miércoles, octubre 18, 2006

Al oeste de todo - VI


6. Sarah

15th Street, Brooklyn. Casas coloniales marrones, rojas y grises erguidas a lo largo de la calle con sus blancas balaustradas y sus escalinatas de madera. Cafés con puertas rojas, blancas, verdes, algunos abiertos aún. Menús pintados en blanco sobre el cristal, Coffee and Corned Beef Sandwich, $4.50. El olor a bagel y queso brie flotando al abrirse la puerta de un restaurante kosher, la gente apresurada, caras de todos colores brillando a la luz de las farolas, pasando rápidas a mi lado, mirándome de soslayo, otra viajera más con otra maleta llena de ecos de otras voces, ¿qué idioma hablarán sus voces? Nadie se pregunta nada pero en el fondo todos parecen preguntarse demasiado. First Baptist Church a mi izquierda, a las diez de la noche todavía salía luz de una de las cristaleras de colores, y una mujer se ataba con rapidez los cordones de un zapato apoyada en la pared de piedra. Torcí la esquina de 6th Street y choqué contra un viejo chino. Sonrisas nerviosas, llevo voces en la maleta, usted disculpe, I’m sorry. Se volvió a mirarme cuando enfilé calle abajo. Él no sabía que lo sabía, pero lo sabía. Hay ojos distantes que pueden tocarte la nuca como dendritos kilométricos.

Dos manzanas más, tres, casi no se podían contar desde el principio de la calle. Desaparecía la gente, y estaba sola de nuevo. ¿Y si diera media vuelta y buscara cualquier otro lugar, donde nadie me conozca? ¿Y si empezara de cero? Un brevísimo instante que pasó como un semáforo en rojo en la niebla del cansancio.

Pero seguí hasta el final. Las luces de las ventanas eran todas amarillas. El olor a cedro. Una vieja bañera en el jardín de la casa de aquel actor, albergando una plantación de flores naranjas. El eco de las voces de la maleta ahogándose al subir las escaleras de la casa de Sarah.

- ¡Por fin estás aquí! Y mírame a mí, con esta pinta.

Sarah a la puerta, moqueando medio griposa. Su sonrisa de Philadelphia hacía apología de la educación colonial en circunstancias adversas. La dulce Sarah, ojillos chispeantes bajo rizos castaños y un mohín de educada curiosidad. Impenetrable o tal vez demasiado cristalina, Sarah era ese tipo de amiga que marca las distancias y a la vez ofrece la calidez de su compañía. Siempre moderada, breve, dispuesta a dar lo justo para hacerte sentir bienvenida, pero permanentemente protegida tras su escudo de sobria coherencia. Padres divorciados, niñez entre dos casas blancas con dos columpios en dos verdes jardines. Robles centenarios y buganvillas tras la verja. Y mucho trajín de colegios privados. Es difícil quitarse la máscara cuando toda tu vida has estado encorsetada en un uniforme. Hija única, independiente y viajera como yo. Tal vez era eso lo que marcaba el nexo de unión entre dos personas tan diferentes. Pero yo estaba medio huérfana y buscaba más de lo que podía aspirar a encontrar. Ella nunca lo comprendería.

Me dio la bienvenida entre toses, y dejé caer la mochila en el sofá del salón. Restos de comida en la mesa. Decliné la invitación a cenar, mi estómago empachado de emociones contradictorias. Dejé la maleta en el suelo, sonreí, hice chascarrillos sobre el viaje y mi estancia en el “pintoresco hotel”. Libros por todos lados. Olor a madera vieja, a noodles con curry, a ropa en la lavadora. La bañera tenía patas de león de acero. La ducha caliente y el agua a rabiosa presión, una de las pocas ventajas de estar a este lado del mundo. Lavé las voces, lavé el eco y sonreí al envolverme en la toalla; mariposas o no, seguiría coleccionando recuerdos para el invierno, como instantáneas de polaroid.

Decidí no contarle a Sarah lo que había visto.

Dormí.

Por la mañana, en un estado de duermevela, la acompañé a Manhattan; le tocaba trabajar ese sábado. El puente de Brooklyn centelleaba con los primeros rayos del sol a nuestro paso en el autobús, y ahí al fondo el perfil mutilado de la ciudad. La acusadora ausencia de las torres gemelas que apuntaba con un dedo a cada uno de los miles de personas que cruzaba el Hudson rumbo a su trabajo, sus estudios, su búsqueda, su vida bicolor. Y yo metía el dedo en el hueco de mis pensamientos. ¿Con qué rellenas el vacío? ¿Con qué expías la culpa? Derribarán mil torres en cada uno de nosotros y seguiremos buscando, buscando, buscando al eterno culpable. Acoplándonos al miedo. Acomodándonos en el despecho y el rencor. Generando angustia. La única culpable eres tú, lo somos todos, me decía. Y no sabía muy bien de qué me acusaba. Sólo que ahí, esa mañana, rezagada contra el frío cristal de la ventana del bus, había empezado a buscar el relleno a los vacíos que aún quedaban por llenar.

Dopada de antigripal, Sarah me miraba con introspección distanciada, la sonrisa neutra, la mirada practicando indiferencia fingida. El respeto a la intimidad: primera lección de ética bostoniana.

- Verás qué bonita está la ciudad un sábado por la mañana – comentó – y permaneció en silencio.

- No lo dudo – musité.

(Foto: Park Slope, Brooklyn, NY)

8 comentarios:

Gonzalo Villar Bordones dijo...

tus labios rojos, nos muestran una versión preciosa de la gran urbe.

anilibis dijo...

Gonzalo: no te emociones demasiado, que es el Photoshop.

Isabel Barceló Chico dijo...

Tiene razón Sarah: una mañana de sábado tan hermosa no es adecuada para hacerse reproches de ninguna clase. Besos.

Anónimo dijo...

"Torcí la esquina de 6th Street y choqué contra un viejo chino. Sonrisas nerviosas, llevo voces en la maleta, usted disculpe, I’m sorry. Se volvió a mirarme cuando enfilé calle abajo. Él no sabía que lo sabía, pero lo sabía. Hay ojos distantes que pueden tocarte la nuca como dendritos kilométricos".

Yo también me topé con ese chino.

Isabel Barceló Chico dijo...

Hola anilibis, he regresado para decirte que he eliminado la entrada de mi blog que se llamaba "Venus amenaza a su hijo" y han desaparecido, también, los comentarios, entre los que estaba el tuyo. La verdad es que he pensado que era mejor continuar contando la historia de Psique de manera más cronológica, así que he sustituido aquella entrada por otra nueva que continúa con Psique el día de su boda. Te pido disculpas y agradezco tu comprensión.
Besos y hasta pronto.

Gonzalo Villar Bordones dijo...

Nueva York, deja caer su otoño sobre tu silencio.

anilibis dijo...

Cowboy Bill:
¿Y quién no se ha topado con él? Dicen que acecha desde todas las esquinas de todas las ciudades donde cualquiera puede llegar a perderse.
Muchos besos, amigo mío.

Isabel Romana:
No te preocupes, en absoluto. Ahora leeré la historia de la boda de Psique, que me tiene en ascuas. Entiendo que a veces hay que sacrificar cosas "por amor al arte".
Un beso.

Gonzalo:
No se trata de silencio. Creo que nunca se dijeron tantas cosas en tan breve tiempo. ¿No crees?
Saludos...

Francisco Ortiz dijo...

Muy buen capítulo: la descripción de Sarah, muy acertada, muy reveladora. La culpabilidad y las torres, sencillamente genial.