blanca. El mármol rajado se había tornado grisáceo y amarillento, pero bebía de la luz lechosa como un recién nacido. Yo me acercaba siempre despacio, respirando con lentitud en silencio reverencial, y me ponía de pie junto a ellas. Una pequeña placa de piedra rezaba los nombres, grabados a cinceladas cincuenta años atrás:

Lorenzo Aragón y Florentina Onecha, E.P.D.

Mis bisabuelos.

Después me sentaba encima de la losa, recogiendo en mi regazo el haz de luna. Y miraba hacia el horizonte donde se dibujaba el perfil del pueblo, con su cerro en el centro. Me imaginaba que destello se habría apagado o difuminado por mi figura, o tal vez sólo se vería el punto blanco de mi cara mirando hacia arriba.

Yo era un fantasma. Y estaba en comunión con todos ellos.

Me tumbaba boca arriba, me sentaba, cruzaba las piernas, disfrutando del momento. En la brisa estival el ciprés crujía al mecerse sobre mi cabeza, contándome historias secretas que yo atesoraba con los ojos cerrados y luego nunca conseguía recordar. Un rato más tarde paseaba despacito entre el resto de los habitantes, saludándoles uno a uno. E iba arrancando margaritas para dejárselas a algunos: a Rafa, el niño rubio que se suicidó colgándose de una cadena en el corral de su padre; a Elpidio, el cura del pueblo que murió de un infarto un domingo dando misa, justo después de la homilía; a Maria, la deficiente mental a la que los chicos llevaban a escondidas a los campos de heno para obligarla a que se la chupara por turnos a cambio de vente duros, y que un día se murió en su casa, dormida; a mi abuela, que tenía flores frescas porque sólo hacía un año que había muerto nonagenaria y también dormida en casa de mi madre, dejando un olor a violeta dulzona y mustia que nunca abandonó la habitación; a mi tía Leonor, muerta a los dos días de nacer por unas fiebres infantiles...

Me paseaba entre las tumbas como si fueran calles, saludando a cada puerta y contándoles cosas: que el verano estaba a punto de acabar y ya habían empezado a sacar los tractores a los campos para empaquetar el heno; que hacía mucho que no ahorcaban ningún perro en el pinar al lado del molino, pero que seguían desapareciendo los chuchos callejeros, que a ver si se enteraban de qué hacían con ellos; que los gatos husmeaban entre las rendijas de las casas abandonadas en la Mota y a veces se veían murciélagos adormilados boca abajo en las paredes de la iglesia. Que hacía calor.

- Aquí abajo estamos bastante frescos – me decían.
- Bueno, no me esperéis aún.

Cuando sonaba una débil y única campanada a lo lejos, en la torre de la iglesia, el destello comenzaba a remitir y debilitarse, como buscando otro punto de la tierra donde apoyarse. Y yo me sacudía las puntitas de los cardos de los vaqueros, me rascaba los ojos, me despedía con una mirada y pasaba al otro lado de la verja, que volvía a llorar melancólica al cerrarla.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Para qué anhelas un cementerio cuando puedes tener una vida?
Si no vives, muere.
Si no mueres, vive.

anilibis dijo...

Usuario anónimo:

No lo entiendes.

Anónimo dijo...

El lector siempre entiende, sea quien sea, entiende lo que quiere entender.
En todo caso el autor no sabe expresarlo.

anilibis dijo...

No me refería a eso. Quién soy yo para decidir lo que el lector tiene que entender. La vida tiene múltiples puertas y abrirlas es vivirla más aún.

Anónimo dijo...

:)
Entonces todo aclarado

Anónimo dijo...

¿Para cuándo una foto con tu nuevo corte de pelo? ;-) Besos, guapa.