lunes, julio 31, 2006

De santos, sangre y almidón. (IV)

Capítulo IV: Rebeldía y apostasía


Manoli nunca había estado enferma.

Más allá de la ocasional gripe, su cuerpo siempre fue una fortaleza contra todo tipo de enfermedades, bichos, virus e infecciones. “Yo crecí en el pueblo, y la vida de pueblo es muy sana”, respondía ella aludiendo a tal fenómeno, “y sobre todo si trabajas duro”.

Un día fue a mirarse lo de la tos crónica, “por si me recetan un jarabe bueno”, decía. Volvió a casa con varios volantes para diferentes pruebas en un hospital. Los miraba sorprendida: “¿Por qué tengo yo que ir al hospital si lo único que necesito es jarabe?”

“Será que es cosa de viejos y hay que mirárselo”, le decíamos todos, en broma. Las pruebas se las hicieron sin lista de espera, otro evento sorprendente, y a las dos semanas Manoli salía de la consulta del médico con un papelito amarillento que contenía un breve texto con la palabra “cáncer” en el segundo párrafo.

“A ver si se han equivocado”, repetía constantemente. Pero la tos empezó a acompañarse de esputos sanguinolientos, y la radioterapia la dejó extenuada. A partir de entonces se sentaba en el sofá de flores rosadas de su cuarto de estar, nos miraba, entornaba los ojos verdes y decía: “Pero mira que tener cáncer, mira que tener yo cáncer..:”

A Manoli le creció una hermosísima cabellera.

Tras la radioterapia, el pelo le volvió a crecer más fuerte y tupido que nunca, de un castaño radiante y apenas canoso. Fue la envidia de todos. Manoli se arreglaba con minuciosidad el peinado, ahuecándoselo coqueta y peinando sus nuevos bucles para darle vida a su rostro emaciado. Nos recibía en casa con su glorioso cabello, discretamente maquillada, y flanqueada por una orgullosa Chiqui cola-agitante: “Pasad, pasad, que mirad qué bien estoy ya”.

Fue apenas unas semanas después que le mandaron a la sala de “quimio”. Manoli nos recibía entonces en el hospital, un poco irritada porque tendría que dejarse crecer el pelo de nuevo y porque otra vez le temblaba el pulso. Su respiración se volvió lenta y acompasada, los ojos casi siempre enrojecidos y su rostro más macilento. Yo me sentaba a su lado y le contaba chistes; ella me miraba y me decía: “A ver, pero cuéntame cómo te va en el trabajo, cómo estás, si tienes amigos”. Yo le mentía y le decía que todo iba maravillosamente. Pero Manoli siempre se enteraba de todo. Tras su última sesión de “quimio”, agotada sobre su sofá de flores rosadas, me entregó varios sobres con modestas cantidades de dinero cada vez que iba a visitarla. Cómo se enteraría de mis problemas económicos sigue siendo un misterio. Su radar siempre estuvo afinado, pero la radiación debió agudizarlo más. Yo siempre le decía que no era necesario; ella me miraba y decía “Pero hijita, ¿qué importa? Si me voy a morir”. Y yo me callaba, sabiendo que era inútil decirle que no iba a morirse: el radar de Manoli también era muy sensible a las mentiras.

El día que le hicieron un agujero en el estómago para que se alimentara por sonda, dejó de probar la comida. Mi madre se mudó a su casa para cuidarla. Aprendieron juntas el arte de mezclar sueros, yogures y papillas nutritivas. Manoli renunció a cambiar sus costumbres de cortesía: a la hora de la comida, se sentaba a la mesa con mi madre y se introducía sus mejunjes con jeringa por la sonda. Pulcra en todo momento, no se olvidaba de su servilletita en el regazo y – como novedad – en la maltrecha garganta.

Tras el placer de la alimentación, el siguiente en partir fue el del habla. Su inquilino no invitado creció furiosamente como un recién nacido y amenazaba con asfixiarla, así que le hicieron otro agujerito en la garganta para respirar. Y Manoli, que siempre había hablado tanto, se quedó muda.

Se compró una pizarra y una colección de rotuladores de colores, con los que escribía sin parar que hacía falta comprar esto o aquello, que fulanito estaba muy gordo últimamente, que a ver si la Chiqui necesitaba una vacuna nueva, que se moría (esto último siempre lo subrayaba, haciendo una mueca extraña con la boca y abriendo mucho los ojos – cada vez más verdes y más vidriosos.)

Manoli descubrió el arte de la ironía.

Algunos fines de semana, me quedaba con ella hasta tarde viendo la programación rosa. Precisamente entonces todo eran noticias de folclóricas que se morían de cáncer. “A ver si me hacéis un funeral como a ésa”, escribía, y se reía cansada. Yo le decía que para eso tenía que ser cantante. “Pues tengo la garganta como para aprender ahora”. Nos íbamos a la cama riéndonos, y mi madre nos miraba sorprendida desde una esquina del dormitorio que compartía con ella.

Sus visitas al hospital eran más y más frecuentes, y al poco de empezar a recibir morfina perdió el pulso, con lo que tan sólo acertaba a mover los labios débilmente. Entonces, por primera vez en toda mi vida, pude serle útil: mi recalcitrante sordera me ha enseñado a leer los labios como una experta. Yo me sentaba a su lado, con un cuaderno, e iba apuntando cada una de sus frases. Al rato, lo que empezó como una simple lista de la compra acabó por convertirse en todo un confesionario.

Manoli, la apóstata.

“Me da mucho miedo morirme”, pronunciaba. “No quiero morirme”, repetía. Y abría los ojos como intentando escaparse a través de ellos. Yo escribía, escribía, en el silencio de la habitación, mientras algunos familiares miraban con curiosidad sin entender nada.

“Que Dios me perdone, pero creo que no me merezco esto”. Yo escribía y la miraba con sorpresa. “Que Dios me perdone, que me perdone. Sé que soy vieja, pero no me quiero morir todavía”. Yo escribía y asentía con la cabeza. Y, por último, con el pulso algo débil, escribí su enorme confesión: “La soledad de la muerte es lo más doloroso que existe, y ni Dios puede aliviarla”.

Quién sabe si le contó lo mismo a su confesor. Manoli luchó contra la benevolencia divina y se rebeló en sus últimos días como un Che Guevara al frente de su guerrilla, como un Julio César a las puertas de Alejandría, como un como un Robert Frost batiéndose en duelo contra su pluma:

Do not go gentle into that good night,
Old age should burn and rave at close of day;
Rage, rage against the dying of the light.




4 comentarios:

anilibis dijo...

Este es ya el penúltimo capítulo. ¡Qué largos se hacen los recuerdos!

Alicia Liddell dijo...

Y dolorosos, Analibis, y dolorosos.

Isabel Barceló Chico dijo...

Yo también me he quedado, como Manolita, sin ánimo para decir una palabra. Besos.

anilibis dijo...

Alicia Liddell, tocaya:

No te sorprendas si te digo que no son dolorosos. Lo eran antes de escribir todo esto... en realidad no existe mejor exorcismo contra tales demonios.

Isabel Romana:

Lo mismo te digo. Gracias por tu lectura.